Название | La comuna de Paris |
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Автор произведения | Hippolyte Prosper Olivier Lissagaray |
Жанр | Документальная литература |
Серия | |
Издательство | Документальная литература |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789560014177 |
El 4 de septiembre
De haber oído París a la izquierda, Francia hubiera capitulado. El 7 de agosto –lo confesaron más tarde–, Jures Favre, Jules Simon y Pelletan, fueron a decir al presidente Schneider: «Ya no podemos resistir; no hay más remedio que entrar en tratos cuanto antes»56. Pero el 4 por la mañana París leyó esta engañosa proclama: «No han sido hechos prisioneros más que cuarenta mil hombres; dentro de poco, tendremos dos nuevos ejércitos; el emperador ha caído prisionero durante la lucha». París acude como un solo hombre. Los burgueses, recordando que son guardias nacionales, se endosan el uniforme, toman el fusil y quieren forzar el puente de la Concordia. Los gendarmes, asombrados al ver a una gente tan distinguida, dejan el paso libre; la multitud sigue adelante e invade el Palais-Bourbon. A la una, a pesar de los desesperados esfuerzos de la izquierda, el pueblo obstruye las tribunas. Ya es hora. Los diputados, ejerciendo de ministros en funciones, tratan de hacerse con el gobierno. La izquierda secunda con todas sus fuerzas esta combinación, y se indigna de que haya quien se atreva a hablar de República. Estallan gritos en la tribuna. Gambetta hace esfuerzos inauditos, conjura al pueblo a que aguarde el resultado de las deliberaciones. Este resultado se sabe de antemano. Es una comisión de gobierno nombrada por la asamblea; es la paz solicitada, aceptada a toda costa; es, para colmo de vergüenza, la monarquía más o menos parlamentaria. Una nueva ola echa abajo las puertas, llena la sala, expulsa o anega a los diputados. Gambetta, lanzado a la tribuna, tiene que pronunciar la destitución. El pueblo quiere aún más: ¡la República! Y se apodera de los diputados de la izquierda para ir a proclamarla al Hôtel-de-Ville.
Este pertenecía ya al pueblo. En el patio de honor se disputaban el campo, la bandera tricolor y la bandera roja, aplaudidas por unos, silbadas por otros. En la sala del Trono, numerosos diputados arengaban a la muchedumbre.
Llegan, entre aclamaciones, Gambetta, Jules Favre y otros diputados de la izquierda. Millière cede su sitio a Jules Favre, diciendo: «Hoy por hoy, lo que urge es una cosa: expulsar a los prusianos». Jules Favre, Jules Simon, Jules Ferry, Gambetta, Crémieux, Emmanuel Arago, Glais-Bizoin, Pelletan, Garnier-Pagés y Picard se constituyeron en gobierno y leyeron sus nombres a la multitud. Hubo muchas reclamaciones. Les gritaron nombres revolucionarios: Delescluze, Ledru-Rollin, Blanqui. Gambetta, muy aplaudido, demostró que solo los diputados de París eran aptos para gobernar. Esta teoría hizo entrar en el gobierno a Rochefort, exrecluso de Sainte-Pélagie, que volvía cubierto de popularidad.
Enviaron a buscar al general Trochu, para suplicarle que dirigiese la defensa. El general había prometido, bajo su palabra de bretón, católico y soldado, «hacerse matar en las escaleras de las Tullerías en defensa de la dinastía». Como las Tullerías no fueron atacadas (el pueblo las desdeñó), Trochu, libre de su triple juramento, subió las escaleras del Hôtel-de-Ville. Exigió que se le encomendase a Dios, y pidió la presidencia. Se le concedió esta, y lo demás.
Doce ciudadanos entraron así en posesión de Francia. Se declararon legitimados por aclamación popular. Tomaron el pomposo nombre de Gobierno de Defensa Nacional. Cinco de estos doce hombres eran los que habían perdido a la República del 48.
Francia era completamente suya. Al primer murmullo levantado en la Concordia, la emperatriz se recogió las faldas, escurriéndose por una escalera de servicio. El belicoso Senado, con Rouher a la cabeza, se había despedido a la francesa. Como pareciera que algunos diputados iban a reunirse en el Palais-Bourbon, bastó enviar a su encuentro un comisario provisto de sellos. Los grandes dignatarios, los empingorotados funcionarios, los feroces mamelucos, los imperiosos ministros, los solemnes chambelanes, los bigotudos generales: todos se escabulleron miserablemente el 4 de septiembre, como una pandilla de cómicos de la legua abucheados.
Los delegados de las Cámaras sindicales y de la Internacional se presentaron aquella misma noche en el Hôtel-de-Ville. Durante el día, la Internacional había enviado una nueva proclama a los trabajadores de Alemania, conjurándoles a que se negasen a intervenir en la lucha fratricida. Una vez cumplido su deber de fraternidad, los trabajadores franceses no pensaron más que en la defensa, y pidieron un gobierno que la organizase. Gambetta los recibió muy bien y respondió a todas sus preguntas. El día 7, en el primer número de su periódico La Patrie en Danger, Blanqui y sus amigos, puestos en libertad como todos los detenidos políticos, fueron a «ofrecer al gobierno su apoyo más enérgico y absoluto».
La confianza de París
París entero se entregó a estos diputados de la izquierda, olvidó sus últimos desfallecimientos, los engrandeció con las proporciones del peligro. Asumir, acaparar el poder en semejante momento, pareció uno de esos golpes de audacia de que solo el genio es capaz. Este París, hambriento desde hacía ochenta años de libertades municipales, se dejó imponer como alcalde al antiguo empleado de Correos del 48, Etienne Arago, hermano de Emmanuel, que lloriqueaba frente a cualquier audacia revolucionaria. Él nombró en los veinte distritos a los alcaldes que quiso, los cuales, a su vez, eligieron los adjuntos que les dio la gana. Pero Arago anunciaba elecciones muy pronto, y hablaba de hacer revivir los grandes días del 92; en cambio, Jules Favre, orgulloso como un Danton, gritaba a Prusia y a Europa: «No cederemos ni una pulgada de nuestro territorio, ni una piedra de nuestras fortalezas». Y París aceptaba, entusiasmado, esta dictadura de heroica facundia. El 14 de septiembre, cuando Trochu pasaba revista a la Guardia Nacional, trescientos mil hombres escalonados en los bulevares, la plaza de la Concordia y los Campos Elíseos, prorrumpieron en una aclamación inmensa, llevando a cabo un acto de fe análogo al de sus padres en la mañana de Valmy.
Sí, París se entregó sin reservas a esta izquierda, a la que había tenido que violentar para la revolución. Su impulso de voluntad no duró más de una hora. Una vez por tierra el Imperio, creyó que todo había terminado y volvió a abdicar. Fue en vano que lúcidos patriotas trataran de mantenerle en pie. Inútilmente escribía Blanqui: «París es tan inexpugnable como invencibles éramos; París, engañado por la prensa fanfarrona, ignora lo grande del peligro; París abusa de la confianza». París se entregó a sus nuevos amos, cerró obstinadamente los ojos. Sin embargo, cada día traía un síntoma nuevo. La sombra del sitio se aproximaba, y la defensa, lejos de alejar las bocas inútiles, llenaba la ciudad con doscientos mil habitantes del extrarradio. Los trabajos exteriores no avanzaban. En lugar de hacer que todo París empuñase los picos y, con los clarines a la cabeza, banderas al viento, conducir fuera del casco de la ciudad, en columnas de a cien mil hombres, a los nietos de los desniveladores del Campo de Marte, Trochu confiaba los trabajos a los contratistas ordinarios que, según decían, no encontraban brazos. Apenas se había estudiado la altura de Châtillon, clave de nuestros fuertes del Sur, cuando, el 19 de septiembre, se presenta el enemigo, y barre del llano a una tropa enloquecida de zuavos y soldados que no quisieron batirse. Y al día siguiente, aquel París que los periódicos declaraban imposible de cercar, es envuelto por el ejército alemán y queda aislado de las provincias.
Esta falta de pericia alarmó rápidamente a los hombres de vanguardia. Estos habían prometido su apoyo, no una fe ciega. El 5 de septiembre, queriendo centralizar para la defensa y el mantenimiento de la República a las fuerzas del partido de acción, habían propuesto a las reuniones públicas que nombrasen en cada distrito un comité de vigilancia encargado de fiscalizar la actualización de los alcaldes y de recibir las reclamaciones. Cada comité debía nombrar cuatro delegados; el conjunto de estos constituiría un comité central de los veinte distritos. Esta forma de elección tumultuaria dio como resultado un comité de obreros, de empleados, de escritores conocidos en los movimientos revolucionarios