Condenados. Giovanni de J. Rodríguez P.

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Название Condenados
Автор произведения Giovanni de J. Rodríguez P.
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9789585331839



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arqueó las cejas.

      —Tiene razón, es una locura como también es locura jugar a estas horas. Así que vamos a dormir.

      —Jazmín, no puedo, dame otra pastilla para conciliar el sueño.

      Mery empezó a impacientarse.

      —Mi señora, no me llamo Jazmín. Y ya no estoy para bromas. Iré por las benditas pastillas para que descanse.

      —¡Ah, sí! Eres Rosa, de momento lo olvidé, perdona. Por favor antes de irte trae el labial.

      —¡Mierda, ahora soy un juguete! —exclamó en tono contenido y contó hasta diez—. ¿Doña Margarita, para qué quiere el labial? Un ángel no se maquilla en la oscuridad.

      —Necesito que escribas algo en mi antebrazo. Se verá horrible, pero la necesidad lo amerita.

      Mery se acercó y tomó el antebrazo de la anciana, miró la piel que parecía el papiro quebradizo de una tumba egipcia y buscó el lugar con menos manchas. Le pareció un completo despilfarro desperdiciar en otro uso el pintalabios más costoso que hubiera podido tener en la mano.

      —¿Qué escribo?

      —Reprender a Guillermo. —Mery sonrió con ironía. Ahora quería gastarse todo el labial en el cuerpo de la anciana, lo escribiría en las paredes si era necesario. Y si se lo pidieran, ella haría esa tarea con el mayor de los gustos; solo que la anciana era la única persona con autoridad para hacerlo.

      Margarita se volvió a quedar a solas, con miedo, y observó el retrato de un joven de facciones pulcras con pelo rubio, nariz recta y ojos azulados del que emanaba una energía hipnótica desconcertante; pensó que el prodigioso pintor había captado en esa mirada la naturaleza del primer amor, del primer beso y con ello de la eternidad. Margarita sonrió y deslizó su mano izquierda debajo de la almohada, el revés estaba fresco. Suspiró. Mientras veía el retrato del joven su mente saltó el umbral que la aislaba de ella misma y recuperó la razón, pero la usó mal, para señalarse y compadecerse.

      —Les di problemas a mis hijos, no me los merezco. Pobre Ana, qué hará cuando yo falte, si tan solo ella pudiera tener un hijo. Sería diferente. —Se sentó en la cama, bajó la mirada y advirtió la frase pintada en el antebrazo, la leyó tres veces y arrugó la frente—. Lo debería castigar de por vida por ingenuo, si supiera la verdad, lo matarán sino hago algo. —Con su mano izquierda intentó borrar la inscripción, pero se detuvo después de borrar el nombre— ¿Y si mañana lo olvido?, mejor lo dejo así para recordar que debo hablar con él y contarle la verdad. —Levantó la mirada y de nuevo se topó con el joven rubio que le sonreía; ella también le sonrió y con picardía guiñó un ojo—. Amado esposo, estaré mejor si me llevas contigo. —Y de manera inexplicable sintió que Alfonso la acompañaba.

      A las cuatro de la madrugada Margarita tenía afán de que llegara el día, porque olvidaba con rapidez. No tenía la certeza de que al levantarse sabría qué hacer, o peor, temía observar su cuerpo achacoso e inerte sobre la cama mientras se marchara su alma. Miró el reloj, el suave murmullo del tictac se mezcló con los crujidos de su respiración; notó que las manecillas permanecían inmóviles, frunció la frente y trató de enfocar la mirada para ver mejor. En efecto no se movían, el cacharro parecía muerto, pero se escuchaba y ella presentía que su momento había llegado. Asomaron varias lágrimas y se le encajó un vacío en medio del pecho. Levantó la mirada y esperó resignada que uno de los muros se abriera y por la grieta saliera un chorro de luz cegadora, de esas que aparecen en las películas de misterio cuando el túnel del más allá se conecta con el más acá. Rezó para que dentro de esa luz estuviera Alfonso. Pero nada pasó. Cinco minutos después se acostó en su lecho, un poco contenta, un poco defraudada. Las lagunas mentales regresaron y de nuevo volvió a ser una anciana enferma incapaz de reconocer su presente y recordar su pasado.

      El día despertó horas después de que ella lo hiciera. Había dejado de llover. Un haz de luz se colaba debajo de la puerta y avivaba su entereza. Dentro de la habitación ocurría otro milagro: Margarita sobrevivía. Era una fría mañana soleada de invierno.

      En pocos minutos llegó Mery con su complexión de atleta, saludó con expresión de absoluta sorpresa, pues el día no empezaba como ella esperaba.

      —Qué maravilla… verla tan despierta.

      “Qué ironía —pensó Mery—, yo que creí que hoy mi vida cambiaría”.

      —¿Quién es usted?

      Mery titubeo un segundo antes de responder. Por el semblante áspero de la anciana vislumbró que una conducta violenta se estaba fraguando.

      —Soy Mery, soy Rosa, Azucena o Belladona ¿lo recuerda? —Margarita estaba muda y distante—. Soy su enfermera y amiga. Más amiga que enfermera.

      Sin decir nada más empezó el parsimonioso protocolo de todos los días. Su tarea principal era suministrarle las medicinas, asistirla en las emergencias y asearla. Retirarle la ropa era la labor más difícil, la anciana siempre hacía pataleta porque le daba vergüenza que la vieran desnuda. Librarla de la suciedad y de los malos olores era lo más fácil. Para la señora de la casa el agua tibia era el único placer del día. Por último, Mery tenía que vestirla, llevarla a desayunar y dejarla en el patio para que tomara unos minutos de sol, si es que el invierno lo permitía. Primero había que bañarla y la anciana tenía cara de husky siberiano. Forcejearon durante diez minutos hasta que la musculatura de los brazos de Mery y un par de técnicas judocas doblegaron la fuerza desmedida de la loca que Margarita llevaba por dentro. La tina se llenó y Mery con un dedo tanteó la temperatura del agua mientras vertió agua fría para atemperarla hasta que quedara como le gustaba a la anciana. La metió con cuidado.

      Dentro de la bañera, Margarita parecía una corroída astilla de madera. Sentada sobre sus nalgas secas recogió sus piernas para tapar su pecho con las angulosas rodillas. Mery la miró con respeto entendiendo el pudor de la anciana y evitó posar los ojos directamente sobre ella. Los pensamientos vagabundearon mientras le frotó la espalda con una esponja nueva, en su cabeza aparecían dudas existenciales que lindaban con sus fantasías más mundanas; ¿A qué hora se habrá acostado Gabriel?

      —¿Cuántos años llevas a mi lado?

      —Dos años, mi señora.

      —¿Y eso es mucho o es poco?

      —Creo que es lo suficiente para encariñarme con las personas de esta casa.

      —¿Me quieres?

      —¿Qué clase de pregunta es esa? Usted es como una madre para todos.

      —Una madre… ¿cómo podría serlo?, ni siquiera recuerdo qué desayuné ayer. Tampoco sé cómo te llamas.

      —Se lo dije hace un rato, ¿no lo recuerda?

      —No puse cuidado, perdona.

      —Doña Margarita, puede llamarme como usted quiera. Por ahora, debe saber que hoy es lunes, diecinueve de septiembre, es invierno, está en su casa y tiene tres hijos.

      —Tengo hijos… —Margarita puso cara de incredulidad, se miró las manos y movió los dedos, arriba y abajo como si fueran pequeñas marionetas, sonrió y luego entrelazó sus manos como piezas de un rompecabezas.

      —Me gustan mis hijos, mira cómo se abrazan. —Levantó las manos hasta ponerlas encima de la cara de Mery. La enfermera las esquivó y pensó que las cosas se pondrían feas.

      —Esos no son hijos, son dedos.

      —Entonces, ¿cómo son?, ¿dónde los tengo? —Dirigió la mirada hacia los pies y movió las pequeñas falanges como peldaños de un piano oxidado.

      Mery no sabía qué responder, sería fácil contar el significado de un hijo desde el corazón, si al menos hubiera tenido uno. No quiso buscar un atajo y mencionar a las cigüeñas, tampoco hacer comparaciones burdas con animales, pensó en sexo y recordó que no tenía pareja desde que trabajaba con los Pontefino. Iría al grano, le diría cómo un hombre