La última Hija de la Luna. Gabriela Terrera

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Название La última Hija de la Luna
Автор произведения Gabriela Terrera
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9789878713694



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todas ellas. De igual manera, Serjancio y Beasilia también habían intercambiado sus exquisitos quesillos de cabra por hojas de tabaco y algunas esencias de flores disecadas con las que Beasilia amaba aromatizar sus ropas.

      Una vez que aparecieron las primeras estrellas de la tercera jornada de viaje en aquel cielo todavía sin oscurecer, pudieron distinguir las tenues lumbres de la ciudad, lo que los motivó a avanzar más rápido para arribar a destino antes del anochecer. El clima y los caminos se habían portado condescendientemente, Satynka se sintió relajada, estaba exhausta y no creía contar con la suficiente fuerza para continuar un día más sobre el carro, el improvisado colchón de lana aplacaba porrazos y rebotes, pero su cuerpo huesudo no había dejado de recibir golpes que casi lograron desestabilizar su entereza, aun así, se había contenido en emitir quejidos para evitar las abrumadoras reprimendas de su hermano y de su abuela.

      —¿Estás bien, necesitas algo? –preguntó Danhola mientras se desenvolvía el pañuelo que la había protegido durante el período de intenso sol, sus ojos, levemente verdosos, no se asemejaban a la intensidad de las esmeraldas que brillaban en los iris de Satynka. Beasilia conservaba un brazalete formado de delicadas bolillas a las que llamaban de esa manera, el adorno era una de las tantas piezas extraordinarias que había atravesado el mar; en muy pocas y contadas ocasiones, Beasilia lo había exhibido y quienes apreciaban su belleza, habían comparado el color de aquellas magníficas y enigmáticas piedras con el color de los ojos de Satynka.

      —Estoy bien, ya quiero llegar.

      —Te ves terrible, tus padres se van a preocupar.

      —Gracias, sos muy amable, voy a hacer lo posible para no verme tan terrible –respondió Satynka harta de sus comentarios.

      —Dana, por favor –intervino Chattel–, solo necesita descansar –dijo guiñando uno de sus ojos a su hermana–. ¿Has hablado con Yllawie?

      —¿Para qué? –contestó Danhola–. De todas maneras, ella ya había decidido no venir, ma-Kanki le dijo que…

      —Está bien, ya entendimos –se anticipó su esposo, los hermanos cruzaron miradas, Satynka negó con su cabeza y él resopló decepcionado–. Me hubiera gustado que hablaras con ella. –Chattel acarició con ternura su mejilla y avanzó hacia donde se encontraba su abuela.

      —Entiendo por qué la odias y, aunque reconozco que no sé qué es lo que le has visto ni qué esperabas de un mugroso navegante, yo tampoco la hubiera perdonado –dijo Danhola mientras hurgaba entre sus bolsos–, Yllawie debió aceptar tu decisión como todos nosotros, si alguien me quisiera separar de Chattel… yo…

      Satynka ya no la escuchaba, sus palabras eran sonidos difusos rebotando como ecos que disuadían sus recuerdos, quería concentrase en los últimos momentos vividos junto a Rufanio la noche que habían decidido marcharse para unirse a la legendaria “sociedad de mezclados”.

      —…Yllawie cree que no somos su raza, adora a sus navegantes, por eso…

      Satynka escuchaba vociferar a Danhola, pero ansiaba silencio, quería gritarle que se tragara la lengua y que cerrase la boca de una vez, esas palabras eran intrusas en su mente e interferían con sus pensamientos. No podía odiar a Yllawie, no sabría cómo hacerlo y estaba segura de que ella tampoco la odiaba… Respiró profundo y sus recuerdos la llevaron a otro lugar… a un pequeño cuarto donde dos niñas conversaban inocentes:

       «¿Qué te pasa? ¿Por qué lloras? –preguntaba la pequeña ojos de esmeralda–. ¿Quieres jugar conmigo?

       «No –respondía la otra, recostada y dándole la espalda, toda sucia, cubierta de hierbas y cardos.

       «Bueno… ¿qué tienes aquí? –continuaba indiferente mientras le quitaba las hierbas de su cabello. Su madre llegaba a la habitación con dos vasos de leche, cacao molido en un pote y unas rodajas de pan.

       «¿Cómo están mis mujercitas? –decía la amable mujer que había comenzado a lavarle la rodilla ensangrentada a la niña recostada–. ¿Este cuarto es especial, no creen? Aquí duerme la luna, pero no le gusta estar sola, siempre añora a sus tres estrellas-hermanas –decía la madre mirando el cielo por la ventana– estás vos, Saty, también está la pequeña Ney… me parece que falta una estrellita. –Luego, la bondadosa mujer señalaba la bandeja y decía–: Saty, invítale a Lawy, tu hermano también está herido y debo atenderlo… ¿harías eso por mí? –La pequeña Saty asentía con su cabeza.

       «Esas son las estrellas –decía la pequeña ojos de esmeralda señalando las tres magnificas luces ubicadas en línea cuyo brillo se destacaba del resto, Yllawie las miraba de reojo–, ellas me enseñaron un juego, un juego de hermanas. –Continuaba hablando mientras alejaba el pote de cacao de su vaso, nunca le había gustado–. ¿Te sirvo cacao en tu vaso?

       «¿Cómo es el juego? –Quería saber la niña asustadiza.

       «Bombes ebretos –contestaba susurrando con la boca llena de pan, las migas salían expulsadas hacia la cara de la curiosa niña. Ambas comenzaban a reír… a reír y a reír hasta sentir que sus cachetes estallaban de felicidad…

      —Nombres secretos –dijo Satynka en voz alta y una lágrima se escapó presurosa.

      —¿… qué… perdón, que has dicho? –quiso saber Danhola–. ¿Tienes un secreto? Puedes confiar en mí ya lo sabes.

      —No… no he dicho nada –contestó ensimismada, solo tenía secretos para con hermawie, cada una conocía desde el más insignificante hasta el más trascendental de sus sentimientos. «¿Por qué? ¿Por qué me has hecho esto, hermawie?», pensó.

      La noche amparaba a los viajeros y les otorgaba agradable cobijo después de una agotadora y calurosa jornada, los aires que llegaban desde el mar aliviaron sus cuerpos sudorosos y cansados, aunque podían sentir la humedad salina alojándose en sus garantas, su sabor era un bálsamo para sus espíritus. Beasilia aún conservaba su prolija manta bordada sobre su cabellera blanca, era apenas un modesto intento por ocultar el morado alojado debajo de su ojo, sabía que Misadora iba a ser la única que lo notaría y la cuestionaría, pensó que no se sentiría con las fuerzas suficientes para enfrentar a su hija, pero tampoco quería transcurrir el escaso tiempo que tenían, entre malestares y reprimendas. Ella se había cuestionado durante la mayor parte del camino por qué tuvo que corregir a su marido delante de todos, esa conducta no era la de una verdadera dama, mucho menos la de una auténtica hija del mar.

      —¿Quieres volver a verlo, no verdad? ¿Crees que te espera ahí? –preguntó impertinente Danhola que continuaba indagando mientras masticaba una manzana, en su tono de voz se agitaban destellos de aborrecimiento y decepción, pues no estaba dispuesta a olvidar el dolor que ella le había provocado a su hermano.

      Xukey daba la vida por Satynka, pero ella lo había despreciado hasta casi la humillación y Danhola saboreaba estos momentos encubriendo sus frases y sus gestos con falsas palabras de consuelo; la falta de respuestas a sus incisivas preguntas la regocijaban con profunda satisfacción. Satynka estaba cansada de sus comentarios, su herma’a no había dejado de hablar desde la huerta; durante la mayor parte del camino, su mejor estrategia había sido fingir que dormía bajo el sol ardiente en su frente y la calurosa lana en su espalda, prefería padecer aquel sacrificio a dar explicaciones o respuestas que… desconocía por completo.

      —Yo creo que sí –continuó Danhola–, de seguro lo tienen escondido como la inmunda rata que es.

      —Dana, por favor, no hables así de él –interrumpió Satynka, abrumada e irascible. «¿Rufanio, estás esperándome, estás en la ciudad… vas a venir por mí, vas a venir por…?», pensó llevándose instintivamente las manos a su abdomen, miró las lumbres próximas al mar y se preguntó si en alguna de ellas encontraría las respuestas.

      Tres formidables puentes atravesaban el Río Atroz, valiosa fuente de agua dulce