Название | La comuna de Paris |
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Автор произведения | Hippolyte Prosper Olivier Lissagaray |
Жанр | Документальная литература |
Серия | |
Издательство | Документальная литература |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789560014177 |
El gobierno cerró los clubs y lanzó numerosas órdenes de detención. Ochenta y tres personas, inocentes en su mayor parte, según ha dicho el general Soumain, fueron detenidas. Se aprovechó esta ocasión para enviar a Delescluze, a pesar de sus sesenta y cinco años y de la bronquitis aguda que le minaba, a reunirse en Vincennes con los detenidos del 31 de octubre, arrojados, en revuelta confusión, a la húmeda fortaleza. Le Réveil y Le Combat fueron suprimidos.
Una indignada proclama denunció a los insurrectos como «partidarios del extranjero», único recurso de los hombres del 4 de septiembre en sus vergonzosas crisis. Solo en esto fueron jacobinos. ¿Quién servía al extranjero, el gobierno, dispuesto en todo momento a capitular, o los prisioneros, siempre encarnizados en la resistencia? La historia dirá que en Metz un numeroso ejército, debidamente dotado de oficialidad, instruido, con soldados veteranos, se dejó entregar sin que un mariscal, un jefe de cuerpo, se levantase para salvarle de Dazaine, mientras que los parisinos, sin guías ni organización, ante doscientos cuarenta mil soldados y guardias móviles ganados para la paz, retrasaron tres meses, con su sangre, la capitulación y la venganza.
Esta indignación de traidores hizo perder aliento a la gente. Ninguno de los batallones antes fieles a Trochu respondió a la llamada de Clément Thomas. Este gobierno, defendido mientras se le creyó gobierno de defensa, aprestaba a todos a la capitulación. El mismo día de la refriega, hizo su última jesuitada. Jules Simon reunió a los alcaldes y a una docena de altos oficiales, y ofreció el mando supremo al militar que propusiera un plan.
Los hombres del 4 de septiembre abandonaron –otros lo hicieron en cuanto lo dejaron exangüe– el París que habían recibido exuberante de vida. Ninguno de los asistentes vio la ironía. Se limitaron a repudiar aquella herencia desesperada. Allí les esperaba Jules Simon. Alguien –el general Leconte– dijo: «Hay que capitular». Los alcaldes comprendieron, por fin, para qué se les había convocado, y algunos se enjugaron una lágrima.
París, entregado
Desde entonces, París vivió como el enfermo que espera la amputación. Los fuertes seguían tronando, continuaban llegando muertos y heridos; pero se sabía que Jules Favre estaba en Versalles. El día 27 a media noche, enmudeció el cañón. Bismarck y Jules Favre se habían entendido «por su honor». París estaba entregado.
Al día siguiente, la defensa dio a conocer las bases de las negociaciones: armisticio de quince días, reunión inmediata de una asamblea; ocupación de los fuertes; todos los soldados y guardias móviles, menos una división, desarmados. La ciudad quedó sumida en una lúgubre tristeza. Las largas jornadas de emoción habían aquietado la cólera. Solamente algunos chispazos cruzaron París. Un batallón de la Guardia Nacional fue a gritar ante el Hôtel-de-Ville: «¡Abajo los traidores!» Por la noche, cuatrocientos oficiales firmaron un pacto de resistencia, eligieron por jefe al comandante del 107°, Brunel, exoficial expulsado del ejército en tiempos del Imperio por sus opiniones republicanas, y resolvieron marchar sobre los fuertes del Este, mandados por el almirante Saisset, a quien los periódicos atribuían una reputación de heroísmo. A media noche, la llamada y el rebato sonaron en los distritos x, xiii y xx. Pero la noche era glacial, y la Guardia Nacional estaba demasiado fatigada para intentar un golpe desesperado. Solamente dos o tres batallones acudieron a la cita. Dos días después, Brunel fue detenido.
El 29 de enero del 71, la bandera alemana ondeaba sobre los fuertes. El pacto estaba firmado desde la víspera. Cuatrocientos mil hombres armados con fusiles, cañones, capitulaban ante doscientos mil. Los fuertes y las defensas, fueron desarmados. Todo el ejército (doscientos cuarenta mil soldados, marinos y móviles) quedaba prisionero. París debía pagar doscientos millones en quince días. El gobierno se jactaba de haber dejado las armas a la Guardia Nacional; pero todos sabían que hubiera sido preciso saquear París para arrebatárselas. En fin, no contento con entregar la capital, el gobierno de la defensa nacional entregaba al enemigo Francia entera.
El armisticio se aplicaba a todos los ejércitos de provincias, excepción hecha del de Bourbaki, cercado casi por completo, el único a quien realmente hubiera beneficiado el armisticio. Cuando llegó un poco de aire fresco de provincias, se supo que Bourbaki, empujado por los alemanes, había tenido que lanzar su ejército a Suiza, después de una comedia de suicidio.
Las elecciones
La fiebre electoral sustituyó a la fiebre del sitio. El 8 de febrero debía enriquecer a Francia con una nueva Asamblea Nacional, y París se preparó para ello. De los hombres de la defensa, Gambetta fue el único inscrito en la mayor parte de las listas, por no haber perdido la esperanza en la patria, sobre todo cuando fue esparcida la proclama que fustigaba la vergonzosa paz y su explosión de decretos radicales.
Algunos periódicos ensalzaban a Jules Favre y a Picard, que habían tenido suficiente osadía para hacerse pasar por los elementos más extremistas del gobierno; nadie se atrevió a llegar hasta Trochu, Jules Simon, Jules Ferry. El partido de vanguardia multiplicó las listas que explicaban su impotencia durante el sitio. La gente del 48, se negó a admitir a Blanqui; pero aceptó, con el fin de aparentar lo que no era, a varios miembros de la Internacional, y su abigarrada lista de neojacobinos y de socialistas tomó el nombre de los Cuatro Comités. Los clubs y los grupos obreros hicieron listas cerradas: en una de ellas figuraba el socialista alemán Liebknecht. La más definida vino de la Corderie.
La Internacional y la Cámara Federal de Sociedades Obreras, mudas durante el sitio, volvieron a alzar su programa: «Es necesario que figuren trabajadores entre las gentes del poder». Se entendieron con el comité de los veinte distritos, y los tres grupos publicaron un manifiesto común. «Esta es la lista –decía– de los candidatos presentados en nombre de un mundo nuevo por el partido de los desheredados. Francia va a reconstituirse nuevamente: los trabajadores tienen derecho a hallar y ocupar su puesto en el orden que se prepara. Las candidaturas socialistas revolucionarias significan denegación a quienquiera que sea, de poner a discusión la República; afirmación de la necesidad del advenimiento político de los trabajadores; caída de la oligarquía gubernamental y del feudalismo industrial». Aparte de algunos nombres familiares al público, como Blanqui, Gambon, Garibaldi, Félix Pyat, Ranvier, Tridon, Malon, Lefrançais, Vallès, Tolain, los candidatos socialistas no eran conocidos fuera de los medios populares: empleados, mecánicos, zapateros, obreros siderúrgicos, sastres, carpinteros, cocineros, ebanistas, cinceladores. Los pasquines fueron escasos. Disponían de muy pocos periódicos para hacer competencia a las trompetas burguesas. Ya les llegará el momento dentro de unas semanas, cuando se elijan los dos tercios de la Comuna. Hoy solo los aceptados por los periódicos burgueses obtendrán un acta. En total, cinco –Garibaldi, Garnbon, Félix Pyat, Tolain y Malon.
La lista que salió el 8 de febrero fue un arlequín de todos los matices republicanos y de todas las fantasías. Louis Blanc, que había sido una buena comadre durante el sitio, y a quien presentaban todos los comités, salvo la Corderie, abrió la marcha con 216.000 votos, seguido de Victor Hugo, Gambetta y Garibaldi. Delescluze, al que hubiera sido preciso aliarse antes, reunió 154.000 sufragios. Luego contaban con un baratillo de jacobinos, radicales, oficiales; alcaldes, periodistas, excéntricos. Uno de ellos fue elegido por haber inventado una cañonera; otro, por místico. Un solo miembro del gobierno se escurrió entre ellos, Jures Favre, al que Millière acababa de denunciar, con pruebas auténticas en la mano, de falsificación, de bigamia, de suplantación de estado. Millière, es cierto, fue elegido. Por una cruel injusticia, el vigilante centinela que durante todo el sitio había demostrado tan gran sagacidad, Blanqui, no obtuvo más que 52.000 votos –aproximadamente los de los opositores del plebiscito– mientras que Félix Pyat sacó 145.000 por sus cantinelas de Le Combat.
Este escrutinio confuso y descabellado daba testimonio,