Condenados. Giovanni de J. Rodríguez P.

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Название Condenados
Автор произведения Giovanni de J. Rodríguez P.
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9789585331839



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los cinco grados centígrados. En Guaymaral y Chía la sensación térmica helaba los huesos y descendía hasta los dos grados. Más al sur, en zonas veredales de Fusagasugá, principalmente en Batan, fuertes vientos con velocidades superiores a cien kilómetros por hora destecharon viviendas, derribaron árboles y estropearon el tendido aéreo de las redes de telecomunicaciones; luego, la fuerte granizada que duró veinte minutos rompió tejas y destruyó cultivos de hortalizas. Ya fuese por el invierno o por las cartas, las calles estaban desiertas y las iglesias repletas.

      En los primeros minutos del fenómeno la gente miró hacia el firmamento con entusiasmo puesto que los rayos de luz reflejados en los papeles que descendían emitían destellos. Luego sintieron temor cuando las ciudades se oscurecieron; más todavía, cuando la gente advirtió la ausencia de aviones surcando el cielo. Muchos creyeron que era un milagro. Igual que sucedió hace años en Lajamanu, un pequeño pueblo australiano en el que llovieron peces. La gente en todas partes se quedó pasmada con el evento; las autoridades no podían explicarlo. El mensaje generó estupor, las personas se sintieron inseguras, incluso dentro de sus casas, y se resistieron a salir. Algunos se miraron con miedo y otros con indiferencia; muchos se echaron la bendición; otros tantos, intuyendo el trasfondo del mensaje, celebraron en silencio y suplicaron con fervor que la misiva se cumpliera. Fanáticos religiosos vieron una oportunidad para propagar sus ideas y asociaron el evento con el vaticinado regreso del Mesías. Los pentecostales, férreos creyentes de que Dios se manifiesta por medio de eventos sobrenaturales manifestaron a voz en cuello que el Altísimo había soltado los ángeles para acabar con la maldad. Por otro lado, los noticieros se ensañaron como perros famélicos detrás de un hueso, una tropa de periodistas anduvo por todos lados entrevistando a los curiosos, a los atrevidos que no tenían miedo de transitar por las calles, y a los supersticiosos que pregonaban hipótesis descabelladas. Cualquier deslenguado iba por ahí divulgando profecías y sátiras que eran bien acogidas por micrófonos de terciopelo y videocámaras amarillistas.

      Guillermo no sabía qué hacer. Por un lado, todo parecía estar ejecutado por una mente retorcida con el capital suficiente para hacer una mala broma; por el otro, la ausencia de pruebas dictaminaba que podía ser un milagro. Observó la televisión y escuchó la entrevista que le hacían a un comerciante minorista de legumbres: el hombre de rostro redondo y pelo descuidado alababa la situación y rogaba para que fuera verdad: “Los barrios son de la delincuencia y el gobierno no hace nada”. Se expresaba con convicción mientras enumeraba las repetidas situaciones en las que había sido víctima de extorsiones y atracos. Guillermo se llevó la mano a la cabeza y rebujó su pelo canoso. Se levantó del asiento con el ceño fruncido y haciendo uso de su mal carácter llamó a Rubí Mendoza, su asistente, con tono de enfado.

      —¡Rubí! —gritó, y en un segundo llegó una señora cuarentona de rostro alargado y cuerpo esbelto. Vestía una falda roja de cuero que le cubría la mitad de la rodilla y una blusa blanca de satín con diminutas flores rojas con escote recatado en el pecho, insinuando que podía nutrir por décadas a un infante. Sus negros ojos vivarachos le daban una expresión alegre. Saludó con una sonrisa amplia que el presidente no percibió. Antes de finalizar la cortesía, Guillermo solicitó que lo comunicaran con Raúl Alfaro, el ministro de comunicaciones. Pasados dos minutos, hablaban acaloradamente.

      —¿Cuántas veces te lo he pedido?

      —Señor presidente, ya hablamos de eso, es ilegal, no podemos hacerlo.

      —No te estoy pidiendo que hagas algo ilegal o en contra de nuestra constitución, solo que negocies. Las grandes cadenas de noticias del mundo siempre están ávidas de concesiones a cambio de favores, las nuestras siguen la misma regla. Debe haber alguna forma de que estén alineadas con las necesidades del gobierno, hace unos años era así, transmitían lo que se les decía; los medios no deben hablar con tanta libertad de lo que pasa en las calles. Su ligereza puede empeorar la situación, están generando pánico y poniendo en entredicho la institucionalidad del país.

      —Esa es la realidad, no podemos tapar el sol con un dedo. La delincuencia…

      —Doctor Alfaro, el domingo treinta de octubre de 1938 quedó demostrado el poder que tiene la radio, la emisión de La guerra de los mundos causó pánico en más de un millón de estadounidenses. ¿Lo sabe no? Millones de estadounidenses creyeron que eran invadidos por extraterrestres.

      —Ese evento se recuerda como una anécdota, señor presidente. Aunque tiene razón, el efecto en su momento tuvo un gran impacto en la sociedad norteamericana. Pero estamos en otros tiempos. El control sobre los medios es ilícito.

      Guillermo se quedó callado, la línea suspendida en silencio por unos segundos le dio al presidente la oportunidad de darle un empuje a la discusión.

      —Tendremos que multar a los medios que propendan un mal ambiente y pongan con ello en riesgo la vida de la gente. Algo similar a lo que hicimos hace unos meses con los productores de medios audiovisuales que envilecen el buen nombre del país.

      —Sí, sí… lo recuerdo: La Ley del Buen Nombre, multas para las producciones que depraven la imagen del país. Lo recuerdo… —vaciló— pero no creo que haya sido una buena idea, ya usted vio la reacción del gremio de cineastas. En este momento no es indicado postular nuevas leyes, ¿ya habló con Leopoldo? Carecemos de apoyo en el Congreso.

      —Es un tropiezo transitorio. Por ahora comunícate con los directivos de los cuatro principales canales de televisión y radio, negocia con ellos.

      —No quiero contradecirlo, pero debería dejar que pase lo que debe pasar.

      —Raúl, ¿acaso no ves las consecuencias de lo que está ocurriendo? Mueren personas cuando el miedo se convierte en pánico. Y nuestro deber es cuidar de los ciudadanos. Llámalos.

      —¿Qué les daremos a cambio?

      Guillermo se llevó la mano al mentón y con los dedos se dio golpecitos en los labios.

      —Tú eres el dueño de esa cartera. No me pidas hacer tu trabajo.

      —Si le parece bien, retiraremos la restricción para hacer reportajes en los establecimientos gubernamentales, les daremos distintivos de privilegio para que realicen las reseñas al interior del Congreso y podrán tener de nuevo cámara abierta en las plenarias. Eso les gustará, lo han pedido desde hace meses.

      —No creo que los cuatro accedan. Y a los parlamentarios no les gustará porque verán que se invade su privacidad. Los primeros en protestar serán los que en el pasado salieron en cámara dormidos y babeando en plena sesión de trabajo. De todas maneras, haz lo que debas hacer.

      Al colgar el teléfono, Guillermo se levantó y fue hacia la ventana, acababa de escampar y cinco funcionarios recogían con rastrillos y palas los papeles esparcidos por el Patio de Armas del Palacio de Nariño. Guillermo pensó en su mamá.

      —Señor, lo necesitan en la línea. —Guillermo observó la hora, faltaban diez para las siete de la noche, pensó en el doctor Raúl y masculló una maldición, no se había demorado nada para contarle el resultado de la gestión, o seguro lo llamaba a darle más excusas para no hablar con los medios.

      —Rubí, estoy ocupado, toma el recado.

      —Excúseme, señor, pero insisten, es su hermano.

      Refunfuñando se acercó al teléfono y contestó de mala gana.

      —¿Qué quieres?

      —Mamá está en la clínica, le dio un preinfarto.

      Guillermo se quedó callado y sintió un golpe en la boca del estómago, fue como si la dolencia de su madre se transmitiera hacia él por medio de las palabras de su hermano. Aguantó una lágrima entre las pestañas y tragó saliva mientras tomó asiento. Durante unos interminables segundos, la imaginó tumbada encima de una cama de hospital, entubada y abandonada. Su carácter no pudo contener el alud de nostalgia y sus ojos se llenaron de lágrimas, sintió vergüenza de sí mismo. Era la primera vez que distinguía la gravedad de la enfermedad de su mamá.

      Se quedaron en silencio un par de segundos. Gabriel percibió que su hermano quedó noqueado con la