Condenados. Giovanni de J. Rodríguez P.

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Название Condenados
Автор произведения Giovanni de J. Rodríguez P.
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9789585331839



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—respondió con indolencia.

      —La época de la Inquisición ya pasó, son humanos.

      —Son escoria.

      Guillermo hizo una inflexión de desacuerdo y se rascó la cabeza.

      —Pero si en verdad sucede, y el vaticinio se hace realidad ¿qué pasaría?

      —No es un problema, señor.

      —¿Por qué dices eso?

      —Yo lo veo como un ahorro. Si es un castigo divino habrá que ir a misa y darle gracias a Dios porque nos ahorraremos mucho dinero, al menos once millones por delincuente al año, ¿se lo imagina? Si un hijo de Caín en promedio se queda preso diez años, nos ahorraríamos ciento diez millones, multiplíquelo por la cantidad de criminales. Con ese dinero podríamos hacer universidades y hospitales.

      —Entonces, ¿le pones precio a la vida de una persona? Por favor… debes escucharte.

      —Todo tiene precio así suene a dictador. No hablo de una persona del común, de un trabajador responsable que se gana la vida sin hacerle mal a nadie, tampoco hablo de un estudiante que se quema las pestañas por salir adelante o de una ama de casa que cuida de su hogar con esmero y hace la cena con amor para congregar a su familia cada noche. Hablamos de un criminal que mata, viola, roba o extorsiona, un bandido al que no le duele hacer el mal y que le cuesta a nuestro sistema carcelario once millones al año. Sin contar el costo de los daños causados por los crimines realizados y la tasación de los daños y perjuicios inmateriales. —Azcón hizo una pausa y esperó a que el ardor que sentía en las venas se desvaneciera—. El problema real es que la justicia se vería inutilizada. Sería un golpe a la institucionalidad.

      El presidente levantó una ceja y llevó la mano a su barbilla. El secretario tenía razón, la justicia se vería inutilizada, ¿hasta dónde llegaría la amenaza? Sin especular mucho se podía intuir que la situación, de ser cierta, menoscabaría todos los estratos sociales. El hecho quebrantaría la paz y la seguridad de todos los ciudadanos.

      —Leopoldo, ¿qué crees que pasará?

      —Nada señor. Lastimosamente no pasará nada. Y si pasa algo, que es improbable, les pasará a los malos… Caín lo fue. Sería un milagro que entre los malvados se libre una guerra y se aniquilen sin que haya daños colaterales en la infraestructura del país y que no mueran inocentes.

      —Menudo problema tenemos. Hablas como si en verdad no fuera a pasar nada. Te quedas corto con tus apreciaciones, los efectos colaterales pueden devastar al país, ¿no lo ves? Ya está ocurriendo, el miedo tiene a la gente atrincherada en las casas.

      —Señor, soy un creyente y le puedo asegurar que los mensajes no son un milagro. Pongo mi mano en el fuego y doy por hecho que nadie morirá como lo vaticinan; Dios no mata y no manda amenazas en cartas. Tampoco existe una persona o un grupo delincuencial tan poderoso que mate en un solo día a todas las personas señaladas.

      —Apuesto mi sueldo a que, si algo ocurre, cambiarías de parecer.

      —Señor presidente, los mensajes no me preocupan, eso es ficción. El verdadero problema que tenemos es la falta de apoyo del Congreso.

      Ana Pontefino ingresó en el cuarto de baño para desmaquillarse, aplicó en el rostro unas gotas de aceite de argán y las esparció en círculos sobre las mejillas con la yema de los dedos. Esa noche estaba rota y no sabía por qué, no era como las anteriores. Ya fuese por la angustia que le provocaba la enfermedad de su madre o por la insatisfacción que le producía dar clase a un montón de jóvenes universitarios a los que consideraba flojos por desconocer la ecuación de Dirac. Por más que se afanara en hacerse entender terminaba perdiendo la paciencia con los estudiantes y regresaba frustrada a casa; ya había agotado todas las herramientas pedagógicas posibles y estaba a punto de renunciar. Las aulas de clase no eran para ella y desde hacía semanas sentía que estaba incompleta. Esa frustración le molestaba sobremanera y creía que las mismas circunstancias serían menos incómodas si residiera en Europa. Recordó una frase de uno de sus personajes favoritos y sonrió, tal vez él tenía razón. Para obtener resultados diferentes había que pensar diferente. Se miró en el espejo y se dijo así misma: “¿Cómo me deshago de esta mujer?”. Entonces hizo algo inusual, se desnudó. Detalló la altura de sus senos y la ubicación de sus pezones marrones. Se giró para verse la espalda limpia de lunares y con ambas manos se apretó con fuerza las nalgas. “Si no fuera por el culo y las tetas diría que soy un hombre. Qué mierda con este rostro andrógino que me dio la naturaleza. No debí llamarme Ana sino Tiresias. No volveré a cortarme el pelo”. Se puso de lado para detallar la saliente de su vientre; sacó de un cajón una cinta métrica, midió setenta y siete centímetros. “¡MIERDA! Creció cuatro centímetros… benditos pasteles de arequipe. Me estoy engordando y eso a Juan no le gustará, al menos mi trasero sigue firme y redondo”.

      Ana regresó a la posición inicial no muy satisfecha con la autoevaluación corporal y detalló su rostro. El aceite hizo su efecto, su semblante se veía más relajado. Apagó la luz y dio unos pasos hacia atrás; su espalda tocó el pecho de otra persona. En un segundo pasaron por su mente todas las historias de fantasmas que ocurrían en casa de su madre y gritó. Su instinto la hizo brincar y empuñar las manos, se giró con furia dispuesta a golpear…

      —Tranquila, amor, tranquila, soy yo. —Ana respiró hondó y aflojó los puños y la quijada. Juan Pacheco llevó las manos en alto—. Perdona, no quise asustarte. —Ana no respondió, aún no recuperaba el aliento y respiraba con agitación. Juan la abrazó y le besó la frente con ternura—. ¿Qué hacías?

      —Nada, me desmaquillaba. Sabes, creo que fue una mala idea córtame el pelo. Me he masculinizado.

      —A mí me gusta verte así. Te ves diferente.

      —¡Diferente! Lo sabía, te odio, ¿por qué no me dijiste que quedé fea?

      —No, qué dices, me gusta cómo te queda. Además, sabes que prefiero llevar mis ojos hacia otro lado. —Juan movió la mano y le agarró una teta.

      —Suelta, no empieces, eres un mal esposo por no decirme la verdad. Me ves fea y prefieres bajar la mirada para cogerme las tetas. Malo, eres muy malo. Yo acepté que roncaras como locomotora y nunca te he cogido el pene para que te calles.

      —Es muy buena idea. Para la ronquera no hay mejor remedio. De pronto dejo de roncar para montarte.

      —Jaja, jaja. Mijo, qué le dieron en el trabajo.

      Juan sujetó a Ana por la cintura y estrechó su cuerpo contra el de ella.

      —Dejemos de hablar. —Ana sonrió—. Te amo.

      En todo el mundo solo otro hombre había sido tan aplicado en el compromiso nupcial, su padre. Juan se hundió en la mirada de su esposa.

      —¿Qué ves cuando miras mis ojos?

      —Veo a tu papá.

      —¿Qué…?

      —Tienes los mismos ojos de él. Tu genética sacó lo mejor de tus padres.

      —¡Sí, claro! Mírame bien, tengo la quijada recta como la de un hombre.

      —Linda, no te quejes. Modelos de revista matarían por tener tus facciones.

      Ana se quedó pensativa, tal vez su esposo tenía razón. Está de moda las imágenes de hombres con maquillaje de mujer y chicas semidesnudas con cabeza rapada que dejan muchas dudas sobre su sexo. En todo caso, al verles no se puede decir qué género tienen. Ana, al llevar el pelo tan corto se incluía en esa categoría de personas que hechizan a los medios contemporáneos.

      —¿No ves nada extraño en mi rostro?

      —Solo un poco de miedo. —Juan sonrió—. Eres una miedosa, ¿qué tienes?

      Ana se zafó y caminó hacia la cama.

      —No sé. Debo estar cansada. Ahora dejé a