Condenados. Giovanni de J. Rodríguez P.

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Название Condenados
Автор произведения Giovanni de J. Rodríguez P.
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9789585331839



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no ve y no piensa. —Se excusó para no mirar debajo de la cama. Solo de niña le tuvo miedo al payaso que roba los sueños, profesaba que esa entelequia de cara pintada y dientes afilados había muerto con su pasado, hasta que habitó en la casa de la anciana—. Mejor hablemos de John Keats… ¡Oh, soledad! Si contigo debo vivir, que no sea en el desordenado sufrir de turbias y sombrías moradas… —Lo recitó con tono de alegría sin reparar que dichas palabras eran una radiografía de su propia vida.

      La conversación disolvió el miedo, los versos del poeta sosegaron los ánimos y acallaron los ruidos extraños. La anciana dejó de temblar. Sin embargo, señalaba la pared con perturbadora insistencia. Margarita no soportó la indiferencia y protestó por no recibir atención.

      —Él nunca dice nada. Presiento que en cualquier momento saltará otra vez de la pared.

      La enfermera miró a la anciana con dulzura e hizo suyo el tormento ajeno. Pobre le decía y pobre a sí misma por estar en la otra orilla sufriendo lo innombrable tras cientos de horas de vigilia. Mery, la enfermera, aseguraba que las personas se conectan a través de las experiencias y estrechan lazos afectivos indisolubles por el resto de su existencia, una especie de ósmosis vivencial en la que se implantan en cuerpo ajeno felicidades y tormentos. En ese sentido, Mery cada día se sentía más anciana y enferma. Hacía seis meses la demencia senil de doña Margarita se había agudizado de tal forma que se abreviaron las jornadas en horas y las horas en minutos afectando los ciclos de vigilia y sueño. La anciana empezó a tener visiones surrealistas comparables con paisajes y personajes trazados en pinturas de Dalí. Uno de esos imaginarios la atormentaba al menos una vez por semana. Lo describió como un ser deforme, un humanoide de tres metros de altura y cráneo dolicocéfalo con frente hundida de la que le nace una serpiente con patas de león que trepa por la frente hasta rodear la cabeza y descansar encima de un hombro. Ese ser monstruoso siempre surgía de la pintura de don Alfonso emitiendo un sonido latoso semejante al llanto de una hiena. Luego sobrevenía un largo silencio que se rompía por los alaridos de Margarita en los que repetía que le regresaran sus hijas. La enfermera monitoreó por dos meses las alucinaciones y tomó notas referentes a la hora exacta de ocurrencia y encontró que todos los episodios estaban emparentados con el fenómeno sundowning, también llamado síndrome del ocaso debido a que se manifiesta al ponerse el sol y se expresa con una exacerbación de los síntomas conductuales del paciente. Mery, con su personalidad mordaz, mostró una desproporcionada actitud hilarante y comparó el estado enfermizo de la anciana con el de un vampiro que descubre su verdadera naturaleza cuando llega la noche: “¡En verdad está bien loca!”, decía para sus adentros al mismo tiempo que en su mente recreaba la descripción del listado bestial de alucinaciones que sufría la anciana: grifos, hidras y arpías la visitaban. Espectros vaporosos negros como el carbón y seres de cuatro cabezas. El retrato del ser más querido, inmortalizado por su propia mano hace más de veinte años en un óleo de colores vívidos y delicadas texturas se trasmutaba en un gigante que tenía por sombrero una serpiente con ojos de humano. Aunque la enfermera había perdido la dulzura del trato hacia sus pacientes, aún le quedaban vestigios de lo más importante: el respeto. Y esto la llevó a buscar un método alternativo, no químico, para alivianar los incidentes nocturnos. Siempre dejaba la radio con música de Mozart. Los resultados demostraron una leve mejoría. Sin embargo, existían otros factores desconocidos en la medicina que menoscababan todos los esfuerzos que realizaba. Tales eran las extrañas e inexplicables circunstancias que sucedían noche tras noche en la casa de los Pontefino, a tal punto que Mery y los demás residentes empezaron a escuchar voces susurrando secretos provenientes del viento, huellas de pies húmedos en el corredor dejadas por pisadas irreconocibles, manos que desollaban el aire del patio haciendo que bufara como un animal herido y, por encima de todo, lo más perturbador fue percibir la presencia inexistente de un extraño, de manera que los residentes de la casa creían ciertas las alucinaciones de la anciana. A medida que pasaba el tiempo, el desacoplamiento de la realidad en la mente de doña Margarita se intensificó y surgieron otra clase de eventos inexplicables: miradas persiguieron por los pasillos a los visitantes, ronquidos emergieron de las paredes y olores nauseabundos circularon por los rincones del ático. Aunque era de poca ayuda, la música no dejó de sonar y le sirvió a la enfermera para sentirse acompañada. “Si a doña Margarita no le sirve, al menos a mí sí”. Mery intuía que la locura era pegajosa, por aquello de que los vínculos entre las personas se hacen tan íntimos que terminan compartiendo experiencias. Ella, una mujer que de niña ganó todas las competencias atléticas del colegio y que en la universidad conquistó el oro usando el Ura nage, había dejado boquiabiertos a todos por la magistral exhibición de técnica y fuerza, y por del charco de sangre que manó de la clavícula izquierda de la oponente que se retorció de dolor en el suelo. En el presente, Mery sentía que era un saco de boxeo de setenta kilos agrietado por cuarenta años de vida a la intemperie. Se había vuelto llorona y miedosa, lasciva y ponzoñosa. Con frecuencia se aislaba del mundo en la habitación, y, debajo de las cobijas, se ahogaba en llanto por la mayor desgracia de su vida: ser soltera. Margarita resopló y por la garganta floreció un quejido como el de un madero que se quiebra. Mery, que miraba absorta hacia sus adentros, salió de sus abismos y se quedó mirando a la anciana como si observase una indescifrable obra de arte.

      —Tengo miedo, la serpiente habla en lenguas extrañas. Saca al demonio, Rosita, por favor sácalo de aquí.

      —Está bien, lo haré con una condición; si se toma la medicina sacaré del cuarto a don Alfonso.

      Doña Margarita asintió con la cabeza y recibió una diminuta pastillita rosada. Luego la anciana escurrió su cuerpo debajo de la cobija de lana, cerró los ojos y recibió un beso en la frente.

      —Descansa, ya descansa —dijo—. De una vez por todas—. Pensó, y su pensamiento estuvo limpio de maldad. La mano de la anciana cogió el antebrazo de la enfermera y lo sujetó con firmeza.

      —Llámalos, llámalos…

      —Doña Margarita, tranquilícese, los llamaré mañana. Esos tres diablillos vendrán pronto a visitarla, ahora no se preocupe y duerma que los ángeles de la guarda la cuidarán.

      —A ellos no. —Los ojos vidriosos de la anciana centellearon como calderos con fuego—. Llama a DF-2 son los únicos que pueden salvarme. Que vengan rápido y me cubran con sus alas de oro y plata.

      Mery alzó una ceja y esbozó una leve sonrisa.

      —Sí, mi señora, llamaré al Distrito Federal Dos, mañana lo haré, a estas horas todos duermen y nosotros también debemos hacerlo.

      —Rosa, son los protectores y mañana tengo que salir con ellos. Mi terapeuta dijo que debía… —Margarita respondió entre dientes y se quedó dormida antes de terminar la frase.

      La medicina actuó rápido y ahora ningún fenómeno natural o paranormal la despertaría. La anciana fue observada por cuatro ojos, dos azules pintados por el pincel del amor inmaculado que se recuerda con entrañable anhelo; y dos ojos saltones, oscuros e indescifrables igual que el lenguaje más antiguo del mundo, olvidado por los mortales. La mirada oscura era tan negra como los deseos inhibidos que albergaba el alma de la enfermera, como las acciones reprochables que tuvo en el pasado, sobre todo, igual a los dementores que viajaban por su mente a la espera del alimento que reciben cuando ella está a solas.

      El consumido pecho de la anciana se movía lento. Mery miró de reojo el retrato de don Alfonso y frunció el ceño. Él respondió a su mirada con una carcajada contenida. Para él no existían los secretos en la casa de los Pontefino, sabía bien lo que la enfermera pretendía, sus planes para satisfacer las sombras que anegaban la luz de su existencia. Incluso sabiéndolo, no podía hacer nada, era un testigo mudo de los acontecimientos que ocurrían en el amado espacio que una vez fue su hogar.

      —Sigue riéndote de mí y un día te pinto bigote; he cargado esta cruz más de un año, así que te quedarás ahí colgado hasta que ella te acompañe.

      Apagó la luz y salió de la habitación. Justo después de cerrar la puerta una sombra se le atravesó de frente, el corazón brincó y sintió que se le atascaba en la garganta. En la penumbra del corredor se dibujaba una alargada forma fantasmal que la miraba y por un momento creyó que el ánima de don