La comuna de Paris. Hippolyte Prosper Olivier Lissagaray

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Название La comuna de Paris
Автор произведения Hippolyte Prosper Olivier Lissagaray
Жанр Документальная литература
Серия
Издательство Документальная литература
Год выпуска 0
isbn 9789560014177



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a pesar de su victoria.Decretó la creación de la fundición de cañones pero no por eso creyó más en la defensa, y siguió navegando con la proa definida hacia la paz. Su gran preocupación, como él mismo ha escrito, era el motín. No era solamente de la locura del sitio de lo que quería salvar a París, sino, ante todo, de los revolucionarios. Los grandes burgueses arrojaron esta magnífica sospecha. Antes del 4 de septiembre habían declarado, dice Jules Simon, «que si se armaba a la clase obrera y esta tenía alguna probabilidad de imponerse, no se batirían de ningún modo», y la noche del 4 de septiembre, Jules Favre y Jules Simon fueron al Cuerpo Legislativo a tranquilizarlos, a decirles que los defensores no estropearían la casa. La fuerza irresistible de los acontecimientos había armado a los obreros; era preciso inmovilizar al menos sus fusiles. Desde hacía dos meses, la gran burguesía buscaba el momento oportuno. El plebiscito le dijo que ese momento había llegado ya. Trochu tenía a París en sus manos, y la burguesía, por medio del clero, tenía en sus manos a Trochu, tanto más cuanto que este creía no depender más que de su conciencia. Curiosa conciencia de infinitos fosos, con más artilugios que los de un teatro. Trochu creía en los milagros, mas no en los prodigios; en las Santas Genovevas, pero no en las Juanas de Arco; en las legiones del más allá, pero de ningún modo en los ejércitos que brotan de la tierra. Por eso, desde el 4 de septiembre consideraba como un deber engañar a París. Pensaba: «Voy a rendirte, pero es por tu bien». Después del 31 de octubre creyó su misión doblada, vio en sí mismo al arcángel, al San Miguel de la sociedad amenazada. Este es el segundo período de la defensa, que se sostiene tal vez en un gabinete de la calle Postes, porque los jefes del clero vieron, con más claridad que nadie, el peligro de un advenimiento de los trabajadores. Sus manejos fueron muy hábiles. Una especie de obispo a lo Turpín, calzado, barbudo, jovial, gran vaciador de botellas y trenzador de cotillones, de mano ancha y lengua expedita, Bauer, no se separaba de Trochu y atizaba sus recelos en contra de la Guardia Nacional. Supieron poner en todas partes el grano de arena en el punto vital, penetrando en los estados mayores, en las ambulancias, en las alcaldías. Como el pescador que forcejea con un pez demasiado grande, ahogaron a París en su fluido, le extrajeron su savia a tirones. El 28 de noviembre dio Trochu el primero de estos tirones: una salida de gran espectáculo. El general Ducrot, que mandaba las fuerzas, se anunció cual un nuevo Leónidas: «Lo juro ante vosotros, ante la nación entera: no volveré a París si no es muerto o victorioso. Podréis verme caer, pero no me veréis retroceder». Esta proclama exaltó a todo París. Se creyó en vísperas de Jemmapes, cuando los voluntarios parisinos escalaban las crestas guarnecidas de artillería, porque esta vez la Guardia Nacional iba a hacer fuego.

      Hubiéramos debido abrirnos paso por el Marne para unirnos a los ejércitos de provincias y pasar el río Nogent. El ingeniero Ducrot había tomado mal las medidas; los puentes no estaban en condiciones. Hubo que esperar hasta el día siguiente. El enemigo, en lugar de ser sorprendido, pudo ponerse a la defensiva. El 30, con un magnífico impulso, ganamos Champigny. Al día siguiente, Ducrot permaneció inactivo, mientras el enemigo, desguarneciendo Versalles, acumulaba sus fuerzas sobre Champigny. El 2 de diciembre, reconquistó una parte del pueblo.

      La lucha fue ruda durante toda la jornada. Los miembros del gobierno, a quienes su grandeza retenía en el Hôtel-de-Ville, se hicieron representar en el campo de batalla por una carta de su muy querido presidente. Por la noche acampamos en nuestras posiciones, pero helados. El «querido presidente» tenía dada orden de que se dejasen las mantas en París, y habíamos partido sin tiendas ni ambulancias. Al día siguiente, Ducrot declaró que debíamos retirarnos, y ante París, ante la nación entera, este bravucón deshonrado se volvió a la capital a reculones. Volvíamos, entre muertos y heridos, con ocho mil bajas de cien mil hombres, de los cuales habían entrado en combate cincuenta mil.

      Trochu descansó veinte días sobre estos laureles. De este ocio se aprovechó Clément Thomas para disolver y difamar al batallón de tiradores de Belleville, poco disciplinado, sin duda, pero que había tenido muertos y heridos. Basándose en el simple informe del general que mandaba en Vincennes, difamaba igualmente al 200° batallón. Echaban el guante a Flourens. El 21 de diciembre, estos encarnizados depuradores se dignaron, por fin, a preocuparse un poco por los prusianos. Los móviles del Sena fueron lanzados, sin cañones contra las murallas de Stains, y al ataque contra Le Bourget. El enemigo los recibió con una artillería aplastante. La ventaja conseguida por la derecha en Ville-Evrard no fue aprovechada. Los soldados regresaron desmoralizados. Algunos gritaron: «¡Viva la paz!». Cada nueva empresa acusaba al plan Trochu, fatigaba a las tropas, pero no podía nada contra el valor de los guardias nacionales. Estos, durante dos días, en la explanada de Avron, casi al descubierto, sostuvieron el fuego de sesenta piezas. Cuando los muertos eran ya muchos, Trochu descubrió que la posición no tenía ninguna importancia y mandó evacuarla.

       La confianza se quebranta

      Estos fracasos empezaron a gastar la credulidad parisina. El hambre picaba cada vez más. La carne de caballo era ya un manjar. La gente devoraba perros, ratas y ratones. Las mujeres, con un frío de 17 grados bajo cero, o entre el barro del deshielo, esperaban horas enteras una ración de náufrago. En vez de pan, una masa negra que retorcía las tripas. Las criaturitas se morían sobre el seno exhausto de sus madres. La leña valía a peso de oro. El pobre no tenía para calentarse más que los despachos de Gambetta anunciando los éxitos conseguidos en provincias. A finales de diciembre, se encendieron los ojos, agrandados por las privaciones. ¿Iban a sucumbir con las armas intactas?

      Los alcaldes seguían sin moverse, se acantonaban en su papel de despenseros, vedándose a sí mismos toda pregunta indiscreta, evitaban abrir procesos verbales para evitar hasta la apariencia de una municipalidad65. Jules Favre les ofrecía pequeñas reuniones semanales, en las que se charlaba amistosamente acerca de las interioridades del sitio. Solo hubo uno que cumpliese con su deber: Delescluze. Había adquirido una gran autoridad por sus implacables artículos contra la defensa, publicados en Le Réveil. El 30 de diciembre interpeló a Jules Favre, dijo a los alcaldes y adjuntos: «Vosotros sois los responsables» y pidió que se agregase el consejo a la defensa. La mayor parte de sus colegas protestaron, sobre todo Dubail y Vacherot. El 4 de enero, Delescluze volvió a la carga presentando una proposición radical: dimisión de Trochu y de Clément Thomas; movilización de la Guardia Nacional; institución de un consejo de defensa; renovación de los comités de guerra. Tampoco fue escuchado.

      El comité de los veinte distritos apoyó a Delescluze e hizo aparecer el 6 un cartel rojo, redactado por Tridon y por Jules Vallès: «¿Ha cumplido con su misión el gobierno que se ha encargado de la defensa nacional?... No... Con su lentitud, su inercia, su indecisión, los que nos gobiernan nos han conducido al borde del abismo... No han sabido ni administrar ni combatir... La gente se muere de frío, ya casi de hambre... Salidas sin objeto, mortales luchas sin resultado, fracasos repetidos... El gobierno ha dado la medida de su capacidad, nos mata. La perpetuación de este régimen es la capitulación... La política, la estrategia, la administración del 4 de septiembre, continuación del Imperio, están juzgadas. ¡Paso al pueblo! ¡Paso a la Comuna!». Por impotente que el comité fuese para la acción, su pensamiento era justo, y él siguió siendo, hasta el fin del sitio, el mentor sagaz de París.

      La masa, que quería nombres ilustres, se apartó de los carteles. Algunos de los firmantes fueron detenidos. Trochu, sin embargo, se sintió lastimado, y aquella misma noche hizo escribir en todos los muros: «E1 gobernador de París no capitulará».

      Cuatro meses después del 4 de septiembre, París volvió a aplaudir. Pareció muy extraño que, a pesar de la declaración de Trochu, dimitieran Delescluze y sus adjuntos.

      Era preciso, sin embargo, taparse los ojos para no ver el nuevo Sedán hacia el que la defensa conducía a París. Los prusianos bombardeaban las casas por encima de los fuertes de Issy y de Vanves, sus obuses jalonaron de cadáveres algunas calles. El 30 de diciembre, Trochu declaraba imposible toda nueva acción, invocaba la opinión de todos los generales, y acababa pidiendo ser sustituido. Los días 2, 3 y 4 de enero del 71, los defensores discutieron la elección de la asamblea que habría de sobrevivir a la catástrofe. París no duraría ni hasta el 15, a no ser por la indignación de los patriotas.

      Los