Название | Condenados |
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Автор произведения | Giovanni de J. Rodríguez P. |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789585331839 |
—Son recuerdos encubridores. La frontera que separa lo que somos de lo que fuimos. Doy gracias a todos los cielos por haber preservado las cartas de papá. Sin ese cofre mamá no tendría pasado… —Miró el reloj, daban las doce de la noche.
—La psicología no es de mucha ayuda para el estado en que está tu mamá.
—Mery, no discutiré contigo. Cada uno habla de lo que conoce. Además, Dios sabe cómo hace las cosas.
—Le confieso que, a veces no sé cómo tratarlo: si como un simple mortal que estudió psicología o como cura que está pendiente de mis faltas. —Gabriel elevó las cejas sin saber qué responder. La impertinencia de Mery era famosa por levantar desconciertos y él sabía que su origen venía desde la adolescencia, tal vez por ello su mamá nunca se la tragó; Mery hablaba con la confianza que prodiga una relación de muchos años, sin filtros y altanería— ¿Sus dos hermanos saben sobre el desmayo de su madre?
—Aún no hablo con ellos.
—¡NO!
Hubo silencio y Mery entronó la mirada.
—Ya me extrañaba que doña Ana y Guillermo no se hubieran aparecido hoy por aquí. Nunca pensé que un cura pecara por impiedad. Sabe que ahora usted se comporta como un hombre y no como un pastor. Ellos son sus hermanos, no son cualesquiera.
—Mery no te pagamos para que hagas juicios de nosotros sino para que cuides de mamá. Hablaré con ellos cuando sea necesario.
—Necesitarán uno del otro cuando ella se marche. No tiene derecho de privarlos de ese momento.
—No discutiré más contigo, siempre quieres tener la razón y esta clase de conversaciones me agrian el ánimo. Por hoy ya tuve suficientes problemas como para agregarle otro a mi conciencia, iré a dormir. Me llamas si mamá despierta.
Ambos se despidieron con un insípido ademán y se marcharon. Mery se santiguó siete veces camino al dormitorio pensando que así tendría un escudo contra la tragedia: Luego de vivir ochenta años, a doña Margarita Ibáñez, viuda de Pontefino, le apetecía jugar con muñecas y creía que los ángeles eran estrellas. Después de tanto tiempo de grandeza la enfermedad le arrebató todo, incluidos los recuerdos. Mery cerró la puerta de su habitación y de un brinco se tumbó encima de la cama, haciendo a un lado el poemario de su amante imaginario. Caviló en retirarse la ropa, pero recordó la noche anterior y se dijo así misma que era mejor quedarse vestida por si había que salir corriendo.
“Uno no debería llegar a viejo, ¿cuántos sufrimientos aguardan en el futuro? Pobre vieja, así fue mi abuela que falleció por lo mismo después de dos años. ¡Ay, Dios!, no permitas que mi cuerpo caiga en desgracia, déjame intacta y si me tienes para anciana... antes que una enfermedad, mándame del cielo una espada que me atraviese el pecho y me arrebate el mundo en dos segundos”. En la penumbra miró el techo, luego la repisa atestada de libros prestados, el armario y una fantasmagórica blusa blanca colgando del perchero; suspiró. Esta noche, doña Margarita logró arrebatarle el sueño. Encendió la luz y tomó el libro de poemas de Keats.
¿Puede la muerte estar dormida, si la vida es solo un sueño, y las escenas de dicha pasan como un fantasma? Los efímeros placeres a visiones se asemejan y aún creemos que el dolor más grande es morir.
Mery hizo una pausa y sintió que el poema describía en perfectos matices literarios su existencia. Con disimulada nostalgia percibía que el espejismo de la realidad que deseaba cada día se desvanecía mientras se consolaba diciendo que un día futuro la tendría. Retomó la lectura, se perdió en los versos y con la melodía de las palabras naufragó en los diferentes niveles que ofrecía el entendimiento del poema. Ritmo y armonía susurraron a sus oídos alucinaciones de su propia existencia que la hacían reconocerse como si mirase un espejo. Después de leer tres poemas, su conciencia se disolvió en pensamientos diferentes a los de la lectura. Reflexionó sobre la vejez y sobre la enfermedad hasta que el miedo a morir le provocó fuego en el vientre, jugos gástricos le quemaron la garganta. Gruñó. Cerró de golpe el libro y buscó el tarro verde menta con antiácido, a ojos cerrados bebió dos tragos sin saborearlos. —¡Diablos!, ¿por qué acepté este trabajo?
Luego retomó la lectura. Esta vez se conectó con el encanto de la prosa lírica y dejó de lado sus incertidumbres, pero no del todo. De vez en cuando confundía sus pensamientos con los de aquellos personajes que habitaron hace más de doscientos años la mente del poeta. Fue en ese momento que entendió que el mundo era un tren de carga que pasaba deprisa por su lado sin prestarle la más mínima atención, un ente insensible y desalmado que no debería llamarse mundo sino analgesia. Cada día te regala algo, cada día te quita algo. Mery percibió el mismo horror que experimentó Gregorio Samsa cuando notó que la vida seguía su curso natural como si nada hubiera pasado. Daba igual en qué se metamorfosean las personas que han perdido el amor verdadero: el amor a sí mismos. Era lo mismo ser un insecto, una enfermera o una anciana. Suspiró y especuló que a la vida no le importan las personas, solo las circunstancias. El mundo es lo mismo que la vida y la vida una metáfora del tiempo, porque sin tiempo no hay vida y sin vida no hay tiempo. Mery lo imaginó como un gigante que se alimenta de humanos; nos cosecha para nutrirse hasta que la energía humana se vuelve amarga para luego desecharnos igual que las frutas podridas de un árbol. Mery soltó una carcajada, no era el tipo de mujer que hablase consigo misma, a menos que estuviera frente al espejo y tuviera siete copas de ron en el cerebro: “¿Y ahora… qué hago para dormir?”
3. Agonía
En la habitación contigua, doña Margarita sufría convulsiones intermitentes que la hacían perder el sueño. Medio despierta y medio dormida recreaba fantasías para entretenerse y apartarse del dolor. Imaginó que Guillermo cruzaba el puente de piedra para visitarla; traía flores amarillas y una canasta llena de panes humeantes. Él pasaba de largo sin saludar, ella con desilusión lo veía alejarse, detenerse a mitad del camino y volver a estar a unos pasos para empezar de nuevo el mismo recorrido en un ciclo sin principio ni fin. Fuera del sueño, en el mundo real, doña Margarita tenía leves espasmos y sus costillas se agitaban como las velas de un navío en medio de una tempestad en altamar. El semblante de su primogénito se deformaba con cada convulsión como se distorsionan las imágenes en un televisor averiado; hizo un esfuerzo máximo por mantenerlo nítido hasta que una de las sacudidas fue más larga que las anteriores y la imagen mental desapareció. Se quedó sin respiración y un grito se atoró en medio de su garganta. Sintió que el mundo se le iba, que su corazón se detenía. Su torso se arqueó. Las venas de sus manos se hincharon mientras apretujaba la cobija hasta que las pupilas se dilataron. Luego la tensión cesó y Margarita se quedó inmóvil. Siete segundos después su cuerpo se estremeció y una dolorosa bocanada de aire le llenó los pulmones. Abrió los ojos cargados con telarañas rojas de pequeñas venas congestionadas de sangre. Inhaló y exhaló con desesperación el preciado oxígeno reciclado de la habitación. Era denso y olía rancio, apestaba a vejez. Creyó que el hedor vetusto era de la cobija —cof, cof—, tosió y tosió. La primera respiración fue dolorosa como el dolor de un bebe en el primer aliento de vida. En la penumbra, Margarita notó que temblaba, luego supo que no era toda ella, eran solo sus manos y empezó a llorar. Mery escuchó el llanto por un intercomunicador como si fuese el sollozo de una niña de cuatro años a la que le negaron un juguete. Al llegar a la habitación observó a doña Margarita acurrucada y tiritando.
—Mi señora, tranquila, no llore. Ya estoy aquí. —Le acarició el pelo y le retiró un mechón castaño que le cubría la frente—. ¿Quiere ver a alguien?
Margarita no moduló palabra, movió la cabeza para los lados, y con las caricias de Mery las lágrimas cesaron.
—Rosita, pásame por favor el pintalabios.
—Por supuesto, primero muerta que sencilla…—Mery se mordió los labios— ¡mierda!, cuándo aprenderé a ser prudente.
Fue