Название | La comuna de Paris |
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Автор произведения | Hippolyte Prosper Olivier Lissagaray |
Жанр | Документальная литература |
Серия | |
Издательство | Документальная литература |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789560014177 |
La Internacional y la Federación de Cámaras Sindicales habían suspendido sus trabajos ya que la guerra y el servicio de la Guardia Nacional absorbían todas las actividades. Algunos de los miembros de los Sindicatos y de los internacionalistas se hallaban en los comités de vigilancia y en el Comité Central de los veinte distritos, lo que hizo que se atribuyera equivocadamente este comité a la Internacional. El día 15, el comité fijó un manifiesto pidiendo: la elección de las municipales, que se pusiese la policía en manos del comité, la elección y la responsabilidad de todos los magistrados, la libertad absoluta de prensa, de reunión, de asociación; la expropiación de todos los productos de primera necesidad, el racionamiento, que se armase a todos los ciudadanos, y el envío de comisarios para conseguir el levantamiento de las provincias. En todo ello, no había nada que no fuera perfectamente legítimo. Pero París empezaba apenas a gastar su provisión de confianza, y los periódicos burgueses gritaban: «¡Al prusiano!», el gran recurso del que no quería razonar. Sin embargo, los nombres de algunos firmantes eran conocidos en la prensa: Germain Casse, Ch. L. Chassin, Lanjalley, Lefrançais, Longuct, Leverdays, Millière, Malon, Pindy, Ranvier, Vaillant, Jules Vallès.
El 20 de septiembre, Jules Favre vuelve a Ferriéres, donde ha pedido a Bismarck que indique cuáles son sus condiciones de paz. Había ido a Ferriéres como simple amateur, sin que lo supieran sus colegas, según dice en el informe de su entrevista, entrecortada por las lágrimas. Si hemos de dar crédito al secretario de Bismarck, «no derramó ni una sola, aun cuando se esforzase por llorar». Inmediatamente, el comité de los veinte distritos se reunió en masa y mandó a pedir al Hôtel-de-Ville que se procediese a la lucha a todo trance y a la elección municipal, ordenada por decreto cuatro días antes. «Tenemos necesidad –había escrito el ministro del Interior, Gambetta– de ser apoyados y secundados por asambleas directamente nacidas del sufragio universal». Jules Ferry recibió a la delegación, dio su palabra de honor de que el gobierno no negociaría en modo alguno, y anunció las elecciones municipales para finales de mes. Tres días más tarde, un decreto las aplazaba indefinidamente.
Así, este poder, apenas instalado, reniega de sus compromisos, rechaza el consejo que él mismo ha solicitado. ¿Tiene, tal vez, el secreto de la victoria? Trocho apunta: «La resistencia es una locura heroica». Picard: «Nos defenderemos para que no padezca el honor; pero es quimérica toda esperanza». El elegante Crémieux: «Los prusianos entrarán en París como un cuchillo en la manteca»57. El jefe del Estado Mayor de Trochu: «No podemos defendernos; estamos decididos a no defendernos», y en lugar de advertir lealmente de ello a París, en lugar de decirle: «Capitula inmediatamente o dirige tú mismo tu lucha», estos hombres, que declaraban imposible la defensa, reclaman la dirección exclusiva de esta.
¿Qué se proponen, entonces?: Pactar. No tienen otro objetivo, desde las primeras derrotas. Los reveses que exaltaban a sus padres habían puesto a los hombres de la izquierda al nivel de los diputados imperiales. Transformados en gobierno, tocan la misma tocata, mandan a Thiers que recorra toda Europa postulando la paz, y a Jules Favre que se entreviste con Bismarck. Cuando todo París les grita: «¡Defendednos! ¡Expulsemos al enemigo!», aplauden, aceptan, y dicen por lo bajo: «Tú, anda a tratar». No hay en la historia una traición más vil. Los hombres del Cuatro de Septiembre ¿han falseado o no la misión que se les había encomendado? «Sí», dirá el veredicto de los siglos.
El mandato que habían recibido era ciertamente tácito, pero formal de tal modo que todo París se estremeció ante el relato de lo de Ferrières. La simple idea de capitular conmovía a los tenderos más tranquilos. París, de un extremo a otro, había abrazado el partido de la lucha a toda costa. Los defensores tuvieron que avenirse a demorar las cosas, ceder a lo que llamaron la «locura del sitio», considerándose los únicos de París que no habían perdido la cabeza. Se lucharía, puesto que los parisinos no querían cejar; pero se lucharía solamente para que perdiesen su petulancia. El 14, cuando Trochu volvió de ver «lo que jamás no tuvo ante sus ojos a ningún general de ejército: trescientos batallones organizados, armados, rodeados por toda la población que aplaudía la defensa de París». Dicen que se emocionó y anunció que podría sostener los fuertes58. Hasta ahí llegó el colmo de su entusiasmo. Sostenerse, no abrir las puertas. En cuanto a instruir a fondo a aquellos trescientos mil guardias nacionales, unirlos a los doscientos cuarenta mil soldados móviles y marinos amontonados en París, y hacer con todas estas fuerzas un poderoso torrente con el que se expulsaría, hasta el Rin al enemigo, nada. En semejante cosa nunca pensó. Tampoco se les pasó por la mente a sus colegas, que solo discutieron con él acerca del juego que había que hacer con los generales prusianos.
La comedia de la defensa
Trochu era partidario de los procedimientos suaves, como beato poco amigo de escándalos inútiles. Puesto que, conforme a todos los manuales militares, la gran ciudad tenía que caer, ya se encargaría él de que su caída fuese lo menos sangrienta posible. Así, dejando que el enemigo se instalase con toda comodidad en torno a París, Trochu organizó con miras a la galería algunas escaramuzas. Solo en Chevilly tuvo lugar, el día 30, un encuentro serio donde, después de conseguir alguna ventaja, retrocedimos, abandonando una batería falta de refuerzos y de servicios.
El público creyó en un éxito, engañado siempre por aquella prensa que había gritado: «¡A Berlín!». Pero entonces suenan dos toques de rebato: Toul y Estrasburgo han capitulado. Flourens, popularísimo en Belleville, da el empujón. Sin escuchar más que a su propia fiebre, llama a los batallones del barrio y el 5 de octubre desciende al Hôtel-de-Ville, exige el reclutamiento en masa, que se haga una salida, las elecciones municipales, el racionamiento. Trochu que, por distraerle, le había colgado el título de jefe de las fortificaciones, le coloca un hermoso discurso y consigue desembarazarse de él. Como afluían delegaciones pidiendo que París tuviese voz y voto en la defensa, que nombrase su consejo, su comuna, el gobierno acabó por decir que su dignidad le prohibía acceder a tales peticiones. Este malestar produjo el movimiento del 8 de octubre. El comité de los veinte distritos protestó por medio de un enérgico bando. Setecientas u ochocientas personas se estacionaron bajo las ventanas del Hôtel-de-Ville gritando: «¡Viva la Comuna!». La masa no había llegado todavía a perder la fe. Acudió un gran número de batallones. El gobierno los revisó y declaró imposibles las elecciones, teniendo en cuenta la razón irrefutable de que todo el mundo tenía que estar en las murallas.
El gran público se tragaba ávidamente estos bulos. El día 16, Trochu había escrito al compadre Etienne59: «Seguiré hasta el final el plan que me he trazado». Los papanatas volvieron a repetir el estribillo de agosto, cuando lo de Bazaine: «Dejémosle hacer, tiene su plan». Los agitadores fueron acusados de prusianos, y la acusación no encontró el menor obstáculo, ya que Trochu, como buen jesuíta, no había dejado de hablar, repitiendo su proclama inaugural, de «un pequeño número de hombres cuyas opiniones culpables cooperan con los proyectos del enemigo». París se dejó mecer todo el mes de octubre por un rumor de expediciones que empezaban con triunfos y acababan en retiradas. El 13 tomamos Bagneux, y un ataque un poco vivo nos hubiera devuelto Châtillon; pero Trochu no tiene reservas. El día 21, una cuña por encima de la Malmaison traspasa de parte a parte la debilidad del bloqueo y lleva el pánico hasta Versalles; pero, en lugar de empujar a fondo, el general Ducrot no utiliza más que seis mil hombres, y los prusianos lo reducen de nuevo, tomándole dos cañones. El gobierno transformaba estos retrocesos en reconocimientos afortunados, embriagaba a París con la magnífica defensa de Châteaudun, explotaba los despachos de Gambetta, a quien habían enviado a provincias el día 8 porque en París, como creía en la defensa, les molestaba.
Los alcaldes alentaban esta dulce confianza. Tenían su sede en el Hôtel-de-Ville con sus adjuntos, a dos pasos del gobierno, y estos sesenta y cuatro hombres no tenían más que abrir los ojos para ver claro. Pero pertenecían, en su mayor parte, al número de los liberales y republicanos doctrinarios tan bien representados por la izquierda60. A veces, arañaban la puerta de los defensores, les dirigían tímidas preguntas, recibían vagas seguridades. No creían en ellas, y querían que París les creyese. «Puestos –dijo