Condenados. Giovanni de J. Rodríguez P.

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Название Condenados
Автор произведения Giovanni de J. Rodríguez P.
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9789585331839



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Señor, es mejor que se marche, ya es hora del programa, ¿preparó algunas palabras? —El presidente asintió con la cabeza.

      Juan Pacheco hacía referencia al breve espacio televisivo en el que el presidente se dirigiría a la Nación. Guillermo se alejó, fue hasta la sala de prensa y entregó una hoja al asistente de cámara que tenía el discurso. Lo leyó rápidamente en el teleprónter para darle paso a una maquilladora que le espolvoreó la cara.

      La alocución era una impecable exégesis de templanza que tenía como objeto generar confianza en la población y serenar los ánimos. Nada malo pasará, todo está controlado; en pleno siglo XXI las maldiciones apocalípticas son artimañas urdidas por mortales, no existe poder humano capaz de hacer tal cosa que dicen las cartas; ninguna fábrica deberá cerrar, ninguna universidad cesará sus actividades...exhortaba, en fin, a que la vida de cada ciudadano siguiera su curso natural. Fueron cuatro minutos llenos de elocuencia urdidos con palabras precisas y categóricas. Luego Guillermo regresó al despacho, donde Juan lo esperaba con un par de copas llenas de vino tinto.

      Bebieron en sincronía un trago largo y luego otro hasta agotar el licor contenido en los cristales praguenses. La noche asomaba y el frío los arañaba. Era hora de llamar a casa. La familia de Guillermo residía en Londres, su esposa e hijos estaban en una lujosa residencia ubicada a corta distancia del emblemático Palacio de Buckingham; su mujer, alarmada por la situación del país, lo había llamado varias veces durante el día, él no había contestado. En cada ocasión retornó un mensaje indicando que estaba en reunión, ahora era el momento de prestarle la debida atención y dejar que la voz dulce de Marion lo apartase por minutos del mundo. Se despidió de Juan y se alejó hacia una de las habitaciones privadas, allí se tendió encima de una cama y marcó el teléfono con lentitud. Mientras lo hacía pensaba qué cosas le contaría para no erizarle los nervios.

      —¡Tesoro, hola mi vida! Sí, sí amor, todo está bien, no te preocupes, solo son rumores… todo está controlado. No, no, mamá está bien, solo fue una descompensación emocional, ya está mejor, ella es tan fuerte como una roca, ¿Las voces? ¡Ah…! Las voces que escucha en las noches no son otra cosa que ella hablando consigo misma, Aravena dice que es la demencia senil… no creas en todo lo que te diga Gabriel; es un cura, a todos nos ve en el cielo o en el infierno. Amor, no te inquietes, sabes que eso no es bueno para tu salud.

      Su esposa apaciguó el tono quebradizo de la voz; la situación política del país y su estado emocional eran incompatibles. Padecía de crisis nerviosas hacía dos años. Guillermo sabía que eran causadas por la naturaleza emotiva de su esposa, una mujer de sentimientos dulces y quebradizos, de emociones inestables, que se volvía eufórica con la misma facilidad con que se deprimía. A veces, él creía que Marion era bipolar y no recordaba por qué se había enamorado de esa mujer tan frágil. Por su salud y la de él, habían tomado la decisión de que ella residiera en el extranjero rodeada de un séquito de personas para cuidarla, ellos evitarían a toda costa cualquier malestar: mucamas, médicos y asistentes la asediaban permanentemente. Marion Dubois, que todo lo tenía, cada día tenía menos. En el fondo de su pecho un abismo de soledad subyugaba su vida, impregnándola de nostalgia.

      Aquel era uno de esos días en los que le provocaba huir, se sentía intrascendente y fútil; de no ser por la compañía de sus dos hijos, no lo dudaría, tomaría carrera hacia cualquier parte donde pudiera encontrar las ilusiones que garantizaban su felicidad. Ella sabía que ese lugar en particular no era un espacio físico, era un tiempo; el único resquicio en el mundo donde ella se sintió joven, bella y libre… su infancia. Sus pensamientos siempre la llevaban hacia allá; hasta un balcón de cristales amarillentos de un cuarto piso ubicado en la calle Lutèce.

      Eran casi las nueve de la noche y el viento silbaba en la calle. La falta de motores rugiendo y de cuerpos tibios deambulando por las vías deformaba la imagen mental que el colectivo social tenía de la tranquilidad noctámbula; esa noche estaba cristalizada por coplas de grillos y sombras fosilizadas. El caos normal había sucumbido para dar paso a un silencio de miedo. Fue tal la realidad que la gente en el interior de las casas encendió sus artefactos de sonido, sus televisores y las lámparas para sentir un poco más de seguridad. La música llenó todos los rincones mientras jugaron Tío rico, ajedrez o cualquier otro juego de mesa que distrajera los pensamientos; al hacerlo evitaban por un momento sentir escalofríos.

      Carlos Rojo estaba tumbado encima de la cama con los audífonos ajustados por encima del pasamontaña; como todos, pretendía entretenerse, pero no se sacaba de la cabeza la alocución presidencial. El día siguiente sería uno normal de universidad, aunque muchos compañeros faltarían a clase, según los comentarios publicados en sus redes sociales.

      Llamó a Abigail Lucero, su novia, una joven de veintidós años, de aspecto encantador y mojigato, que despertaba en secreto algo más que admiración en su cuñado. Desempleada y recién graduada de sociología de la Universidad del Rosario había optado por la investigación mientras conseguía el empleo de sus sueños. Pero, más que una investigación era un pasatiempo consistente en analizar los cambios disruptivos en la sociedad actual e identificar signos patológicos de los bogotanos, para diseñar un modelo predictivo de los comportamientos peligrosos en las masas. Abigail acababa de tomarse un par de pastillas para el dolor de cabeza, y sus hallazgos le sugerían que en cualquier momento estallarían manifestaciones estudiantiles con un alto impacto que podían converger en una cadena de situaciones vandálicas sin control por las Avenidas Boyacá y Caracas, las calles 80 y 72.

      Después de discutir la situación actual, ambos pactaron, a modo de previsión, cancelar todas las actividades que tenían el día siguiente y no salir de casa. Luego de la conversación, Carlos regresó con su música y se entregó a sus fantasías desplomado encima de la almohada. Siendo las tres de la madrugada flotó entre espiraciones y deseos lejos de su cuerpo, apenas un ligero dolor en el cuello lo persiguió hasta el mundo de los sueños, no escuchó la música hasta que un malestar en el oído derecho lo despertó; regresó del mundo de Morfeo un poco aturdido, sin abrir los ojos y por instinto retiró el auricular de su oreja. El silencio impregnó todo, incluso sus pensamientos, hasta que un movimiento involuntario del pie izquierdo tropezó con la baranda metálica de la cama. Estaba helada como un tempano, y esa sensación lo terminó de despertar. Caviló sobre los acontecimientos y miró el reloj ubicado encima de la mesa de noche: las tres con cinco minutos de la madrugada. Pensó que pronto llegaría el día, la luz del sol bañaría la vida de millones de personas que, como él y su novia, se negarían a salir hacia los trabajos, los colegios, las universidades o tan solo a pasear a los perros. La emoción negativa contenida por la expectativa de los acontecimientos venideros canibalizó su voluntad y la de los demás que, como él, se morían de miedo.

      Su mente se atestó de imágenes y de ideas, de pensamientos, hipótesis y contradicciones, su razón indagó en su imaginación las respuestas. Por quince minutos aguantó los discursos mentales, sus frívolos e infértiles soliloquios, y cuando no los soportó más se puso de pie; dejó la cama y fue a la cocina a beber leche fría. Se sentó junto a la barra de la cocina. Fue tal el silencio que lo único que percibieron sus oídos fue el ruido de su boca al tragar y unos pasos lejanos antes de terminar.

      Agudizó su oído y levantó la cabeza ladeándola para un costado como si al hacerlo oyera mejor. Al principio creyó que sus padres se habían despertado y caminaban por el pasillo, luego entendió que el ruido provenía de afuera del apartamento, de la calle. Parecía haber mucha gente rezando. El murmullo de los pasos llegaba lejano, como cuando se camina despacio, pero eran tantos los que marchaban que el débil eco de los pasos se escuchaba como el epílogo de una canción militar, y un bisbiseo de cientos de voces le daba al momento una atmósfera solemne. ¿Qué hacía tanta gente rezando a esta hora? Fue a ver, se acercó a la ventana del balcón y corrió sutilmente la cortina para no ser descubierto, al instante el bullicio cesó. La calle estaba desierta.

      —¡Imposible! ¿Dónde están?

      Cerró la cortina y apareció de nuevo el leve susurro de cientos de voces pasándose un secreto, su mirada encontró a través de la tela que cubría la ventana pequeñas luces