Condenados. Giovanni de J. Rodríguez P.

Читать онлайн.
Название Condenados
Автор произведения Giovanni de J. Rodríguez P.
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9789585331839



Скачать книгу

cuarenta o cien personas, ¿qué hará la diferencia? Son criminales, no le hacen bien a la sociedad. Mejor que se mueran. Además, el volumen de muertes per cápita sería tan bajo que pasaría desapercibido.

      —Juan piensas igual que Leopoldo, me decepcionas. Ninguna muerte es insignificante. —Los dos se quedaron callados, Guillermo miró con recelo—. ¿No crees en la gente?

      —Solo creo en mi familia. Y doy la vida por ella. La gente ajena me ha demostrado que soy una herramienta de su progreso, un utensilio barato que pueden tirar cuando se les venga en gana. Solo doña Margarita me mostró verdadera piedad y me ayudó a ser lo que ahora soy. No creo que sea casualidad que años después conociera a su hija…

      —Bla, bla, bla… todo tiene que ver con el destino, Juan. Eso es lo que dicen, pero yo no creo en esos cuentos. Las personas no se conectan desde vidas pasadas. Ni tienen el destino marcado. Yo soy mi propio destino. Y creo que tu posición debería hacerte pensar diferente. No somos nadie para juzgar a los demás.

      —Con todo respeto, señor, ninguna persona está destinada a gustarle a las demás. Y hablo desde mi experiencia. Cuando perdí a mi madre nadie me tendió una mano y durante dos largo años tuve que residir en el Frenchman’s Park. La gente es la gente.

      Guillermo miró con detenimiento la expresión indolente de Juan que no perdonaba a la vida por tratarle mal.

      —Lamento que hayas tenido que pasar por eso. Pero creo que fue lo mejor que te pudo pasar. Además, creo que has olvidado que la gente sí te tendió la mano, de muchas maneras lo hizo, pero eras tú quien debía salir de ese hueco en el que estabas. Nadie salva a nadie, las personas se salvan a sí mismas cuando dejan el miedo a morir y un día cualquiera despiertan siendo otros.

      —No discutiré asuntos personales en horario laboral, te invito cuando quieras a mi apartamento para que rebujemos el pasado, aún tengo la botella de chardonnay que me diste hace dos navidades, y aprovechas para hacer las paces con Ana. —Guillermo apartó la vista—. Señor, no confío en la gente, solo en mi familia.

      —Y por eso jamás gobernarás. —Levantó la mirada—. Si no puedes levantarte cada día de la cama para ser una mejor persona y creer en los demás, nunca podrás ser un líder social. Te confesaré algo: un día de vacaciones mamá decidió que debía salir a buscar algo… Ana y Gabriel se quedaron con papá y yo la acompañé. Era uno de esos arrebatos locos e indescifrables que asaltaban a mamá cada dos o tres años. Salimos del campo de recreación de Stanford y nos dirigimos hacia el suroeste, al parecer sin rumbo alguno hasta llegar a un parque donde algunos niños jugaban a las carreras con drones y una pareja de ancianos paseaba un husky siberiano. Allá, tumbado en la hierba había un joven con un pequeño lunar cerca de la ceja parecido al mapa de América, tenía la mirada perdida en el firmamento y los ojos vidriosos como si contuvieran toda la desolación del planeta. Mamá dijo: “Lo encontré”. Nunca le pregunté nada y nunca supe que vio en ti para rescatarte de las calles y terminar de pagarte la universidad. Mamá siempre habla de ti con cariño, más de lo que hablaba de sus muchos otros hijos adoptados por su piedad. No había nada de particular en ti y siempre creí que lo de ese día fue una de esas correrías típicas en busca de desamparados. Al final lo supe, cuando diez años después te casaste con mi hermana. Todos estamos conectados. No puedes ayudar a las personas sin esperar que la vida te dé un regalo. Tú fuiste un regalo. El amor entre tú y Ana está fuera de este mundo y sin ti ella estaría perdida. Mamá te cuidó y ahora tú le ayudarás a mamá cuidando de su amada hija.

      Juan parpadeó un par de veces, los recuerdos de esa época le revolvieron las tripas. Creía que el destino lo había llevado hasta Ana. Cuando la conoció en el CERN ni se imaginó que era la hija de su benefactora.

      —¿Usted no cree en ellos, no en todos ellos?

      —¿Cómo no podría creer? Es mi pueblo, es mi país. Para esto me preparé. Dejé mi familia en un segundo plano, renuncié a mis gustos, a mis aficiones y a todo lo que me hacía feliz. Pero nadie ve eso. Estoy rodeado de insensibles que no ven más allá que su propio beneficio. Ayer no pasó desapercibido. No estás viendo la dimensión del problema.

      —Señor, lo que sucedió ayer no tiene conexión real con los mensajes.

      —Entonces, no crees que los ladrones morirán mañana.

      —No creo que tengamos tanta suerte. Claro que nada sucederá. Es una mala broma y tendremos que seguir costeando el sistema penitenciario con los miles de millones que nos cuesta cada año.

      —Parece que hablo con la extrapolación de la mente de Leopoldo. Juan, toda vida es invaluable y no importa de quién sea. La mayoría de la gente está en posiciones que no buscó, inmersa en un sistema que las empujó a cometer actos en contra de las reglas y en pro de la supervivencia, mucha gente es inocente. Tú eras un joven inocente y no tuviste la culpa del accidente.

      —Guillermo, por favor no me pongas como ejemplo. En nuestro país, la mayoría de las personas acusadas son culpables. Han pasado más de veinte años desde que un presidente quiso establecer la seguridad nacional como prioridad y no logró minimizar los crímenes. Así que, con todo respeto, objeto tu postura. Los criminales viven del crimen, son un cáncer para la sociedad, el que mata una persona puede matar a cien y está a un paso del terrorismo, de destruir el derecho inalienable de cada persona a vivir. Para mí la vida es tan preciada como para usted. Ni el sistema penitenciario ni el jurídico son efectivos. Así que si caen más mensajes y se hacen realidad… pues que así sea. Sin embargo, no creo que eso suceda.

      —No estoy seguro de ello, mi querido cuñado.

      —Señor presidente, se reportan ochenta y seis hurtos cada hora. Datos del Departamento de Seguridad Social indican que treinta más no se reportan; ochenta robos por hora son ochocientos en una jornada de diez horas. Si muriesen todos los ladrones… sería una calamidad comparable con las víctimas de un pequeño terremoto, y esa purga beneficiaría a la sociedad.

      —¡Ah, mierda! ¿A quién le pregunté? Al hombre más ateo del Estado. Juan, me temo que habrá pánico, debemos estar preparados.

      Y en ello Guillermo tenía toda la razón. Juan era por esencia ateo, de esos extraños ateos que nacen con el agnosticismo arraigado en el ADN; desde los cinco años se resistía a ir a la iglesia y prefería quemar hormigas con una lupa o leer los cuentos de los hermanos Grimm. Aunque sus padres devotos nunca entendieron por qué tal resistencia devocional de su único hijo, respetaron sus principios. Con el paso de los años se transformó en un hombre de mente abierta, versado y práctico, y su formación académica lo alejó más de la religión. Desde muy joven fue un crítico de la fe por lo que tuvo varios enfrentamientos con docentes de religión en la secundaria. Decía que perdía el tiempo y que prefería una clase de cálculo; su raciocinio estaba alejado de toda creencia que implicara cerrar los ojos y taparse los oídos ante ideas no comprobables. Sus andanzas por el mundo de la ciencia lo llevaron a conocer científicos que compartían sus opiniones en todos los continentes, uno de ellos fue Ana Pontefino, con la que se había casado una tarde de un cinco de abril.

      Por otro lado, Guillermo pensaba en la conversación de la noche anterior con el Secretario de Naciones Unidas. El pánico era un problema exponencial con un comportamiento similar al de una epidemia viral, sin control podía expandirse rápidamente e infectar toda una población. Como ejemplo, le explicaron las estrategias de violencia psicológica que hacía más de cuarenta años había aplicado ETA en la población vasca.

      El abuso emocional materializado con amenazas constantes condiciona la cotidianidad de las personas. El ataque los había cogido desarmados y sin herramientas efectivas para restringir el contagio. Ahora todos estaban presos por la incertidumbre. La voz de Juan retumbó de nuevo en los oídos del presidente, esta vez con tono conciliador.

      —Señor, esta vez debo sugerirle lo contrario, si no hace nada, la gente creerá que la amenaza viene del Estado.

      —He pensado en eso, la mayoría en este país cree que el gobierno es la madre de todos los males.

      Juan hizo una pausa y se cruzó de brazos. Hacía diez años, él era uno