Condenados. Giovanni de J. Rodríguez P.

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Название Condenados
Автор произведения Giovanni de J. Rodríguez P.
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9789585331839



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que los neutrinos puedan estimular el campo magnético de las estrellas; ¿hablaste con mi hermano?

      —No, hoy estuve revisando los nuevos proyectos que quiere llevar el ministro de Medio Ambiente al Congreso. Mañana me reuniré con Guillermo. Hablé con Leopoldo… ese pobre sí está asustado. Le exaspera que Guillermo esté tan tranquilo con el tema de los mensajes. Leopoldo está impactado, no me extrañaría que en este momento esté escribiendo su testamento.

      —No me extraña, qué puede esperarse de un ermitaño que duerme en una habitación con cien cruces de palo para evitar (según él) a cien demonios que escupen fuego.

      —No lo juzgues tan duro. Vive como lo criaron sus padres.

      —Lo comparo con un extremófilo capaz de vivir en condiciones intolerables para los humanos. ¿Recuerdas cuando nos invitó a cenar…?

      —Cómo olvidarlo, no soportaste el olor a canela de las varitas aromáticas.

      —No solo fue por eso; fue el conjunto de todas esas imágenes, los aromas y la oscuridad, ese hombre vive en una cueva sucia llena de telarañas, los lugares donde no olía a canela hedían a vejez y humedad. Tiene la casa en ruinas.

      —Mejor no hablemos de Leopoldo.

      Ana se sentó, cogió la almohada de Juan y la puso en el espaldar de la cama. Luego tomó un libro de la mesa de noche y lo abrió por la mitad. Juan leyó en la tapa: Rey Jesús - Robert Graves.

      —¿Y ese libro?

      —Se me quitó el sueño… —Juan la miró con ojos de burla y ella lo notó con mirada periférica—. Es para matar la ignorancia.

      —¿No que eras alérgica a esos temas?

      —¡Ja ja! Lo soy, pero es hora de encarar mis contrariedades. Un buen científico no solo se hace preguntas de las cosas que no entiende, las estudia para entender si está o no equivocado.

      —Ana, ¿qué piensas del mensaje?

      —No pienso nada y precisamente por eso hoy discutí con Gabriel. Él dice que hubo un milagro. Dijo que antes de apagarse el sol, del cielo salieron rayos y centellas; que ese tipo de cosas solo provienen de Dios. Yo también vi el fenómeno y le respondí que fue un efecto de luces y sombras causadas por la cantidad y por la composición química de las cartas, el ángulo de incidencia de los rayos de luz y el movimiento causado por el viento. Si yo fuera Dios hace mucho que hubiera matado a todos los malos de este planeta y no me pondría en el trabajo de avisarles. O cambiaría la órbita de Ate para que diera contra el planeta. Pero como no soy Dios y no creo que exista, estoy segura de que algún excéntrico millonario lo hizo para burlarse de la ignorancia de todos en este país.

      —Ana, ¿cómo así que matarías a los malos del planeta? ¿Desde cuándo piensas así? Esa Ana no es la Ana con la que me casé.

      —Es la Ana que tienes ahora, para qué me trajiste a vivir en este horrible país donde todos los días hay crímenes y la gente sigue sus vidas como si nada. Conservaría mi candor si nos hubiéramos quedado en Neubau.

      —¡Ana! Este también es tu país.

      —Somos el producto de la sociedad. El hombre nace bueno y la sociedad lo corrompe. —citó a Rousseau con tono de sarcasmo.

      —Reclamo a la mujer dulce y libre de maldad que tenía por esposa.

      —La tienes. Debo tener mutaciones conductuales arraigadas en mi genotipo a causa de la realidad en la que vivimos. No me hagas caso.

      —El país no es tan malo.

      —Tampoco es tan bueno.

      Amaneció, era el cumpleaños de Horacio Vélez. Se levantó de la cama para celebrarlo de igual manera que en los últimos cuatro años. Procuró no hacer ruido para no despertar a su pareja que dormitaba sin ropa y desabrigado. Hizo sus oraciones frente al pequeño altar junto al baño y se colocó el escapulario, cogió las llaves, la chaqueta de cuero pardo y de un tirón cerró la cremallera. Federico lo escuchó y abrió los ojos; entre nubes de sueño vio a su amante terminar de acicalarse. Se peinaba de lado para verse como un niño bueno.

      —Ven a la cama, déjame celebrarte el cumpleaños.

      —No, Fefo, tengo trabajo. Regreso al finalizar la mañana para que compremos la silla de ruedas de tu madre. Luego hacemos lo que quieras.

      Horacio bajó corriendo los escalones hacia el estacionamiento privado de su apartamento, dio un salto para acomodarse encima del sillín de una Ducati 1199; aceleró y en segundos avanzó velozmente por la vía; un nuevo movimiento en el manillar y se montó sobre la línea amarilla que separaba los dos carriles de la vía. Prácticamente volaba sobre el asfalto mientras el motor rugía; esquivó con precisión los retrovisores de los carros que tenía en los costados hasta llegar al semáforo del cruce de la calle 120 con la Troncal Suba. Allí no se detuvo, incluso cuando la luz cambió a rojo. Se precipitó hacia el cruce vial a toda velocidad ocasionando que otro motociclista, por esquivarlo, se quebrara la clavícula contra el pavimento. Antes de las ocho y treinta de la mañana llegó a la Iglesia de la Parroquia de Santa Beatriz: el bello y blanquísimo templo situado en Usaquén estaba recién pintado. Siempre estaba atiborrado por devotos feligreses y turistas curiosos expectantes de la predicación de un párroco mofletudo que, según decían, tenía la mejor oratoria del mundo. Horacio parqueó a un costado del atrio, se echó la bendición y esperó a que terminara la misa. Los primeros en salir fueron dos adolescentes que advirtieron su presencia. Horacio se sintió intimidado por la forma en que lo miraron y se echó un vistazo por el retrovisor; en efecto no generaba confianza. Hoy no era un día frío como los anteriores, hacía calor y Horacio vestía una indumentaria pertrecha para combatir cualquier invierno.

      Gotas de sudor bajaron por su espalda. Se levantó la visera del casco para que le entrara un poco de aire. Su corazón bombeó más rápido que de costumbre, sintió palpitaciones como redobles de tambor en el pecho. Nunca había sentido tanta adrenalina correr por sus venas. Empezó a marearse, unos espasmos en la garganta le advirtieron que estaba a punto de vomitar, cerró los ojos un instante y contuvo la respiración. Mientras tanto, la gente seguía saliendo del templo. Horacio sintió que se le revolvieron los intestinos, y le echó la culpa a la pizza del día anterior. Abrió los ojos, bajó la visera y se concentró en la gente que salía de la Iglesia. La persona a la que esperaba era un comerciante de abolengo histórico en el comercio de joyas llamado Thiago Silva que aún no hacía acto de presencia. En su mente preparó la ruta de escape: iría a toda velocidad por la Avenida 15 hasta el Parque de la calle 106, le tomaría menos de cuatro minutos llegar allí, luego se cambiaría de ropa, se afeitaría y raparía el pelo, todo después de esconder la motocicleta dentro de la furgoneta de Chay Nordal, el amigo inseparable con pinta de rockero que lo acompañaba a todos lados y por el que Federico se moría de celos. Chay lo esperaba mientras veía en una revista de farándula el culo bronceado y las tetas pálidas de Aita Lizarraga, la presentadora deportiva más famosa de la televisión nacional, quien con veinte años y un año de carrera profesional se había posicionado en el mercado como la preferida de todos los deportistas profesionales y, por ende, a causa de los cientos de miles de seguidores, se había convertido en la imagen del canal de la programadora más influyente. Aita, con cara de ángel, es la dueña de una sonrisa blanca y amplia que brilla como un amanecer y tiene un cuerpo de sirena capaz de motivarle un orgasmo al impróvido espectador de su belleza. A Chay se le hinchó el pantalón y mientras su fulano creció sacó de la guantera un porro kilométrico para sosegar la ansiedad que le produjo la fotografía.

      El resto, para Horacio era pan comido. Por el atrio de la iglesia pasó un vendedor ambulante ofreciendo buñuelos mantecosos al que solo le prestó atención un perro callejero muerto de hambre. Horacio sintió palpitaciones más fuertes y la sudoración se incrementó al punto de sentirse ahogado. Ríos de sudor corrieron por su espalda, la frente le goteó y el vapor de la respiración le opacó la visera del casco que debió quitarse para pasarse el antebrazo por la frente.

      El