Название | Condenados |
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Автор произведения | Giovanni de J. Rodríguez P. |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789585331839 |
Horacio llevaba la barba tinturada de rojo y dos trenzas en la chivera. Sudaba demasiado y su visión ya no podía distinguir las formas; las personas eran sombras deformes en movimiento.
Sintió una opresión creciendo en el esternón y quedó ciego de repente. Perdió además el sentido de la propiocepción: no supo si estaba sentado, de pie o acostado; su cuerpo se inclinó y se sintió caer en un abismo. Escuchó a la gente pedir ayuda. “Me descubrieron”, pensó. Sus palpitaciones se aceleraron y se le encalambró el brazo izquierdo; el dolor torácico se agigantó hasta juzgar que estaba en el suelo con un elefante sentado sobre su pecho. Dentro de su cuerpo una minúscula red de vasos sanguíneos se congestionó a tal punto que el tránsito de la sangre se ralentizó, sus células se hincharon en un intento desesperado por captar oxígeno y el tejido se expandió en las cavidades intersticiales ocupando todo el espacio internodular. Las costillas crujieron. Las células se apiñaron, chocaron unas contra otras haciendo que algunas estallaran. Las que sobrevivieron rugieron como cachorros de león pidiendo alimento. Un haz de electricidad recorrió como un rayo desde el pecho hasta la espalda, como un cuchillo caliente cortando mantequilla. A su paso miles de células se vaporizaron y las contiguas se apelmazaron en medio de un jugo pegajoso y sanguinolento. A Horacio le ardió el esternón como si lo quemara la llama de un soplete y un leve sabor a sangre le llenó la boca. Empezó a escuchar distantes las voces de la gente que pedía auxilio; los gritos llegaron a sus oídos como murmullos distorsionados por los sonidos internos de su propio cuerpo: crujidos de tejidos que convulsionan, células que se tumefactan y necrosan. A la vez, una descarga de hormonas en su torrente sanguíneo lo dejó casi sin fuerzas en las extremidades.
Con arrojo sobrehumano, Horacio llevó la mano derecha al interior de la chaqueta y, con dificultad, sacó una pistola Walther P99 que le había hurtado a un policía. Apuntó con destino errático mientras la gente corrió desesperada para esquivar el cañón. Sabiendo que huían, envió toda la fuerza que le queda al dedo índice… pero este no se movió; en consecuencia, por el gran esfuerzo, brotó un malestar profundo y visceral en medio del pecho que cegó su pensamiento. Todo su cuerpo, toda su mente, todo él fue un sentimiento insuperable de dolor que redujo su esperanza de vida a un efímero milisegundo. El elefante terminó de acomodarse encima de Horacio y algo estalló dentro de su pecho.
A las once de la mañana una de las emisoras radiales de noticias del país emitió un reportaje de última hora: “Amenaza fantasma es real. Mensajes del cielo matan a cuarenta y cinco personas”.
10. El monstruo escondido
Juan Pacheco llegó por la entrada de la Carrera Séptima. Prefería hacerlo por allí para ver la escultura del siglo II del dios Silvano, “que los dioses de antaño sean testigos de que vine a trabajar”, decía. Subió por las escaleras de honor hacia el segundo nivel de la Casa de Nariño y caminó con expresión adusta hasta el despacho privado del presidente; su carismática sonrisa inhibida por la noticia se halló perdida en un lodazal de incertidumbres y conjeturas. Saludó y se acercó a Guillermo que estaba parado en diagonal al retrato de Simón Bolívar y miraba distraído por la ventana. Por unos instantes no dijeron nada. Guillermo clavó la mirada en la negrura de la noche. Y allí se quedó inmóvil.
Pensaba en su esposa. Hacía ocho meses que no la veía y ahora era cuando más le hacía falta. Anhelaba besarla, abrazarla y hacerle el amor, y sobre todo quería perderse en la dulzura de su mirada.
—Ya casi nadie mira el cielo. —Guillermo sonrió al escucharlo. Se acordó de su madre que disfrutaba tanto del cielo estrellado como de las flores. Estrellas y flores en la senectud de doña Margarita significaban lo mismo: migas de belleza que avivan la vida sin importar el lugar donde estén.
—Todo cambia, doctor Pacheco. Los que se hacían ciegos ya están forzados a mirar. —Juan notó una sombra de melancolía en el tono de voz del presidente.
—Señor, estoy seguro de que la situación mejorará. Encontraremos la solución, como siempre lo hacemos.
—Creí que lo peor había pasado. Me equivoqué. El país estará de cabeza y se pondrá peor si se repiten esas amenazas de mierda.
Juan suspiró y enfocó la mirada en el horizonte; en la distancia creyó sentir la soledad del corazón de Guillermo y el frío de las nubes grises que se agrietaron dejando pedazos del cielo oscuro sin estrellas. Miró expectante. Sabía que, durante la noche, si se despejaba el firmamento, aparecería Venus como un lucero y debajo lo seguirían unas cuantas estrellitas resplandecientes igual que diminutos diamantes. El aire helado le erizó los antebrazos y por la nariz se le coló el perfume de la clorofila recién cortada en el jardín.
—Paz —murmuró Juan—. Se respira paz. —Y pensó que la paz no podía ser como la pintaban: una paloma blanca igual que el Espíritu Santo de los cristianos; sino verde como las montañas, cristalina como el agua, exuberante como los bosques, silenciosa como los desiertos, espumosa como las cascadas y brillante como las estrellas. Paz en expresiones multicoloridas y multiemotivas como la esencia de la naturaleza.
—Juan, ¿qué debemos hacer para mantenerla?
—Solo hay una cosa por hacer, señor.
—No me lo digas, ya lo sé.
—Siempre se lo digo. Usted quiere modernizar el país importando tecnologías y dando espacio a empresas con el potencial suficiente para producirlas aquí, pero si la gente local no tiene el conocimiento básico lo único que logrará es que otros sean los beneficiados. El país tiene muchas personas talentosas, invierta en investigación para que produzcamos nuestro propio conocimiento.
—Entonces soy un mal gobernante porque no te hago caso. Sabes que la situación fiscal del país no lo permite, el paquidérmico Congreso frente a ese tema es reacio al cambio. Y ahora con esta nueva situación qué podemos hacer para recobrar la confianza de la gente.
—No todos lo saben, la mayoría de la gente no escucha la radio.
—Sí, además parece que Raúl hizo bien su trabajo. Logramos detener la noticia en los medios televisivos. Pero existen las redes sociales y pronto la noticia llegará a todos lados.
—Lo que debe hacer es subir los niveles de percepción de seguridad.
—Juan, es imposible en este momento. Ya te lo dije, no se pueden contener las redes sociales. Tenemos un ataque terrorista y pronto seremos el centro de atención del mundo entero.
—Penaliza la forma en que se emiten las noticias, califica el nivel de significancia política, aquellas que vayan en detrimento del Estado.
—Estás loco. Ni en el pasado cuando el país era más permisible con el gobierno. No podemos coartar la libertad de prensa.
Guillermo lo había intentado meses atrás, pero lo disimuló; ser prudente y no asaltar el derecho de todo ciudadano a la libre expresión era algo que el ministro de comunicaciones siempre defendía.
—Señor presidente, la situación no cambiará y se pondrá peor si no se toman acciones contundentes.
—Esto es política. Sabes bien que toda decisión está atada a una miríada de intereses.
—Señor, el país pide a gritos un cambio. De hecho, a usted lo eligieron creyendo en un cambio. —Hizo una pausa al ver el rostro consternado de Guillermo. Suspiró y sesgó la mirada para ver a Bolívar—. Señor, ¿sabía que el Libertador batalló en 472 batallas y solo perdió seis?
—Sé bien eso, Pacheco. Nuestro prócer ganó casi todo lo que peleó y perdió casi todo en el amor. Murió a los cuarenta y siete años traicionado por sus copartidarios y desatendido por sus amigos. En su lecho de muerte ninguna mujer sostuvo su mano ni le dijo al oído palabras bonitas de consuelo… No es el mejor aliciente que me puedes dar.
—Si