La comuna de Paris. Hippolyte Prosper Olivier Lissagaray

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Название La comuna de Paris
Автор произведения Hippolyte Prosper Olivier Lissagaray
Жанр Документальная литература
Серия
Издательство Документальная литература
Год выпуска 0
isbn 9789560014177



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a cruzar por París, a pesar del «ímpetu irresistible»; él, que durante tanto tiempo hizo piafar en la capital a sus cien guardias. Jamás volverá a entrar en sus muros. Su único consuelo será, algunos meses más tarde, ver a sus oficiales, a su servil burguesía, superar cien veces sus matanzas.

       El principio del fin

      Su caída será fulminante. Su primer parte a Francia trae la noticia de que su hijo ha recibido un balazo en el campo de batalla de Sarrebruck, escaramuza insignificante transformada en victoria. Apenas llegado a Metz, se derrumba; sus lugartenientes no obedecen a sus órdenes y se hacen derrotar a su antojo. Aquel ejército prusiano que negaba el jefe de Estado Mayor Le Boeuf, enfrenta desde finales de julio cuatrocientos cincuenta mil hombres a los doscientos cuarenta mil franceses, penosamente desperdigados por nuestra frontera. Esta es invadida por el enemigo, que nos ataca el 4 de agosto, y destroza en Wissembourg la división Abel Douay; el día 6, en Spickeren-Forbach, a Frossard, el preceptor del joven héroe de Sarrebruck; el mismo día, en WorthFroeschwiller, derrota a todo el cuerpo de Mac-Mahon, cuyos restos huyen atropellándose. El águila de hojalata dorada ha caído de la bandera. Napoleón iii telegrafía a su mujer: «Todo está perdido, tratad de sosteneros en París».

      Toda la guerra ofrece una buena presa a la Bolsa. La de Crimea tuvo el canard tártaro; esta otra tuvo, el día 6, el «canard» mac-mahoniano: veinticinco mil enemigos y el príncipe Carlos, prisioneros. París se engalana, la gente se abraza, canta La Marsellesa; a última hora, se acuerda comprobar la noticia. Era falsa; el Ministerio lo anuncia así a las seis de la tarde, dice que sabe –mentira– quién ha sido el falsario y que lo persigue. La verdadera victoria fue una jugada de Bolsa.

      El día 7, ya no hubo más remedio que confesar los desastres. Por mucho que Emile Ollivier amañe los partes, por más que la española declame a lo María Teresa: «¡Seré la primera en el peligro!», lo único que ve París es la invasión. La República, el gran recurso de las horas trágicas, la que expulsó a los prusianos de Valmy, está en todas las bocas. Emile Ollivier proclama el estado de sitio, lanza a los gendarmes contra los grupos, no quiere convocar al Cuerpo Legislativo. Sus colegas le obligan a ello; entonces hace anunciar que toda manifestación será considerada como signo de connivencia con el enemigo, y que en el bolsillo de un espía prusiano se ha encontrado este parte: «¡Valor! ¡París se subleva, el Ejército francés será cogido entre dos fuegos!». Algunos diputados de la izquierda y varios periódicos han pedido que se arme inmediatamente a todos los ciudadanos. Emile Ollivier amenaza a los periódicos con la ley marcial. Vana amenaza. Desde que la patria está en peligro, renacen las energías. El 9 de agosto, en la apertura del Cuerpo Legislativo parece lucir, por un momento, la esperanza de salvación.

      No fue más que un relámpago. La izquierda siguió siendo la izquierda, desconfiando de un pueblo que, por su parte, se muestra reticente a tomar la iniciativa. El 10 de agosto rechazó lo que se le ofrecía, y dejó que la espada prusiana entrara hasta la empuñadura.

      54.- A cuatro (el 14 de junio de 1861). (N. del ed.)

      55.- Hoy plaza de la República.

       Capítulo II Cómo los prusianos se apoderaron de París y los rurales de Francia

      ¡Atrevámonos! Esta palabra encierra toda la política del momento...

      informe de saint just a la convención

      El día 12 de agosto ya no cabe negar la evidencia, cerrar los ojos a las mentiras de Rouher, de Le Boeuf (destituido a la fuerza), ni a la estupidez del mando general confiado por el emperador a Bazaine, entre el júbilo del público que no ha cesado de decir: «¡Lo que nos hace falta es un Bazaine!». Un día después, algunos diputados piden que se nombre un comité de defensa. «¿Para qué?», dice Barthélemy-Saint-Hilaire, hombre sagacísimo, alter ego de Thiers, «El país se ha tranquilizado».

      Los encarnizados del día 9, que se hallan muy lejos de estar tranquilos, recurren a calamidades para agitar los ánimos. En Le Rappel se encuentran los hombres de acción que escaparon de Sainte-Pélagie; los diputados de izquierda son citados en casa de Nestor. Estos señores, tan atolondrados como el día 9, parecen mucho más preocupados ante la idea de un golpe de Estado que ante las victorias prusianas. Crémieux exclama sencillamente: «Esperemos algún nuevo desastre; la toma de Estrasburgo, por ejemplo».

       El asunto de La Villette

      No había más remedio que esperar. Sin estos fantasmas no se podía hacer nada. La pequeña burguesía parisina creía en la extrema izquierda, ni más ni menos que lo que había creído antes en los ejércitos de Le Boeuf. Los que quisieron ir más allá se estrellaron. El domingo 14, el reducido grupo blanquista que bajo el Imperio nunca había querido mezclarse a los grupos obreros y no creía más que en los golpes de mano, intenta una sublevación. Contra el parecer de Blanqui, a quien se consultó, Eudes, Brideau y sus amigos, atacan en La Villette el puesto de zapadores bomberos, en el que se guardan algunas armas. Hieren al centinela y matan a uno de los gendarmes que acuden al lugar del asalto. Dueños del terreno, los blanquistas recorren el bulevar exterior, hasta Belleville, gritando: «¡Viva la República!» «¡Mueran los prusianos!». Lejos de constituir un reguero de pólvora, hacen el vacío en torno suyo. La multitud los mira de lejos, asombrada, inmóvil, inducida a la sospecha por los policías que la desviaban del verdadero enemigo: el Imperio. Gambetta, pésimamente informado acerca de los medios revolucionarios, pidió que se juzgase a las personas detenidas. El consejo de guerra solicitó seis penas de muerte. Para impedir estos suplicios, algunos hombres de corazón fueron a visitar a George Sand y a Michelet, que les dio una carta conmovedora. El Imperio no tuvo tiempo de llevar a cabo las ejecuciones.

      El general Trochu escribió también unas líneas: «Pido a los hombres de todos los partidos que hagan justicia con sus propias manos a esos hombres que no ven en las desgracias públicas más que una ocasión para satisfacer detestables apetitos». Napoleón iii acababa de nombrarle gobernador de París y comandante en jefe de las fuerzas reunidas para su defensa. Este militar, cuya única gloria consistía en unos cuantos folletos, era el ídolo de los liberales por haber criticado al Imperio. A los parisinos les cayó en gracia porque tenía buen tipo, hablaba bien y no había fusilado a nadie en los bulevares. Con Trochu en París y Bazaine fuera, todo podía esperarse.

      El día 20 de agosto, Palikao anuncia desde la tribuna que Bazaine ha rechazado a tres cuerpos de ejército en Jaumont el día 18. Se trataba de la batalla de Gravelotte, cuyo último resultado fue dejar incomunicado a Bazaine con París y arrojarle hacia Metz. Pronto se abre camino la verdad: Bazaine está bloqueado. El Cuerpo Legislativo no dice una palabra. Aún queda un ejército libre, el de Mac-Mahon, mezcla de soldados vencidos y de tropas bisoñas; poco más de cien mil hombres. Ocupa Châlons, puede resguardar a París. El propio Mac-Mahon se ha dado cuenta de ello según dicen, y quiere retroceder. Palikao, la emperatriz y Rouher se lo prohíben y telegrafían al emperador: «Si abandonáis a Bazaine, estalla la revolución en París». El temor a la revolución es para las Tullerías una obsesión mayor que el miedo a Prusia. Tanto es así, que mandan a Beauvais, en vagón celular, a casi todos los presos políticos de Sainte-Pélagie.

       Sedán

      Mac-Mahon obedece. Por contener la revolución, deja Francia al descubierto. El 25 de agosto llegan al Cuerpo Legislativo las noticias de esta marcha insensata que lleva al ejército deshecho entre doscientos mil alemanes victoriosos. Thiers, que vuelve a estar en el candelero después de los desastres, demuestra en los pasillos que eso es una locura. Nadie sube a la tribuna. Todos esperan estúpidamente lo inevitable. La emperatriz sigue mandando sus equipajes al extranjero.

      El día 30 por la mañana somos sorprendidos, aplastados en Beaumont, y durante la noche Mac-Mahon empuja al ejército desbandado a la hondonada de Sedán. El 1 de septiembre por la mañana, se ve sitiado por doscientos mil alemanes y setecientos cañones que rodean todas las alturas.