Название | Condenados |
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Автор произведения | Giovanni de J. Rodríguez P. |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789585331839 |
11. La visita de Aravena
Siendo las ocho de la noche, Ana se tumbó sobre la cama y abrió otro libro: Exégesis y filogenia del mito griego de Trisha Patel. Ana lo tenía como uno de sus textos predilectos y era, entre todos sus libros, la obra a la que más le tenía afecto. Ahora que tenía un poco más de tiempo lo rescató de entre el desorden de tratados, poemarios, manuales, novelas, biografías y cartillas que acumulaban polvo en la estantería. A pesar de que la moda era leer en digital y de que las bibliotecas se convertían en museos, ella se resistió a cambiar de usanza y a posar sus ojos por horas en una pantalla, prefirió palpar las páginas e incluso olfatearlas como si se trataran de un manjar. Las hojas del libro estaban avejentadas por el paso del tiempo, amarillentas, quebradizas y acartonadas. Describía una imagen de Zeus descolorida y una veintena de páginas apolilladas. Ana lamentó el terrible estado de su amigo y se recriminó por no haberle prestado mayor atención. Juan notó que su esposa de nuevo se entusiasmaba con la lectura y sonrió. Ana lo vio con el rabillo del ojo izquierdo.
—¿De nuevo los griegos?
—Sí, es que sabes… últimamente he tenido sueños como los de mi adolescencia.
—¿Qué sueños?
—Sueños extraños, me veía en el cuerpo de mujeres de la antigua Grecia, como una sacerdotisa, o algo así. Tal vez era por mi fanatismo, leía y releía cuanto libro llegaba a mis manos de los antiguos griegos. Estaba fascinada con esa cultura. Pero ahora no entiendo a qué se deben. Si fuera por saturar mis neuronas con información, diría que mis sueños repiquetearían situaciones de la universidad.
—No le prestes atención, lo bueno es que retomas tu literatura. Pero deberías buscar el texto en Internet, este ya huele a viejo.
—Sabes que me enferma leer en pantallas. Además, cuando tomo un libro entre mis manos uso dos sentidos adicionales: el del tacto y el olfato. Así que la experiencia es más gratificante.
—Cielo, entonces busca un hipertexto o una lectura de realidad aumentada. Las imágenes saltarán de las manos hacia tus ojos. Mira el que yo leo. —Juan le mostró el asistente personal de lectura, en la pantalla y sobre un fondo azul celeste se leía en letras blancas Los dulces del mañana, escrito por Agda Borowski.
—¿Y qué tal?
—Agda es la escritora más leída en la actualidad, su estilo se caracteriza por una prosa natural que carece de artificios y florituras literarias, es directa con elocuencia y precisión de cirujano; ha publicado ocho libros que se ubicaron en el top-five de los más leídos a nivel mundial, rompiendo récords en ventas.
—Cielo, no me quedan dudas de la calidad de la escritora, hace días leí un artículo sobre ella y la técnica que usa para producir sus historias, ¿sabías que se aísla del mundo? Agda se interna en una cabaña ubicada en medio de un bosque en Budapest y no sale hasta terminar de escribir su libro. ¿Y de qué es la historia?
—Llevo cincuenta páginas y la realidad distópica que presenta la autora me ha hecho reflexionar sobre nuestra sociedad y su posible transformación. La historia transcurre doscientos años en el futuro. La sociedad es ciento por ciento irreligiosa y adoptó antivalores como su columna moral y cultural, sobre la cual fundamenta el estilo de vida. El único valor humano existente es la verdad, todo lo demás se infringe sin que origine una consecuencia penal, siempre y cuando las personas sean auténticas y transparentes. Narra cómo la verdad es fuente de justicia; por ende, cualquier acto justo es correcto y no puede ser penalizado.
—Es una visión muy simple y artística del mundo. En algo la autora tendrá razón. Los irreligiosos cada vez nos hacemos mayoría, no será extraño que en cien años las religiones actuales desaparezcan; ¿hablaste con mi hermano?
—Sí y sigue igual de testarudo con el asunto familiar.
—Peor para él; ¿y qué opina de lo que cuentan en la radio?
—Nada importante. Le recomendé que tomara las cosas con calma. Aquí realmente no ha pasado nada.
—Lo mismo piensa la mayoría de la gente. Pero no falta el supersticioso. En la universidad algunos docentes hablaron del tema con tono relajado, sin prestarle demasiada importancia, como debe ser.
—Así es, mañana será otro día con la misma monotonía de todos los días; y a ti, ¿cómo te fue con los estudiantes?
—Igual que siempre. Me vestí lo más mojigata que pude para evitar distracciones y los alumnos lo notaron. La clase la liquidé explicando el enunciado de Clausius con un ejemplo sencillo de la cotidianidad. Creo que hoy sí aprendieron algo. —Ana hizo un gesto de desaprobación con la boca como diciendo que no estaba segura de lo que acababa de decir.
—¿Estás de mal genio?
—Igual que siempre. —Sonrió—. Mentiras, hoy todo estuvo mejor que ayer. Los muchachos estaban más concentrados… tendré que adoptar el hábito de monja, de todas maneras, intuyo que los muchachos se volverán locos cuando empiecen los exámenes.
—La física electromagnética de por sí es dura, no la hagas más difícil de lo que es.
—Juan, seré tan dura como es la materia; ganarán los que sepan aplicar las ecuaciones de Maxwell.
—Ana, ¿qué te molesta? ¿Acaso quieres desquitarte de algo con esos jóvenes?
—No me pasa nada. Solo que no les regalaré la materia. Pondré ejercicios básicos.
Juan levantó una ceja, sabía la clase de ejercicios básicos que formulaba Ana; eran un terremoto en la mente de cualquier estudiante. Tan elementales que la memoria se hacía exigua al tratar de responder y a la vez tan exigentes que un alumno tenía que aplicar artilugios matemáticos para encontrar el resultado. Juan se acercó y se metió entre los brazos de Ana haciendo que el libro se le cayera de las manos; con el mentón rozó el pezón derecho y subió directo a los labios. Ana aceptó de buena gana el beso; la caricia le indujo cosquillas en el vientre, más de las que le producía tener en la entrepierna la almohada y se apartó con una sonrisa.
—¿Qué pasa?
—Déjame leer.
—¿No quieres… jugar?
—Ayer quise y ni te fijaste. Hoy no tengo ganas.
—¡Qué! Tú no querías.
—Sí, señor, lo quería y mucho. Incluso lo necesitaba como remedio y me dejaste con ganas y fastidiada. Así que ahora aguantate. Además, la última vez me cogiste como rata en balde, al día siguiente me dolieron las nalgas y la ingle como si hubiese montado caballo toda la noche. Descarado… no quiero que hoy me pase lo mismo, mañana debo madrugar.
—¿Para qué?
—Visitaré a mamá. Ya está en casa.
—Amor… lo haré pasito.
—No.
La capital amaneció con cinco grados centígrados de temperatura, el cielo encapotado y una ligera llovizna como aserrín mojando las calles. Ana fue a casa de su madre y al pasar por el Centro Médico de la Sabana notó un grupo de manifestantes enardecidos que coreaban sátiras en contra del sistema de salud y las firmas constructoras de propiedad raíz. Sus pancartas gritaban mensajes alusivos a la colonización de los cerros orientales y el subsiguiente menoscabo en la calidad del aire de los bogotanos. El líder de la revuelta, con megáfono en mano, profería eslóganes envenenados para que sus copartidarios gritaran y alzaran las manos. Entre ellos, un par de anarquistas encapuchados sacaban rocas de sus mochilas. En esas, un grupo antimotines llegó con sus pertrechos para contener la rebelión, escudos arriba amortiguaron las primeras