Название | La última Hija de la Luna |
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Автор произведения | Gabriela Terrera |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789878713694 |
El aroma a cacao había abierto esa frágil ventana y casi por instinto, llevó su mano hacia su curiosa y vieja herida en el brazo, pero era la otra cicatriz en su mente, tan invisible como infinita, la que comprimía las vivencias que más ansiaba recordar. A pesar de todo, aún abrigaba una extraña y poderosa conexión con su familia de navegantes, su corazón se negaba a romper el fraternal vínculo que sentía hacia Enufemia y Eleutonia y era ese enorme deseo de retornar a lo que alguna vez fue, lo que le impedía ver o sentir el perdurable y sincero amor que le brindaban la extensa familia de Xunnel y Kanki, quienes nunca dudaron en ampararla como suya desde el primer momento que había llegado a sus vidas. Algunas lunas brillantes habrían de pasar antes de que ella pudiera comenzar a aceptar la complejidad de los cambios y fue precisamente el día del desalojo, la primera de las lecciones aprendidas. Satynka conocía las llagas más profundas de Yllawie y, cuando se lo proponía, siempre sabía cómo y dónde hurgar aquellas heridas.
—¿Es cierto? Satynka, ¿qué haces, qué crees que haces? –vociferó ofuscado Lonkkah secándose el sudor con el revés de su mano, tenía el rostro sucio por el barro. El profundo verde en los iris de sus ojos irradiaba rabia e impotencia contenidos, acababa de enterarse de que su hermana preparaba sus enseres para viajar.
—Hermano, quiero ir.
—Saty, no puedes sostenerte –la interrumpió sin mirarla, aún se negaba a aceptar las consecuencias de las decisiones de su hermana, pero no por eso había dejado de amarla–, vas a quedarte conmigo y los triniños, yo cargaré con tus tareas, debes recuperarte, nuestros padres, no es justo que te vean así, no los preocuparemos más de lo debido.
—Van a preocuparse si no me ven –respondió ella segura, destellos de impertinencia aparecían en el tono de su voz–, es tu turno de cuidar la casa y tampoco vas… ellos nos esperan –expresó esta vez casi sin aliento.
—¡Ma-Kanki, por favor…! –rogó Lonkkah.
—Hija, tu hermano tiene razón, yo voy a hablar con tus padres… sabes que no pueden ni van a dudar de mí.
—Ma-Kanki, voy a ir… Ya he hablado con Chattel –concluyó Satynka para demostrar que se mantendría firme en su decisión.
—¿Y el árbol te va a proteger? –cuestionó Lonkkah que, con frecuencia, usaba este apelativo para referirse a su hermano mayor.
—Déjenla ir –intervino Neyhtena–, todo va a estar bien, el baño de sol la va a fortalecer. Hermanynka, te vas a cuidar, ¿no verdad?
—Sí, hermaney… Ven aquí conmigo, a ver… ¿es así? –Satynka extendió sus brazos, tomó sus manitas y, manipulando los pulgares de su hermana para que se tocasen con los dedos mayores, dijo–: Vas a protegerme, ¿no verdad?
—Ya debes hablar con Yllawie –le susurró Neyhtena. Satynka soltó sus manos y volvió a abrazarla, no supo cómo reaccionar ante esas palabras.
Neyhtena se dirigió hacia donde los hombres aseguraban la carga con las intenciones de despedirse de Chattel. Fuera del establo, Serjancio sujetaba las riendas y la montura de su caballo, pero al pisar el estribo y en el instante en el que impulsaba su cuerpo hacia el asiento del animal, la montura cedió a sus fuerzas de forma inesperada provocando que Serjancio cayera desprevenido sobre sus glúteos y su espalda, con la silla en el pecho. El jamelgo había comenzado a lanzar relinches y patadas, Lonkkah sonrió indolentemente, Neyhtena tomó una de sus manos y el joven la miró confundido y desprendió sus dedos de los de ella… el animal pareció sucumbir en la calma. Yllawie regresaba de sus últimos quehaceres y vio todas las miradas dirigidas hacia un malhumorado Serjancio que se incorporaba del suelo, aunque le resultó extraño, se mostró indiferente pues tenía un recado que transmitir, se acercó a Satynka y le colocó un pequeño envoltorio en sus manos:
—Toma estas nueces, me las dio Abusilia, dice que te va a hacer bien.
—¿Quiere hacerse la abuela conmigo? –dijo sonriente y despectiva, recibió el pequeño bulto y lo arrojó dentro de sus cosas, nada que viniera de ellos le interesaba.
—¡Yo me quedo! –dijo Yllawie quitándose el desteñido pañuelo de su cabeza, su tolerancia había llegado al límite–. Todos tienen razón, nadie me espera y la casa necesita mantenerse, es mucho trabajo para los triniños y Lonkkah no va a poder con todo –vociferó estrujando el maltratado trapo mientras se lo pasaba de una mano a la otra, su mirada estaba concentrada en las hilachas del pañuelo. Lonkkah solo deseaba sostener aquellas manos nerviosas.
—Mi niña, mi injusta niña, voy a borrar esas palabras de mi cabeza… ¿alguien más las ha escuchado? –dijo su abuela y luego hizo silencio, pero no esperaba respuestas–. Eso creo, nadie aquí las ha escuchado –sentenció sacudiendo su cabeza–. ¿De dónde ha salido tanta autocompasión? Y no quieras que algún día te escuche mi dulce Taymah ni mi hijo Kemmel. –Se dirigió hacia Satynka, comenzó a trenzarle el cabello para recogérselo debajo del lienzo–. Y no quieras vos que tus padres se enteren eso que acabas de decirle a Yllawie. –Lonkkah miró a su hermana frunciendo su seño, dubitativo y desorientado–. Voy a permitir que me acompañes –aceptó. Satynka se incorporó sonriendo para abrazar a su abuela, pero antes de que pudiera expresar algo, Kanki concluyó–: Primero, debes reconciliarte con tu hermawie…
—Ma-Kanki, de todas maneras, he decidido quedarme –Yllawie se acercó a su abuela para darle un tímido beso en una de sus mejillas–. Este es para Taym… es para mamá. –Luego besó su otra mejilla–. Y este es para papá…
II La coraza de los secretos
El inesperado movimiento de tierra no les impidió continuar su camino a las cuevas… Muliana, exhausta y vencida, se había dejado caer del camastro, los golpes producidos por el trote descuidado de los caballos eran estampas punzantes en su vientre… el nacimiento se aproximaba, los dolores intensos oprimían su pecho impidiéndole respirar, no podía (no quería) continuar, debía ser ahí… antes de llegar a las rocas, al pie de las montañas enanas… justo ahí, bajo el baño de esta beneficiosa y muy oportuna lumbre lunar. Las mismas nubes que antes se habían entrelazado otorgándole a la noche un manto oscuro y sombrío, se apartaron presurosas para dejar ver la cara más ostentosa de esa luna brillante. El Monte Ermitaño, más allá del Valle de las Grietas, parecía despertar de su letargo. Muliana soltó un desgarrador alarido y dio a luz a una niña que fue recibida por los destellos de aquella gigantesca luna azulada.
—¡Dénmelo… quiero ver a mi hijo! –Los pezones le dolían, el vientre le oprimía hasta estrangularle la respiración, su voz se apagaba. Una pequeña se apiadó y colocó el crío en su regazo, era una niña, Muliana besó aquellos diminutos ojos hinchados.
La anciana hizo gestos sin emitir una sola palabra, las mujeres la colocaron nuevamente en el camastro, los caballos parecían ser los únicos conmovidos por su dolor, no trotaban, apenas se deslizaban, a pesar de los castigos de la anciana, se negaron a continuar la marcha, los perros atacaron la mano de la fusta y sus colmillos amedrentaron la ira de la impiadosa mujer, los animales rodearon a la parturienta que, entre el suave colchón de hierbas y los aullidos protectores de sus improvisados guardianes, daba a luz una nueva vida, el segundo nacimiento: un niño recibido por los retoños de la naturaleza… La misma niña sanguinaria, cortó el vínculo