Condenados. Giovanni de J. Rodríguez P.

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Название Condenados
Автор произведения Giovanni de J. Rodríguez P.
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9789585331839



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Como se sospechaba, mucha gente optó por aplazar sus actividades habituales y fueron pocas las personas que acataron las recomendaciones del presidente. Emilio Rojo era uno de ellos, aplicado estudiante de derecho que combinaba su vida académica con un trabajo de medio tiempo en la notaría de Sauzalito. Se desplazaba por la Carrera 10 hacia el trabajo en su automóvil con las ventanas cerradas mientras escuchaba las noticias; las más relevantes eran el restablecimiento del paso hacia Villavicencio, las pérdidas millonarias debidas a las heladas en Boyacá y Cundinamarca en cultivos de papa, arveja y maíz; y el paso cercano a la órbita terrestre de un meteorito nombrado Ate. El reportero indicó que la roca de diecisiete kilómetros de ancho y una masa de diez mil toneladas procedente del cinturón de Kuiper viajaba a una velocidad de cuarenta kilómetros por segundo y tenía, para sorpresa de todos, la forma de una calavera; de caer en el planeta ocasionaría una explosión treinta veces mayor a la bomba de Hiroshima. Emilio se persignó y disminuyó la velocidad al acercarse al cruce vial de la calle 19, se detuvo y colocó la marcha del carro en neutra. Miró desprevenido el reloj ubicado en el panel del vehículo y luego el computador portátil que estaba encima del sillón del pasajero; en ese momento escuchó un par de golpecitos en el vidrio de la ventana y giró la cabeza para ver qué ocurría. Un cañón negro de una pistola lo señalaba. Emilio sintió que su intestino se escurría; un hombre montado en una motocicleta le apuntó, una voz juvenil que salió dentro del casco le pidió el computador. El sobresalto causado por la situación lo paralizó, su corazón latió tan rápido que sus costillas temblaron. Su visión dejó de ver objetos lejanos. De nuevo un par de golpecitos en la ventana. Emilio bajó el cristal y temblando estiró la mano para entregar con desconsuelo el equipo. En ese momento, el motociclista emitió un grito de dolor, dejó caer el arma y se llevó la mano al pecho; doblado sobre sí se desplomó de cabeza hasta estrellarse en el asfalto. El cuello se dobló produciendo un crujido que a Emilio le erizó los pelos; el peso del cuerpo del motociclista en caída libre impulsó la columna vertebral en un ángulo antinatural que hizo perder el soporte cervical, ocasionando que el atlas perforara el cráneo. El joven quedó tendido con culo al aire y la frente en el piso. El primer impulso de Emilio fue huir, pero no lo hizo: dejó el ordenador en su lugar y respiró hondo; el semáforo cambió a verde y los coches de atrás empezaron a pitar insistentemente. Emilio tardó unos segundos en recuperarse y luego recordó el mensaje del cielo. Los vehículos empezaron a esquivarlo y al pasar por su lado le gritaron improperios. Al difunto nadie le puso cuidado, solo Emilio que aún tenía miedo.

      Siendo las ocho y cuarenta de la mañana una llamada rompió el sueño de Carlos. Contestó con voz distante y por el auricular escuchó: “Hermano, cayó el primero”. Carlos no alcanzó a descifrar el mensaje que se repitió dos veces más con un eco de exclamación. Por fin, a la tercera vez lo entendió y con un salto se levantó de la cama mientras su hermano le daba detalles por el auricular.

      —Hermano, no salieron rayos del firmamento… simplemente el tipo se llevó la mano al pecho, fue como si una bala lo hubiera atravesado y cayó muerto.

      El motociclista fue el primer muerto del día. Un malandrín incrédulo que no llegaba a cumplir veinte años. Holgazán para cualquier trabajo, perezoso incluso para robar; con hábitos tan irracionales y grotescos que su misma ralea lo excluía por carecer de principios frente a sus colegas. Robaba de seis de la tarde a seis de la madrugada, una vez por semana, y rotaba cada ocho días para no exponerse demasiado a la policía. Con el producto de su faena daba de comer a su madre, compraba ropa nueva, el sexo de una puta y una docena de porros. Su vida era un ciclo de adrenalina y de excesos. El joven de hombros flacuchos, pómulos saltones y pecho hundido se creía el varón más varón de todos los varones por tener un arma y un pene de película de porno; contaba con una marca criminal de siete arrestos durante el mismo año, y era el niño adorado de la casa.

      Hoy no era un buen día para trabajar… no pudo levantar el dedo medio para burlar a la justicia. Situación similar, con algunas variantes, sucedía en tiendas de barrio, en zonas de parqueaderos, autobuses, en las vías y en los parques. Había gente tendida en el suelo, gente muerta sin aparente causa más que intentar robar. Al mediodía, muchos noticieros hablaban a boca llena sobre los hechos acontecidos, la noticia se convertía en tragedia gracias a la manipulación de los reporteros. Tan solo unos pocos periodistas se ceñían a la noticia, sin comentarios henchidos de conjeturas quiméricas. A pesar de las circunstancias, en la mayoría de la población reinó la tranquilidad, incluso con pleno conocimiento de que era real la amenaza proveniente del cielo.

      El número de muertes era alarmante. Uno de los noticieros independientes del poder político hizo caso omiso a la orden de no dar las cifras de los fallecidos y reveló que la cantidad aproximada era de nueve mil personas. Ningún ladrón se escapó de la justicia de Ate, como la denominaron en las noticias. Cayeron fleteros, ladrones de carros, de motocicletas, de bicicletas, de celulares e incluso los que hurtaban víveres en minimercados. Murieron comerciantes, abogados y una docena de concejales. Entre muchas personas, cayeron bandidos consumados, tenderos, secretarias, empleadas de servicio doméstico y banqueros. Ate no respetó género ni edad, atacó a adolescentes, mujeres, adultos y ancianos. Los periodistas decían que un robo era una falta censurable, un delito sin importar el objeto robado: dos muchachas de quince y catorce años murieron en el probador de un local de ropa del Centro Comercial Andino. Una mujer de sesenta años falleció al olvidar pagar un café en un establecimiento ubicado en Tunjuelito. Y un cura en el barrio San Cristóbal falleció dentro de la sacristía al tomar doscientos mil pesos de las limosnas recogidas en la misa matutina.

      El reporte forense entregado por Medicina Legal de los primeros cadáveres indicó que todos habían muerto a causa de infarto.

      Cada minuto crecía la cantidad de personas que se aglomeraban en la carrera 13 y ocupaban las zonas aledañas; familiares de las víctimas, incrédulos de lo que pasaba, lloraban desconsolados a sus seres queridos. Las pérdidas de miles de vidas humanas afligieron a gran cantidad de familias y, por lo general, la otra facción de la población tenía dentro del pecho un sentimiento agridulce, pues, a consecuencia de esas muertes, se podría caminar con tranquilidad por las calles. Todos, tanto afectados como no afectados, padecían una aflicción como la que se siente en los minutos posteriores a un desastre natural. Después de las dos de la tarde no se reportaron muertes masivas. Dicen que los que tenían planes para hacer de las suyas en la siguiente jornada, se rindieron al ver las noticias.

      Había un hecho que causaba desconcierto, no todas las víctimas fallecieron en el acto de cometer un hurto. 920 personas, de las que se aseveraba completa inocencia y conducta intachable, fallecieron al parecer por la misma enfermedad. El caso más dramático fue el de Fermín Villalobos, un emblemático profesor del Colegio Renatus Cartesius, ganador del Premio Llinás por destacarse en la enseñanza de las ciencias naturales y promover proyectos de investigación en jóvenes de primaria. En el laboratorio del colegio, Fermín enseñaba a construir un espectroscopio casero. Doce pequeños vieron como murió retorciéndose de dolor en el suelo.

      Tres horas después, en el Salón del Consejo de Ministros, Guillermo miraba a su gabinete con cara de reproche, quería respuestas que nadie podía darle. Lo que acontecía sobrepasaba todo entendimiento, pero él seguía cavilando que lo ocurrido era obra terrenal. Se sentó y apoyó sus manos encima de la mesa, tomó aliento y miró el cuadro El cóndor, del maestro Alejandro Obregón. Repasó con la mirada el rostro de los presentes y no encontró nada que le gustara. Milton Calahor, el ministro más influyente, se mostraba más apático que nunca y parecía tan distante como uno de los tantos retratos que adornaban el recinto. Raúl Alfaro miraba el celular y a juzgar por su cara se intuía amargura en el mensaje que leía. De nuevo, el presidente buscó en sus adentros el detonante dialéctico que sacudiera a sus ministros del bodrio mental en el que estaban. Y lo halló en el retrato de Camilo Torres, el Verbo de la Revolución.

      —Entonces, ¿creen que Dios los mató?

      Nadie respondió. Leopoldo lo miró con sus pequeños ojos de ratón de manera extraña, como se repara un platillo antes de comer. Los demás esquivaron la mirada. Luego, uno a uno intentó dar una explicación, pero todos los argumentos eran imaginarios.

      —Declararé el estado de sitio. Quiero respuestas y quiero culpables.

      Juan