Condenados. Giovanni de J. Rodríguez P.

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Название Condenados
Автор произведения Giovanni de J. Rodríguez P.
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9789585331839



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ver mejor. Nada, la calle estaba desierta, pero los sonidos permanecían. Allí, en la vía, bullían como enjambres los susurros y cuchicheos de palabras rotas e incomprensibles y de ecos de pasos ahogados en el asfalto. Sus pupilas se dilataron y un escalofrío le recorrió la espalda. Sin saberlo, un puente invisible se formó a través de su miedo y las miradas de los ausentes lo alcanzaron desde el oscuro abismo de la muerte. Le tocaron la espalda, sintió una caricia de frío espeluznante y, petrificado, juzgó que los espectros estaban en su casa, a su espalda. Contuvo la respiración y, como si tuviera el don de la clarividencia, en su mente apareció una imagen horrenda. Unas manos largas y huesudas, aún con pedazos de carne putrefacta colgando, se acercaban para abrazarlo. Apreció la cercanía con un soplo de frío que le dio un molesto cosquilleo en la nuca y le congeló la sangre. Intentó serenarse y pensó que tal vez su mente calenturienta le jugaba una broma, le mostraba presencias inexistentes que se sentían reales, tan reales que confundió un vapor de aire exhalado de su propia boca con un suspiro aterrador proveniente del más allá. Brincó y cerró los ojos. Rezó un Padre Nuestro. Cuando dijo “libranos del mal”, unos dedos extremadamente delgados y ásperos le tocaron el hombro, a la vez que una voz respondió con cierto tono burlón: “Amén”. Carlos corrió hacia la pared como un ratón acosado por un gato. Se quedó inmóvil, con los párpados cerrados. Intuyó que una abominable mirada lo taladraba y se le pagaba al cuerpo como brea ardiente. Escuchó pasos que se acercaban y, antes de gritar, unos brazos lo rodearon con fuerza sobrehumana haciéndole perder el habla, toda la calma, el sentido de la orientación. Languideció. Su cuerpo parecía de plastilina, y de hierro el que lo atenazaba. El contacto se hizo estrecho y en la fricción de los cuerpos unidos se sentían los corazones latiendo al unísono. Los esfínteres de Carlos se soltaron como diques estropeados y la orina le mojó los pies. En ese espantoso momento creyó que la tierra se abriría y caería al infierno. De nuevo llegó a sus oídos la dulzona voz de ultratumba…: “hijo, no pasa nada”.

      Carlos tardó ocho segundos para salir del estupor y reconocer a su padre que le decía que estaba sonámbulo. Fue a darse un baño y regresó a la cama sintiéndose un niño de cinco años que cree en la Patasola y en el monstruo debajo de la cama. Se tapó la cabeza con la cobija de lana y se dijo repetidamente que los espejismos noctámbulos eran fruto de su mente sugestionada.

      “Están pasando cosas extrañas; ¿y ahora qué hago para conciliar el sueño…?”, se dijo. Solo había una cosa qué hacer, su salvavidas para las noches de insomnio era evocar la última vez que estuvo con una mujer en la cama.

      Ya hacía muchos años y el tiempo había lavado las sensaciones de ese entonces, pero al menos dos imágenes tenía bien reservadas: el grito de ahogo cuando ella gritó de dolor y cuando ella llegó; cerró los ojos y forzó la rememoración del momento con el cuerpo de Abigail: apareció la desnudez de su novia y sus desconocidos quejidos y su tierno semblante ocultando el miedo de entregarse por primera vez; pero Carlos no logró mantener la imagen, el rostro de Abigail se distorsionaba y en su reemplazo aparecían los susurros que escuchó de fantasmas en la calle; luego en su mente surgían por ensalmo las caras de gente desconocida con bocas desencajadas. Una tras otra las alucinaciones se le aparecían para atormentarlo. Entonces intentó algo más contundente; igual que de la costilla de Adán salió su mujer, Carlos sacaría a su Eva de su propia mano. Pronto aparecieron imágenes diáfanas y sensaciones similares a las del pasado que no se borraron. Cuando terminó, su fisiología cebada por el deseo lo recompensó con un profundo sueño. No duró mucho; una hora después un silbido constante surgió de su teléfono móvil; la pantalla se iluminó con la imagen de Lucero: era un mensaje de texto.

      —¿Estás dormido?

      —No —respondió haciendo una mueca y se preguntó qué hacía levantada a esas horas.

      —Tuve una pesadilla. No puedo conciliar el sueño, ¿te molesta si hablamos?

      Miró el reloj y pensó: “sí me molesta, son las cuatro de la madrugada”.

      —Claro que no, ¿qué soñaste?

      —Estaba en el balcón de mi apartamento con mi primo Efraín, eran las tres de la tarde y comíamos un helado, sabes lo mucho que me gusta hablar con él…

      —Sí, lo sé… dices que es el hombre más carismático e inteligente del mundo, si no fuera porque está casado y tiene una maravillosa familia, diría que estás enamorada.

      —Pues, para una mujer es fácil amar a un hombre así. En fin, no tienes por qué sentir celos, él nunca se fijaría en mí, es un hombre de principios y nunca pondría cachos.

      —¡Ahhh! ¿y tú sí?

      —Carlos… no. Me conoces, soy tan tonta para esas cosas que parezco monja. Solo lo admiro. Te decía que estaba mirando y de repente todo el mundo cayó al suelo, todo el mundo, las cabezas rebotaban y se escuchaba el crujir de los cráneos al partirse con el pavimento, parecían muñecos a los que se les hubiera desconectado la energía, creí que se habían desmayado, ¡pero todos a la vez! Fue algo muy extraño.

      Carlos recordó lo que acababa de sucederle, ¿acaso, ese mar de gente que escuchó deambular frente de su calle eran las almas de los que Lucero vio en su sueño? No quiso contarle la experiencia metempsicótica que había acabado de tener, la aterrorizaría; además, él estaba intentando convencerse de que eso que vio y escuchó fue producto de su imaginación.

      —Fue solo un sueño, y ya lo contaste, no se hará realidad.

      —De todas maneras me da miedo. Yo nunca sueño.

      Abigail tenía una colección de miedos y fobias que transitaban por su mente de manera intermitente. Temía a la soledad porque sus padres nunca la habían dejado sola, incluso en el preescolar ellos fueron sus maestros. Temía escuchar el latido de su propio corazón cuando dormía, sufría de astrafobia y de miedo a las palomas porque cuando tenía cinco años fue atacada en un parque por una bandada que confundió su blusa con un enorme pedazo de pan; y, sobre todo, temía a la muerte, producto de una experiencia aterradora que experimentó cuando fue testigo del último aliento de vida de su abuelo Fernando, el carpintero; las convulsiones involuntarias y expresiones congestivas del rostro del anciano le dejaron una impronta indeleble frente al hecho de morir: era un acto grotesco y doloroso; por eso nunca iba a funerales, ni siquiera de familiares. Como Carlos lo sabía, prefirió callar y cambió la línea de conversación por algo más académico, su trabajo de investigación. Él estaba a punto de graduarse de antropología y Abigail le ayudaba a completar la tesis de pregrado sobre el liderazgo precoz y el desarrollo de competencias comunicativas en niños de colegios públicos sensibilizados en el programa de matemáticas y ciencia del planetario. Fue la excusa perfecta para escapar de los miedos de ambos. Escucharon truenos y el repiqueteo de la lluvia sobre los techos, hablaron hasta que el sueño regresó a asaltar sus cerebros y, antes de cortar la llamada, se mandaron tantos besos que se hartaron de las caricias normales y desearon tener sexo, pero no lo dijeron.

      Amaneció con una delgada llovizna que levantaba del suelo vapores perfumados a invierno. En la televisión comentaban que la época invernal empezaba a recrudecerse. La acritud del clima y el estado amodorrado de Carlos le nublaban la razón, una razón saturada de alertas, riesgos e incertidumbres. A las seis de la mañana el tráfico bogotano era de lujo, quien viera el estado de las vías diría que había amanecido en otra ciudad. La fuerza policial también se había volcado a las vías en mayor medida que todos los días, la institucionalidad deambulaba por los parques y proliferaban los retenes de la policía de tránsito en Chapinero, Teusaquillo y Fontibón en los que se detenía a transeúntes, motociclistas y vehículos particulares.

      Una luz que entró por la ventana de la habitación jugueteó en su rostro hasta despertarlo. Lugo de abrir los ojos, bendijo su cuerpo con la mano derecha y, dándoselas de Sumo Pontífice, hasta bendijo el día. En el celular, tenía otro mensaje de Lucero contándole que había vuelto a tener la misma pesadilla. Él suspiró y anheló que el tiempo pasara rápido para que llegara la noche. Respondió con un simple: no pienses en eso, y se dio vuelta para seguir durmiendo.

      La