La comuna de Paris. Hippolyte Prosper Olivier Lissagaray

Читать онлайн.
Название La comuna de Paris
Автор произведения Hippolyte Prosper Olivier Lissagaray
Жанр Документальная литература
Серия
Издательство Документальная литература
Год выпуска 0
isbn 9789560014177



Скачать книгу

Alianza Republicana, en la que el antiguo Ledru-Rollin oficiaba ante una media docena de turiferarios, la Unión Republicana y las demás capillas se volvían a ella, pidiendo enérgicamente una asamblea parisina que organizase la defensa. El gobierno se sintió acuciado en extremo. Si la pequeña burguesía y la clase media se unían al pueblo, era imposible capitular sin una protesta formidable. Aquella población, que lanzaba hurras bajo los obuses, no se dejaría entregar como un rebaño. Antes, había que mortificarla, que curarla de su «enfatuamiento», según la frase de Jules Ferry, había que purgarla de su fiebre. «La Guardia Nacional no estará satisfecha, hasta que haya tumbados en tierra diez mil guardias nacionales», decían en el Hôtel-de-Ville. Acosados por Jules Favre, y Picard por un lado, y por el otro, por los sencillos Emmanuel Arago, Garnier-Pagés, Pelletan, el emoliente Trochu se decidió a dar una última representación.

       Buzenval

      Se resolvió como una farsa, preparada paralelamente a la capitulación. En la noche del 18 al 19 de enero, los defensores reconocían que un nuevo fracaso traería consigo la catástrofe. Trochu quiso asociar así a los alcaldes para lo referente a la capitulación y al aprovisionamiento. Jules Simon, Garnier-Pagés se avienen a que se rinda París, solo oponen reservas en lo que concierne a Francia. Garnier-Pagés propone que se nombren en unas elecciones especiales los mandatarios encargados de capitular. Tal fue su vela de armas66.

      El 18 ponen a París en pie y a los prusianos alerta, con gran estruendo de trompetas y tambores. Para este esfuerzo supremo, Trochu no ha sabido reunir más de 84.000 hombres, entre ellos 19 regimientos de la Guardia Nacional, a los que hace pasar la noche, fría y lluviosa, en los barrizales de los campos del monte Valerien.

      El ataque iba contra las defensas que cubren Versalles por la parte de La Bergerie. El 19, a las diez de la mañana, con un arranque de tropas veteranas, según lo confesó Trochu en la tribuna versallesa, los Guardias Nacionales y los móviles que formaban la mayoría del ala izquierda y del centro ganaron el reducto de Montretout, el parque de Buzenval, una parte de Saint-Cloud, llegaron hasta Garches; ocuparon, en una palabra, todas las posiciones que les fueron señaladas. El general Ducrot, que mandaba el ala izquierda, llegó con dos horas de retraso, y por más que su ejército estuviese integrado principalmente por tropas de línea, no avanzaba.

      Habíamos conquistado algunas alturas capitales. Los generales no las artillaron. Los prusianos pudieron barrer a sus anchas dichas crestas. A las cuatro, lanzaron sus columnas de asalto. Al principio, los nuestros flaquearon, pero después se rehicieron y detuvieron el movimiento del enemigo. A eso de las seis disminuyó el fuego de este; Trochu ordenó la retirada. Sin embargo, quedaban intactos cuarenta mil hombres de la reserva entre el monte Valérien y Buzenval. Hablaron de ciento cuarenta piezas de artillería, treinta, a lo sumo. Los generales, que apenas se habían dignado comunicar con la Guardia Nacional, declararon que no soportarían una segunda noche, y Trochu hizo evacuar Montretout y todas las posiciones conquistadas. A la vuelta, algunos batallones lloraban de rabia. Todos comprendieron que se les había hecho salir para sacrificarlos67.

      París, que había creído en la victoria, se despertó al toque de difuntos de Trochu. El general pedía un armisticio de dos días para recoger los heridos, enterrar a los muertos y, además, «tiempo, arruajes y muchos camilleros». Entre muertos y heridos, las bajas no pasaban de 3.000 hombres.

      Esta vez, por fin, París vio el abismo. Los defensores, dejando de disimular por más tiempo, reunieron a los alcaldes y les dijeron que toda resistencia era imposible. Trochu añadió, para consolarles, que «desde el cuatro de septiembre por la noche había declarado que sería una locura intentar sostener un sitio contra el ejército prusiano»68. Pronto la siniestra noticia corrió por la ciudad.

      Durante cuatro meses de sitio, París lo había aceptado todo por anticipado: el hambre, la peste, el asalto, todo menos la capitulación. En este punto, el 20 de enero del 71, París seguía siendo, a pesar de su credulidad y de su debilidad, el de septiembre del 70. Cuando estalló esta noticia, hubo primero una estupefacción enorme, como ante los crímenes monstruosos, contra natura. Las llagas de los cuatro meses se avivaron clamando venganza. El frío, el hambre, el bombardeo, las largas noches en las trincheras, los niños que morían a millares, los muertos sembrados en las salidas, ¡todo esto para caer en la vergüenza, para dar escolta a Bazaine, para convertirse en un segundo Metz! París creía oír la burla prusiana. En algunos, la estupefacción se transformó en furor. Los mismos que suspiraban por la rendición adoptaron actitudes encrespadas. El pálido rebaño de alcaldes se encabritó. El 21 por la noche les recibió de nuevo Trochu y les dijo que todos los generales consultados, e incluso los oficiales de menos graduación, habían convenido aquella misma mañana en la imposibilidad de una nueva salida. En pie, de espaldas al fuego, con apuestos ademanes, les demostró matemáticamente la absoluta necesidad de entablar negociaciones con el enemigo, declaró que por su parte no quería intervenir en ellas, y, con aquella lengua suya de incontables revoluciones, insinuó a los alcaldes que capitulasen por él. Los alcaldes hicieron algunos gestos, llegaron hasta a protestar, imaginándose que no eran responsables de la solución.

      Al salir de allí, los defensores deliberaron. Jules Favre pidió a Trochu que dimitiera. El apóstol pretendía que se le destituyese, queriendo aparecer incapitulable ante la historia, ofreciéndoles, por lo demás, una frase digna de Escobar: «Detenerse ante el hambre es morir, no capitular»69. Los defensores se caldearon un poco cuando, a las tres de la madrugada, se anunció que la prisión de Mazas acababa de ser forzada. Flourens y otros detenidos políticos han sido libertados por una tropa de guardias nacionales. Nuestros defensores, que olfateaban un 31 de octubre, precipitan sus resoluciones y reemplazan a Trochu por el general Vinoy. El bonapartista se hizo rogar. Jules Favre y Leflô, ministro de la Guerra, le hicieron ver al pueblo en pie, la inminente insurrección, y al prefecto de policía que presentara su dimisión. Los hombres del 4 de septiembre del 70 estaban suplicando a los del 2 de diciembre del 51. Vinoy se dignó ceder. Empezó, como buen bonapartista, por armarse contra París, desguarneció sus líneas frente a los prusianos, llamó a las tropas de Suresnes, Gentilly, Les Lilas, puso en pie a la caballería y a la gendarmería. Un batallón de móviles de Finistère se hizo fuerte en el Hôtel-de-Ville, mandado por un coronel de la Guardia Nacional, Vabre, cruelísimo reaccionario. Clément Thomas, en una furibunda proclama, «Los facciosos se unen al enemigo» y conjuró a la Guardia Nacional a «levantarse como un solo hombre para destrozarlos». No la había alzado como un solo hombre contra los prusianos.

       El 22 de enero

      Flotaban en el aire signos de cólera, pero no de una jornada seria. Muchos revolucionarios, entre ellos Blanqui, sintiendo que las cosas estaban llegando ya al fin, no admitían un movimiento que, de resultar victorioso, hubiera salvado a los hombres de la defensa y ocupado el lugar de estos para capitular. Otros, cuya razón no iluminaba al patriotismo, enardecidos aún por los ardores de Buzenval, creían en la salida en masa y decían: «hay que salvar el honor». En algunas reuniones la víspera, votaron que se opondrían con las armas a la capitulación, y se dieron cita delante del Hôtel-de-Ville.

      Al mediodía, el tambor redobla en Batignolles. A la una y media, aparecen algunos grupos armados en la plaza del Hôtel-de-Ville. La multitud se apelotona. El adjunto del alcalde, G. Chaudey, recibe a una diputación; desde el 31 de octubre el gobierno moraba en el Louvre. El orador expone las quejas de París, pide que se implante la Comuna. Chaudey afirma que la idea de la Comuna es una idea falsa, que él la ha combatido y la combatirá enérgicamente. Era hombre de naturaleza muy violenta y terriblemente ergotista. Llega en esto una nueva diputación más fogosa. Chaudey se enfada, insulta, incluso. La emoción crece; el 101, que llegaba de la orilla izquierda, grita: «¡Mueran los traidores!». El 207, de Batignolles, que ha recorrido los bulevares, desemboca en la plaza por la calle del Temple y se alinea delante del Hôtel-de-Ville, cuyas salidas están todas cerradas.

      Suenan disparos; las ventanas del Hôtel-de-Ville se envuelven en humo. Resguardados detrás de los faroles y de los montículos de arena, algunos guardias nacionales, mandados por Sapia y Raoul Rigault, hacen frente