Condenados. Giovanni de J. Rodríguez P.

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Название Condenados
Автор произведения Giovanni de J. Rodríguez P.
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9789585331839



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de que Ana estaba presente, observando el manoteo de su mamá para evitar que la metieran dentro de una blusa morada más fea que un costal de papas.

      —No le debe gustar, mejor intenta con otra prenda. —Mery se dio vuelta. Ana estaba recostada en el marco de la puerta con los brazos cruzados.

      —Doña Ana, no la vi llegar.

      Ana caminó hacia el guardarropa. Margarita la miró como si fuera una extraña.

      —A mi viejita le gusta el blanco. —Sacó una blusa como la nieve de mangas largas. Recordó que hacía unos años era la preferida de su mamá y que la última vez que la usó fue en la cena de navidad cuando toda la familia estaba reunida. Margarita aplaudió—. Lo ve, las personas no ponen resistencia cuando se trata de las cosas que les gusta.

      En ese momento entró Gabriel acompañado del doctor Alfredo Aravena.

      —Hola, Ana.

      —Hola, Gabriel.

      —¡Mi niña, cuánto tiempo! Cuando te fuiste pensé que nunca más te volvería a ver; ¿han pasado doce años? Te recuerdo flaca como escoba y plana como tabla, con granitos en la cara y cabello de sirena. Mírate ahora, estás hecha toda una mujer, casi no te reconozco.

      —Hola, doctor, también me da gusto verlo.

      —¿Por qué llevas el pelo corto? Mujer, pareces un hombre. —Ana torció la boca. Aravena también había cambiado, su pelo cambió de un negro canoso a gris. Ahora cargaba en el abdomen una barriga de veinte kilos que hacía juego con una papada de morsa que le ocultaba el cuello.

      —Pasaron en realidad trece años, doctor, cualquier organismo viviente de este planeta cambia en tanto tiempo.

      —Sí, sí. Así es… los mortales no vivimos por siempre jóvenes y bellos. Mírame a mí, no perdí mucho, ¿verdad? Como consolación por la robustez de elefante que me adorna gané el carisma de un actor de cine.

      —Nuestros cuerpos son máquinas perfectas, lastimosamente construidas con materiales orgánicos considerados de segunda mano, deberíamos ser de titanio.

      —Muy bien dicho, mi niña, pero eso ya está cambiando. Han pasado muchas cosas después de que en 2004 se reconociera oficialmente al primer cíborg del planeta. Hoy en día existen alrededor de cien mil personas con estatus oficial de cíborg-ciudadanos que lograron expandir sus capacidades físicas y mentales gracias a implantes tecnológicos. Son como mutantes capaces de interactuar con el mundo en formas extraordinarias. El año pasado conocí a uno de ellos en un congreso de nanotecnología aplicada a la medicina, un tal Callum Taylor que se vanagloriaba por tener diez implantes, cuatro de ellos para mejorar la fuerza en las extremidades, y los otros para funcionar como sentidos. Este joven de diecinueve años es capaz de leer códigos de barras, ver en infrarrojo y detectar sismos. Se comunica con videollamada mental con otros cíborgs sin importar donde estén ubicados y percibe frecuencias que vienen de afuera del planeta. —Como buena conservadora, Ana mostró la mejor cara de desgano; sabía bastante del transhumanismo y de la organización cíborg—. Es fascinante, ¿no?

      —No… ellos están acabando la humanidad, algún día dejaremos de ser humanos y naceremos híbridos, la tecnología nos consumirá y transformados en máquinas una supercomputadora cibernética será Dios y todos seremos simples cosas que pueden dejar de existir por un simple bit potestativo de mierda. Ahora creamos máquinas y las programamos para que hagan nuestro trabajo, en cien años seremos una creación de ellas, a menos que el mundo ponga en cintura a esos excesivos lunáticos.

      Aravena torció la boca al quedarse sin respuesta y prefirió cambiar de tema.

      —¿Y cuándo regresaste?

      —Hace dieciocho meses, doctor.

      —¡Y apenas nos vemos! Me huele a que ya no me quieres.

      —El amor es un sentimiento recíproco y no hace falta que nos señalemos, ¿qué hace aquí?

      —Mi niña, ¿qué pregunta es esa? Sigo siendo el doctor de la familia. —Hubo silencio—. Vine para administrarle a tu mamá un nuevo medicamento.

      —Es una medicina experimental, nada de nanotecnología para que no te preocupes, son químicos extraídos de unas raras plantas acuáticas.

      —Guillermo ya lo autorizó —añadió Gabriel con tono huraño mientras caminó hasta la ventana de la alcoba y corrió las cortinas. Luego les regresó una mirada inquisitiva a los presentes.

      —No hay tratamiento que valga para la enfermedad que padece mamá, no entiendo por qué siguen intentando hacer cosas que solo la martirizan.

      —Gabriel, ¿y qué quieres que hagamos? Que nos pongamos a rezar y nos crucemos de brazos… he escuchado por ahí que tu dios dice ayúdate que yo te ayudaré. La medicina es necesaria y salva vidas —reprendió Ana con tono de molestia.

      —Ya dejen de discutir. Gabriel, para que estés tranquilo, esta nueva medicina mejora la memoria de corto y mediano plazo, mitiga los dolores articulares y mejora el apetito. Tu mamá experimentará una mejor calidad de vida. Al menos recuperará los recuerdos recientes, ¿entiendes eso? Prácticamente recuperará la vida y dejará de ser un autómata.

      Gabriel se cruzó de brazos, estaba harto de que le dieran a su madre medicamentos que, según él, no servían para nada. Los médicos iban y venían jactándose de su experiencia y conocimiento; agujereaban los brazos de la anciana y la hacían llorar. Las facturas crecían y Margarita no mejoraba. Vencido, se sentó en la esquina de la cama; su celular vibró, contestó y su cara cambió. Se le revolvieron los intestinos y el rostro se le decoloró. Nadie le prestó atención, todos estaban concentrados en la visita del doctor. Luego de colgar la llamada, Gabriel se levantó y al dar dos pasos se desmayó. Mery corrió a auxiliarlo; entre ella y el doctor Aravena lo llevaron hasta su habitación. Después de examinarlo el doctor le indicó a Mery que solo era un desvanecimiento por cansancio o por el cambio abrupto de presión al cambiar de manera súbita de posición. Mery cerró con seguro la puerta de la habitación y se quedó allí para llenarlo de cuidados mientras que Aravena finalizaba la visita con Ana y Margarita.

      —¿Qué le pasó a Gabriel? —Ana le preguntó al doctor.

      —Recibió una llamada del diablo. —Todos rieron—. Nada grave, mi niña, se le fueron las luces por levantarse rápido de la cama. Parece frágil, pero es un hombre fuerte. Estará bien.

      Aravena extrajo de su maletín una pequeña caja plástica y de ella un frasco verde con un líquido viscoso y ambarino. Se acercó a la anciana con mirada sonriente.

      —Bueno… mi dulce Margarita. Soy tu ferviente enamorado, ayúdame para poder ayudarte, ven que te traje unas gotas que saben a naranja.

      Margarita abrió la boca y sacó la lengua, Aravena dejó caer cinco gotas, la anciana las paladeó antes de tragarlas. En efecto eran dulzonas, pero el señor que se las dio le mintió, sabían a canela. Aravena le entregó el frasco a Ana.

      —Cinco gotas cada ocho horas, ni una más, ni una menos.

      —¿Qué pasa si le doy más?

      —Mi querida Afrodita, pasará lo inesperado… —Ana apretó la quijada—. Niña, no te alarmes, a veces exagero. El efecto no será el esperado.

      —No estoy para bromas, doctor, ¿cuál es el efecto secundario?

      —Una dosis más grande le provocará vómitos. Diarrea si se exageran. Es mejor no pasarse de la dosis; este encanto se nos puede deshidratar.

      —¿No más?

      —No, Ana, no más. Por lo general, la dosis recomendada causa incontinencia en algunos pacientes, pero eso no será problema porque Margarita siempre lleva pañal. Dígale a Mery que no deje de dárselas. Solo cinco gotas. Y que me llame en cualquier horario si ve alguna reacción inusual como fiebre, convulsiones o hemorragias.

      —Se lo diré.

      —¿Y tú