La última Hija de la Luna. Gabriela Terrera

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Название La última Hija de la Luna
Автор произведения Gabriela Terrera
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9789878713694



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se frenaron dubitativas. Los quejidos de dolor ni siquiera les llamaba la atención, ellas permanecían absortas seducidas por lo que ocurría más allá del Valle de las Grietas: el lago de lava y fuego emitía sus primeros y perezosos bostezos, ante el segundo y muy agudo alarido, ellas le taparon la boca con sus manos sucias, sabían que aquel interminable lamento estaba interrumpiendo el prolongado descanso del Lago de Fuego.

       Grito y explosión brotaron al unísono, mientras que el alarido traía una nueva vida, la explosión arrojaba un hipnótico río de lava hacia las laderas. Los brazos de fuego recibían al niño, únicos brazos que pudieron extenderse hacia él; su madre, desvanecida de dolor e incertidumbre, jamás pudo conectar con el niño.

       Muliana al fin despertó entre sombras inquietas que se alargaban difusas y regresaban imprecisas mientras tejían redes sin forma sobre las piedras, ya no había ni luna ni hierbas ni brazos de fuego… Estaba en una cueva que ahogaba y oprimía todo cuanto pudiera sentir. Ya habían nacido tres, su padecimiento no era físico, ya habían nacido tres, pero ninguno descansaba en su regazo. Entre mezquinas lumbres y generosas tinieblas, apenas pudo ver que otros brazos cargaban a sus hijos hasta hacerlos desaparecer de su esforzada visión. Los dolores de parto retornaron presurosos.

       —¡Hazlo! ¡Más ahí dentro… más ahí! –gritó la anciana, la rodeaban mujeres de rostros pétreos e inexpresivos como su palidez, sus cabellos lacios pegados al rostro, escasamente dejaban ver sus bestiales ojos siniestros.

       —¡No soy yo, no somos la maldita predicción… dejen a mis hijos en paz! –balbuceó Muliana, pero en su interior gritaba otras palabras que no podían atravesar por su garganta–. ¡Déjennos en paz… por favor… por favor…! «Orruq, ¿dónde estás? Son tus hijos… Orruq…» lo llamó en silencio.

       —¡Más ahí… despierta… sácalos! –gruñó por segunda vez la anciana, tomó su quijada y quedó observando en silencio cómo el índigo azulado de sus ojos se apagaba y se oscurecía, aquellas retinas ya no reflejaban las llamas; inertes, vítreas, habían sucumbido a medio cerrar–. Muerta ella, muertos todos –vociferó y escupió hacia un costado–, llévala a la fosa –ordenó sin mirar a nadie.

       —¿Cuántos? –preguntó Urhoq perpetrado fuera de las cuevas, no se escuchaban las olas, el mar de las furias danzaba curiosamente calmo y acechante, las nubes cubrían la poderosa luna.

       —Tres…

       —Muertos ya. –Urhoq no hacía una pregunta.

       —Mujeres dan muerte ahora. –La anciana lavaba sus manos en el mar, tenía su mirada difusa en la sangre que se diluía–. Adentro, más.

       —¿Cinco?

       —No sé.

       —Ábrela –dijo él y colocó en esas manos recién lavadas una magnífica daga, minúsculos destellos purpúreos danzaban en el negro acero de su filo–. ¡Ábrela! –repitió y antes de que pudiera retirarse, le tomó con fuerza su muñeca y preguntó–: ¿Ojos?

       —Cenizas –respondió ella mirando los restos de la fogata y luego escupió hastiada.

       Secretos olvidados

      Los intercambios de las regiones se realizaban cada ocho lunas brillantes en Refugio del Mar, al inicio de cada bimestre solar; allí convergían los habitantes de todas las regiones con sus productos. La ciudad coordinaba y comandaba las estrategias de supervivencia, de coexistencia y de armonía. Las familias eran libres de acudir para realizar los canjes, aun así, era difícil que alguna se abstuviera de hacerlo, el gran mercado proveía de todo aquello que no podían obtener en sus pequeñas huertas; diferentes y variados productos de uso y de consumo eran elaborados por quienes estaban al servicio de las regiones, los conciliados que residían en Refugio del Mar. Los intercambios demandaban al menos, dos jornadas de intenso y constante trajín en los que debían conseguir y abastecerse de provisiones. Aun así, el mayor motivo de esta concentración era el reencuentro familiar al que nadie estaba dispuesto a faltar.

      Era el inicio del mes de H’evio que, junto a H’icio, conformaban el bimestre del “Sol Ardiente”, las mañanas amanecían calurosas y poco agradables, las tareas debían realizarse desde muy temprano para evitar trabajar durante el sol alto, momento del día cuando el calor resultaba implacable y todo se tornaba doblemente agotador.

      El grupo de Serjancio y Kanki avanzaba presuroso junto a otras caravanas, con ellos se desplazaban sus vecinos más próximos, Tolomano e Imadora y sus pequeños nietos Nelayo y Nunciana, todos ellos eran familia de conciliación de Danhola y Xukey. Un vínculo afectivo e indestructible unía a las familias de Serjancio y Tolomano, un vínculo forjado desde la tragedia y el dolor: sus respectivas hijas, Jaquilda y la pequeña Iana, habían desaparecido juntas durante el trayecto entre la Laguna Escondida y las huertas; rastros, gritos y un testigo ocasional de la fuga, resultaron ser los indicios determinantes para saber que se había tratado de un rapto de cautivas, aberrantes prácticas que por aquel entonces ya se consideraban extintas. El hecho habría de provocar una feroz y encarnizada represalia contra los sanguinarios que aún habitaban en la Meseta Desterrada, pacífica extensión de hierbas frescas que reinaba sobre los límites entre la selva y las montañas. Para desdicha de unos y felicidad de otros, el caso de Iana y Jaquilda fue el último reporte sobre desapariciones y que, con el tiempo, fue olvidado como un recóndito recuerdo que a nadie le interesaba inmortalizar.

      Danhola había entrelazado su vida en matrimonio con Chattel bajo las leyes y costumbres de los terrinos, una semana después de la muerte de su único abuelo, llevaban juntos casi un ciclo solar completo (un año, según lo denominaban los navegantes); con sus padres lejos al servicio de Refugio del Mar y su abuelo fallecido, Danhola encontró en su esposo, protección y seguridad que creyó necesitar para ella y para su hermano menor. Chattel supo funcionar como engranaje en las complicadas relaciones de conciliación con la familia de navegantes de su esposa, por lo que las jornadas se tornaron mucho más llevaderas y pacíficas. El flamante matrimonio había perdido dos embarazos, eventos que al parecer endurecían cada vez más el corazón de Danhola, pero que acrecentaban la bondadosa paciencia de Chattel. Las tierras de Tolomano no eran tan extensas como las de sus vecinos, rara vez dejaban a algún integrante de la familia conciliada para su cuidado. En esta ocasión y por pedido de su hermano mayor, Lonkkah habría de encargarse de aquél pequeño ganado.

      Diferentes caravanas fueron concentrándose en forma metódica y ordenada a medida que se acercaban a la ciudad. Una pared invisible dividía la inmensa e interminable columna, de un lado se agrupaban los navegantes, la mayoría a rostro descubierto luciendo su brillante piel azabache y en magnífico contraste, sus luminosos ojos azulados parecían gotas de mar regresando al mar; del otro lado de esta casi hermética muralla, marchaban los terrinos, risueños y desordenados, envueltos de pies a cabeza en túnicas de colores claros. Aunque todos se dirigían hacia un mismo objetivo, avanzaban juntos… no mezclados. La mayor y más grande diferencia entre ambas culturas eran los niños navegantes, sus juegos y el inocente bullicio jamás pasaba inadvertido ante las miradas (y recónditos sentimientos) de los mestizos. La fracción de edades a la que pertenecían Chattel, Danhola, Xukey, Satynka, Lonkkah, Yllawie y otros jóvenes terrinos, penosamente considerada la “Ultima Camada”, provocaba profunda angustia, impotencia y malestar en esta esplendorosa cultura, los triniños eran los últimos nacidos de su etnia y no todos sabían de su existencia… y era ahí, en ese tenue y delicado espacio entre el mito y la realidad, donde se abría una infinidad de puertas que dejaban escapar rumores de todo tipo y tenor: para los navegantes, los murmullos se esparcían como peligrosa neblina sin dejar de considerarlos como viejas e inútiles palabrerías de hechizos y maldiciones mientras que, para los terrinos, los susurros sobre la posible existencia de aquéllos niños, se propagaban como brisa matutina portadora de esperanzas a su desdichado destino de extinción.

      Durante