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querida Afrodita, excúsame si me excedí, es algo que nunca pude evitar… gloriosa herencia de mi abuelo que debe estar quemándose en el infierno. Si te sirve de algo, piensa que la vida es tan difícil o tan simple como cada uno quiera hacerla. Las cosas son lo que son y es mejor aceptarlas sin ponerles tapujos. Me da mucha pena que…

      —Ya está bien, doctor, agradezco mucho su honestidad y la visita. Mi familia no tiene cómo pagarle todo lo que ha hecho por nosotros.

      —No te preocupes, tus padres y ahora Guillermo han sabido compensar mis esfuerzos.

      —Lo entiendo perfectamente, doctor. El dinero es para el hombre como la fuerza de gravedad para el planeta.

      —Tu genio no ha cambiado. Sigues siendo una Pontefino en la más pura esencia. Que tengas un buen día, mi niña; no dudes en llamarme si me necesitas, ya existen tratamientos que pueden ayudarte con el problemita de fertilidad. Y asegúrate de que la medicina no le falte a tu mamá.

      —No le faltará, Mery es muy cuidadosa con esas cosas. Por cierto, ¿dónde se quedó? Debería estar aquí.

      —Es enfermera, debió quedarse con Gabriel. Me llamas cuando el frasco esté a la mitad para traerte más, ese líquido es como la piedra filosofal y no es fácil de encontrar.

      —¿Me buscan? —Mery entró.

      —Ya es hora de marcharme.

      —Doctor, ¿ya se va?

      Margarita jugaba con la blusa morada encima de la cama.

      —Sí, tengo que visitar a otro paciente. Ya le di instrucciones a Ana, ¿Gabriel ya recuperó el conocimiento?

      —No, parece que cayó en un estado de sueño profundo. Lo dejé descansar.

      —Cuando despierte dile que me vaya a ver. De todas maneras es mejor revisarlo y garantizar que todo se encuentra bien, Dios no quiera que el diablo se quiera llevar a nuestro santo.

      —No creo que sea necesario, la presión está normal y no tiene signos neuronales…

      —Mery, no juegue con la salud ajena. Hágame caso y déjeme ganar el almuerzo, tenga en cuenta que aquí yo soy el médico. Un desmayo ocurre por falta de oxígeno en el cerebro. Pudo ocurrir por ponerse de pie demasiado rápido, pero es mejor descartar.

      Aravena se marchó de la casa. Ana le dio las instrucciones de la medicación a Mery y se fue para la universidad.

      Gabriel se despertó tres horas más tarde. Se levantó amodorrado y con dolor en la cintura, caminó hacia la repisa donde había un vaso medio lleno de agua y tomó dos tragos. Al dejarlo de nuevo en su lugar notó que tenía marcas de otros labios. Entrecerró los ojos y movió para los lados la cabeza. Se sentía suelto y ligero como si hubiera dejado sobre la cama una pesada carga. El reloj daba las once de la mañana. Le provocó anticipar el almuerzo y bostezó. Se llevó la mano al bolsillo del pantalón y tocó su pierna desnuda. Supo entonces por qué estaba tan ligero: no tenía ropa.

      —Dios, ¿qué me pasó? —Recordó la llamada y se llevó las manos a la cabeza—. No puede ser. —Escuchó ruido y una sombra alargada salió del baño de la habitación.

      Los ojos de Gabriel se llenaron con la imagen semidesnuda de Mery. Tenía el torso descubierto y mostraba un sostén rojo. Él se echó para atrás. El delicado bralette con encaje dejaba ver los grandes pezones blancos de la enfermera. Por un instante, Gabriel olvidó los votos del celibato. Los senos de ella eran por lo menos cuatro veces más grandes de como los recordaba. Mery sonrió al ver que la mirada del cura aterrizaba con destellos juveniles encima de su transparencia.

      —Mujer, ¿qué haces?

      —Nada, hombre, por fin despiertas. Estuve a punto de llamar al engreído de Aravena.

      Gabriel se acordó que estaba desnudo y corrió apenado por un cojín para taparse sus partes pudendas. Mery sonrió y se secó el pelo con una toalla.

      —Mery, esto es inapropiado, estoy desnudo.

      —Y no estás tan mal, para llevar una vida monástica y sedentaria deberías tener la figura de un oso.

      —¡Mery! ¿Quién me quitó la ropa?

      —El diablo… que te hizo el amor mientras dormías. —Gabriel entronó la mirada y se echó la bendición. Mery sonrió—. Soy enfermera, ¿lo recuerdas? Estoy acostumbrada a ver hombres desnudos sin que me asalte el deseo. Además, eres un cura, ¿qué clase de mujer en pleno control de sus cabales se tiraría a un cura? Sería el peor polvo del mundo, ¿ya te sientes mejor?

      —Estás loca. Nunca vuelvas a hacerlo. Te lo prohíbo.

      —Gabriel, deja la bobada, necesitabas ayuda. Y no hay nadie como yo en esta casa, para ayudarte.

      —¿Qué hiciste?

      —Estás paranoico, simplemente te ayudé. Sudabas profusamente, creí que tenías fiebre y no podía cargar tu cuerpo para bañarte con agua tibia, así que te quité la ropa y, cuando quise tomarte la temperatura, se me dañó el termómetro, el mercurio se esparció por mi blusa, y fui al baño a asearme.

      —Vete, déjame solo.

      Mery buscó la blusa, se tapó el torso antes de salir de la habitación y dejó la toalla húmeda encima de la repisa. Gabriel estaba confundido, no sabía si estar apenado por el bochornoso momento o estar preocupado por la invitación que le habían hecho en la llamada. Se preguntó qué tenían qué ver los mensajes caídos del cielo y por qué en Roma estaban tan inquietos. Suspiró y se dejó caer en la cama. Sintió calor. Las sábanas tibias hedían a un perfume dulzón que no era el suyo y su cuerpo estaba pegajoso.

      Jueves, 7 de septiembre.

      La mañana transcurrió con recias lluvias que ocasionaron cuatro derrumbes en diferentes tramos de la vía Bogotá-Villavicencio y dejaron incomunicadas a ambas poblaciones. El sector del puente Quetame fue el más afectado por un inmenso alud que se desprendió de la montaña acarreando rocas de hasta una tonelada, maleza y árboles. En el país, ninguna otra novedad llamó la atención hasta que el reloj dio las tres de la tarde y un nuevo juego de luces encendió el firmamento. El cielo se desplomó a retazos formando esquelas blancas que el viento meció y retorció en todas las direcciones. Luces, sombras, oscuridad, rayos y mensajes cayeron como hojas secas de un árbol hasta tocar el suelo.

      La gente acalló el miedo. La sentencia escrita en clave ocultó quiénes serían los próximos condenados y tampoco dio pistas de quién sería el victimario. En ese mismo instante Ana estaba con dolor de cabeza y nauseas. Se dirigía a la tienda de la universidad en busca de una pastilla. En su camino recogió uno de los mensajes y lo leyó.

      Anularé el regalo que hizo Hermes a su hijo.

      Haré visible la proeza malvada

      y con ello perecerá Autólico.

      En el despacho presidencial Guillermo leyó la carta con furia contenida y desconcierto. Nunca creyó que el fenómeno se repetiría. En ese momento, Juan entró en la oficina.

      —¿Qué quiere decir esto?

      —Señor presidente, no sé mucho de mitología griega, pero déjeme hago una llamada. —Juan le marcó a su esposa. Ana contestó al segundo timbre y hablaron del mensaje por dos minutos.

      —¿Era Ana?

      —Sí, señor, hablaba con su hermana.

      —Estos temas son privados y no debes hablarlos con ella.

      —Ana no conoce nada y, como lo sabes, es experta en mitología. Como lo pudiste escuchar, solo le pregunté por el mensaje.

      —¿Qué dijo?

      —Autólico fue hijo de Hermes y abuelo de Odiseo… —Guillermo se impacientó—. En resumen, Autólico fue un ladrón, el ladrón perfecto que nadie podía