Condenados. Giovanni de J. Rodríguez P.

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Название Condenados
Автор произведения Giovanni de J. Rodríguez P.
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9789585331839



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el significado de tener una madre y en su caso nunca lo sabría porque se negó a serlo. Además, su madre murió cuando tenía veinte años, muy joven para entender el significado. Se comprenden los significados trascendentales de la vida solo cuando en carne propia se experimentan y Mery apenas contaba con fragmentos incompletos del pasado reflejados en otra mujer. Desde la otra orilla, para ella, un hijo era como un caballo con rienda queriendo ir donde no debe. Margarita la miraba esperando una respuesta.

      —No lo sé. Me quedé solterona y de joven odiaba la idea de ser madre soltera.

      —¿Y ahora?

      —Ya es muy tarde. —Una nube de nostalgia apagó su mirada.

      Margarita no supo qué sentir frente a eso. Lo bueno de no tener recuerdos o de que estos aparecieran cuando se les daba la gana era que tampoco sabía cómo sentirse o comportarse frente a las situaciones de la vida. Era como una niña descubriendo el mundo y sus reglas, ¿qué es bueno?, ¿qué es malo? El sabor de los alimentos y el de las emociones. Los colores, la compañía y la soledad. Todo era nuevo, inodoro, incoloro e insípido mientras que los sentidos se adaptan y descubren las diferencias entre los contrastes. El gran problema era que por su enfermedad desaprendía con la misma velocidad que aprendía sin tener tiempo para disfrutar las situaciones cotidianas. Margarita tenía claro que algunas palabras sonaban bonitas y, por tanto, creía que debían estar relacionadas a situaciones buenas; otras sonaban feo, entonces debían pertenecer al mundo oscuro de la maldad. Esa era su columna ética y moral, a falta de memoria su sentido común se sustentaba en la sonoridad de las palabras y el brillo de los ojos de las personas que las pronunciaban. Mamá es una buena palabra; deducía que debían ser buenas las personas a quienes llamaran de dicha manera.

      —Serías una buena mamá.

      —¡La mejor!, al menos no repetiría los errores que cometieron mis padres. Me impusieron el estudio como si con ello salvara mi vida, qué equivocados estaban, sería más feliz y tendría dinero si me hubiera dedicado a la compraventa y no a estudiar enfermería. Mamá, que descanse en paz, siempre imponía sus deseos. Por encima de todos, incluido papá que falto de carácter dejaba que ella eligiese hasta el color de sus medias. Papá murió cuando yo tenía doce años a causa de un pago que le exigía un proveedor al que se negó por considerar que era una estafa. Mamá incineró los restos, papá quería que lo enterraran bajo tierra. Mis dos únicas tías también fueron enfermeras; yo quería ser abogada, pero entre las tres no me dieron elección y terminé convertida en su títere siguiendo al pie de la letra sus caprichos, me convertí en una réplica defectuosa de ellas. En lo único que me diferenciaba era en el deporte, ellas, tan señoriteras preferían jugar tenis para enseñar las piernas y pescar algún amante. A mí me gustaban las peleas y en el judo encontré mi vocación. Lástima que no se sintonizaron con mis proyectos, sería otra persona. Yo dejaría a mi hijo ser tan libre como un tigre de montaña.

      —¿Sabes si yo cometí errores con mis hijos?

      —No tengo idea, mi señora. Un extraño no puede juzgar lo que ocurre dentro de una casa. Sus hijos eran adultos cuando regresé a esta familia, muy diferentes a los que conocí en la adolescencia. Además, creo que los papás tienen los primeros siete años para educar o malcriar a sus hijos. Los suyos ya están criados y no hay nada que se pueda hacer por ellos.

      —¿Cómo son?

      —Son maravi… —titubeó, iba a decir una mentira. En verdad solo uno de ellos le parecía encantador, los otros eran odiosos. Caviló un instante y resolvió decir la verdad, al fin y al cabo, la anciana lo olvidaría—. Sus hijos son el Infierno, el Paraíso y la Tierra. Los tres se excluyen de manera mutua y ninguno cree en el otro. Aunque a mí me parezcan odiosos, a la vista de todos son maravillosos. Muchas personas dicen que usted es afortunada y desearían tener hijos como los que tuvo.

      Margarita no supo qué pensar. Cuál de los tres era bueno o malo. Rosa narró matices desconcertantes y mencionó palabras que no tenía en su vocabulario. Pensó que tal vez, Infierno, Paraíso y Tierra eran tres bellos colores que reflejaban cualidades buenas de sus hijos, quizás fuerza, pureza y fragilidad…

      “Fragilidad, ¿será que tengo un hijo enfermo?”.

      La anciana no quiso hacerse un lío y centró su atención en la palabra con más musicalidad.

      —¡Maravillosos! Tengo hijos maravillosos. —Aplaudió como si acabara de recibir un regalo—. ¿Cómo no están aquí?

      —Son adultos, están muy ocupados, siempre tienen cosas qué hacer —mintió. Gabriel, que hacía las veces de terapeuta, siempre permanecía cerca. Eso a Mery la reconfortaba, su cercanía suavizaba su responsabilidad.

      —Los adultos no me gustan, ¿sabes si hoy vendrán a visitarme? Quiero conocerlos. —Mery se mordió los labios y sin darse cuenta restregó con más fuerza la delicada piel de la anciana—. ¡Ayyy! Duele.

      Margarita se inclinó y llevó la mano derecha hacia la espalda.

      —Perdón, quería quitarle una mancha. Hoy es un buen día para visitas, estoy segura de que vendrán. Cuénteme, ¿ayer… el gigante salió del cuadro?

      Margarita no respondió. En vez de eso retomó la postura y al hacerlo vio una inscripción pintada en su antebrazo.

      —¿Qué es esto?

      —Un recordatorio, supongo. Hoy reprenderá a su hijo Guillermo. Ya casi terminamos, déjeme ayudarla. Le pondré el vestido de flores amarillas que tanto le gusta y luego iremos a desayunar.

      —No quiero ponerme vestido.

      —Claro que sí. Le queda muy bonito. Usted ama las flores, le gusta el pan y tomar el sol en el patio.

      —Rosa, no soy una niña, ¿por qué me recuerdas lo que me gusta?

      —Veo que recuperó la memoria, qué bien. Se lo digo porque es bueno para su salud, su terapeuta insistió en…

      Esa palabra sacudió la conciencia de Margarita, fue como si despertara de un sueño y recobrara parte de su realidad, recordó una tarea pendiente, recordó un documento que estaba en el cofre de los recuerdos y abrió los ojos como platos.

      —Dile a mi terapeuta que lo haré.

      —¿Qué va a hacer?

      —Solo díselo.

      —Está oficiando misa, lo llamaré más tarde.

      Doña Margarita desayunó con lentitud un panecillo de avena remojado en té de manzanilla y una delgada lámina de queso mozzarella; luego fue al patio para tomar el sol, admiró las flores bermellones que colgaban en gajos desparramados desde el techo; el vivaz colorido de la planta le recordó que no se puso labial; arrugó la frente, abominaba verse con los labios pálidos y quebrados. Aun así, no regresó a la habitación, prefirió quedarse allí bajo la tibieza de la luz del día. Bastaron un par de minutos para que el calor le causara escozor en los antebrazos y recordó que a esas alturas de la vida todo era peligroso. Según su terapeuta era mejor cultivar el alma y ejercitar la mente, la irritación en su piel despertó una desazón olvidada, un malestar en su alma, el mismo que en la noche anterior la había obsesionado; entonces, tomó la decisión que había esquivado hacía mucho tiempo, por fin se desahogaría. Hacía meses un pensamiento la maltrataba, una inquina en lo más hondo de su ser pugnaba por liberarse. Regresó a su habitación y fue hasta el tocador, abrió el pequeño cofre de madera y extrajo una carta que guardó en su pequeño bolso, suspiró, ansió escaparse de la responsabilidad, pero ¿cómo?, estaba confinada en medio de dos murallas: su vejez y sus enfermedades.

      Guillermo se acomodó el nudo de la corbata y peinó sus cejas con los dedos. Esa mañana su reflejo no le inspiró confianza, torció la boca y examinó con minuciosidad la superficie del espejo en busca de algún desperfecto que afeara su semblante, pero no tuvo éxito.

      —Señor, no cambiará por más que se mire.

      —Algo