La comuna de Paris. Hippolyte Prosper Olivier Lissagaray

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Название La comuna de Paris
Автор произведения Hippolyte Prosper Olivier Lissagaray
Жанр Документальная литература
Серия
Издательство Документальная литература
Год выпуска 0
isbn 9789560014177



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no les quedaba otro remedio».

       Debilidad de la delegación

      La debilidad de la delegación daba alas a la mala voluntad de estos mismos generales. Gambetta preguntaba a algunos de ellos si se avendrían a servir a las órdenes de Garibaldi; admitía que se negasen, hacía liberar a un cura que desde su púlpito ponía precio a la cabeza del general, condescendía en dar explicaciones a los oficiales de Charette, y permitía a los zuavos pontificios que enarbolaran otra bandera que no fuera la de Francia. Confió el ejército del Este a Bourbaki, completamente extenuado y que acababa de llevar a la emperatriz una carta de Bazaine.

      ¿Le faltaba autoridad? Sus colegas de la delegación no se atrevían siquiera a levantar los ojos, los prefectos no conocían a nadie más que a él, los generales adoptaban en presencia suya maneras de colegiales. El país obedecía, lo daba todo con ciega pasividad. Los contingentes se reclutaban sin dificultad alguna. Las campañas no encontraban ningún refractario, a pesar de hallarse en el ejército todos los gendarmes. Las Ligas más ardorosas cedieron a la primera observación. No estalló movimiento alguno hasta el 31 de octubre. Los revolucionarios marselleses, indignados por la debilidad del Consejo Municipal, proclamaron la Comuna. Cluseret, que desde Ginebra había pedido al «prusiano» Gambetta el mando de un cuerpo de ejército, apareció en Marsella, se hizo nombrar general, desapareció de nuevo y volvió a Suiza, porque su dignidad le impedía servir como simple soldado. En Toulouse, la población expulsó al general, un sanguinario día de junio del 48. En Saint-Etienne, la Comuna duró una hora. En todas partes bastaba una palabra para poner la autoridad en manos de la delegación; hasta tal punto se temía crearle la menor dificultad.

      Esta abnegación sirvió exclusivamente a los reaccionarios. Los jesuitas pudieron urdir sus intrigas, parapetándose detrás de Gambetta que los había enviado nuevamente a Marsella, de donde los había expulsado la indignación del pueblo: el clero se encontró en condiciones de seguir negando a las tropas sus edificios, sus seminarios, etcétera; los antiguos jueces de las comisiones mixtas pudieron seguir insultando a los republicanos. El prefecto de Haute-Garonne fue destituido al momento por haber suspendido en el ejercicio de sus funciones a uno de esos honorables magistrados. Los periódicos podían publicar proclamas de pretendientes. Hubo consejos municipales que, olvidándose de todo patriotismo, votaron la sumisión a los prusianos. Por todo castigo, Gambetta los abrumó con un sermón.

      Los bonapartistas se reunían descaradamente. El prefecto de Burdeos, republicano ultramoderno, pidió autorización para detener a algunos de estos agitadores. Gambetta respondió: «Esas son prácticas del Imperio, no de la República».

      En vista de esto, se alzó, la Vendée conservadora. Monárquicos, clericales, especuladores, esperaban su hora, agazapados en los castillos, en los seminarios intactos, en las magistraturas, en los consejos generales, que la delegación se negó durante mucho tiempo a disolver en masa. Eran lo bastante hábiles como para hacerse representar, por poco que fuera, en los campos de batalla, con el fin de conservar las apariencias del patriotismo. En unas semanas calaron perfectamente a Gambetta, descubriendo detrás del tribuno grandilocuente al hombre irresoluto.

       Thiers

      Su campaña fue trazada y dirigida desde su origen por los únicos tácticos de alguna importancia que había en Francia: los jesuitas, dueños y señores del clero. Thiers fue el jefe político.

      Los hombres del 4 de septiembre habían hecho de él, como es sabido, su embajador. Francia, escasa en diplomáticos desde Talleyrand, no ha tenido otro más fácil de manejar que este hombrecillo. Viajó a Londres, a San Petersburgo, a Viena, a Italia, de la que fue enemigo encarnizado, a buscar, para la Francia vencida, alianzas que se le habían negado. Logró que se burlaran de él en todas partes, solo fue recibido por Bismarck, y negoció el armisticio rechazado el 31 de octubre. Cuando llegó a Tours, en los primeros días de noviembre, sabía que desde aquel momento, la lucha había de ser a vida o muerte. En lugar de abrazarla valerosamente, de poner su experiencia al servicio de la delegación, no tuvo más que un objetivo: enterrar la defensa.

      No podía esta tener un enemigo más temible. La suerte que alcanzó este hombre, sin principios de gobierno, sin visión de progreso, sin valor, no hubiera podido alcanzarla en ninguna parte más que entre la burguesía francesa. Pero estuvo siempre en todas partes donde hizo falta un liberal para ametrallar al pueblo, y raras veces se vio un artista más maravilloso en intrigas parlamentarias. Nadie supo como él atacar, aislar un gobierno, agrupar los prejuicios, los odios, los intereses, disfrazar su intriga con una careta de patriotismo y de buen sentido. La campaña de 1870-71 será, indudablemente, su obra maestra. Se había resuelto para su gobierno la cuestión de los prusianos, y no se preocupaba de ellos más que si hubiesen vuelto a pasar el Mosela. El enemigo para él era el defensor. Cuando nuestros pobres «móviles» se agitaban de un lado para otro con una temperatura de veinte grados, Thiers triunfaba con sus desastres. Mientras que en Bruselas y en Londres los mamelucos, fieles a las tradiciones de Coblenza, los Cassagnac, los Amigues, trabajaban por desacreditar a Francia, por hacer fracasar sus empréstitos, enviaban a los prisioneros de Alemania insultos contra la República y llamamientos en pro de una restauración imperial, Thiers agrupaba en Burdeos, en contra de la República y de la defensa, a todas las reacciones de provincias.

      La prensa conservadora había denigrado desde el primer momento a la delegación. Después de la llegada de Thiers, hizo una guerra descarada contra aquélla, sin cansarse de hostigarla, de acusar, de calumniar. Gambetta es un «loco furioso», la frase procede de Thiers. Conclusión: la lucha es una locura y la desobediencia, legítima. En el mes de diciembre, esta consigna, repetida por todos los periódicos del partido, se extendió por los campos.

      Por primera vez, los terratenientes hallaron oídos en los campesinos. Después de los «móviles», la guerra iba a llevarse a los movilizados; los campos de batalla se aprestaban a recibirlos. Alemania tenía en su poder 260.000 franceses; París, el Loire, el ejército del Este más de 350.000; 30.000 habían muerto, y los hospitales albergaban a millares de heridos. Desde el mes de agosto, Francia había rendido 700.000 hombres, por lo menos. ¿Cuándo iban a detenerse las cosas? Este grito fue lanzado en todas las chozas: «¡Es la República la que quiere la guerra! ¡París está en manos de los secesionistas!». ¿Qué sabía entonces el campesino francés, y cuántos podían decir dónde se encontraba Alsacia? A él, hostil a la instrucción obligatoria, era sobre todo a quien apuntaba la burguesía. ¿No consagró esa burguesía todos sus esfuerzos, por espacio de cuarenta años, en transformar en un coolie al nieto de los voluntarios del 92?

      Un aliento de rebeldía pasó por los «móviles», mandados con excesiva frecuencia por reaccionarios de nota. Unos decían al ejército del Loire: «No queremos batirnos por el señor Gambetta». Hubo oficiales que se vanagloriaron de no haber expuesto nunca la vida de sus hombres.

      A principios de 1871, las provincias estaban totalmente deshechas. A cada paso se reunían consejos generales disueltos. La delegación seguía el avance del enemigo interior, maldecía a Thiers y se guardaba muy mucho de detenerle. Los hombres de vanguardia que vinieron a decir hasta dónde llegaba el torrente fueron despedidos. Gambetta, cansado, desalentado, vería tristemente cómo se deshacía la defensa. A sus reproches, la gente del Hôtel-de-Ville, respondía enviándole palomas con mensajes declamatorios. En enero, sus despachos llegaban a la invectiva. La capitulación, Vinoy, la entrega del ejército del Este, la convocatoria de una asamblea, fueron el golpe final. Gambetta, fuera de sí, pensó en no autorizar las elecciones, y ante lo inevitable, proclamó inelegibles a los grandes funcionarios y diputados oficiales del Imperio, disolvió los consejos generales, y destituyó algunos magistrados de las comisiones mixtas. Bismarck protestó. La gente del Hôtel-de-Ville se asustó. Jules Simon corrió a Burdeos. Gambetta le recibió con la punta del pie, y ante un grupo de republicanos, le escupió su desprecio por las gentes de la defensa. El jesuíta, bajo estas imprecaciones, dobló la espalda, perdió el dominio de su lengua, no pudo responder más que: «¡Tomad mi cabeza!». «¿Qué quiere usted que haga yo con ella? –le gritó Gambetta–». Expulsado de la prefectura, el defensor