Название | La última Hija de la Luna |
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Автор произведения | Gabriela Terrera |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789878713694 |
—Está bien, Serjancio –dijo ella, pero él se quitó la mano de Beasilia de una manera torpe y violenta.
—Yllawie tan solo pretende… –Intentó explicar Lonkkah, pero Serjancio no permitió que continuara.
—¡No te estoy pidiendo explicaciones! –exclamó sin mirarlo.
—¡Abuelo, por favor! –intervino Regildo–. Es un día diferente, es un tiempo diferente… nadie quiere cambiar las cosas, hoy…
—¡Imbécil, cierra esa estúpida boca, inútil inservible! ¿Por qué al menos no intentas ser la sombra de Rufanio? –Casi por instinto, había clavado en la mesa el cuchillo que tenía en sus manos.
—Ni siquiera sabemos si es su cumpleaños, los mezclados solo saben en qué luna brillante nacieron, sin embargo, nos condenan a este trágico desayuno para celebrar ¿qué? –agregó Eleutonia con esa malevolencia que no intentaba disimular mientras le dirigía una socarrona sonrisa a Lonkkah–. Y que regresó, nos vimos en cada intercambio…
—Eleutonia –dijo Kanki sin levantar la voz–, la estufa aún está encendida en la cocina, hay huevos, tocino ahumado, tomates verdes frescos. –Y continuó hablando mientras se acercaba hacia Serjancio quien permanecía de pie aferrado al cuchillo–. ¿Me permite? –pronunció y, apartándole los dedos, asió el cuchillo para colocarlo al lado del plato. Luego agregó–: Yo también le recuerdo al señor Serjancio que tanto usted, como sus nietos y su esposa, tienen completa libertad de prepararse el desayuno que les place, la mesa de la cocina está limpia y ordenada tal cual la has dejado anoche –dijo mirando a Eleutonia directo a los ojos–. ¡Ah! –exclamó como quien acaba de recordar algo–. También hay mantequilla y mermelada de higos… mis dulces niños, a mí no me molesta que me llamen ma-Kanki.
Y antes de regresar a su lugar, apoyó sus manos sobre los hombros de su nieto empujándolos hacia abajo, Lonkkah intentó resistir, pero ella apretó con más fuerza… él tuvo que sentarse.
Serjancio también se sentó calmado y en silencio. Beasilia no quiso emitir su acuerdo o desacuerdo, por fuerza, debía compartir la misma opinión que su marido. De manera cíclica, este frágil equilibrio impuesto tiempo atrás, amenazaba con romperse y el pacto, como sus cimientos, se desmoronaba de manera casi imperceptible sin que nadie pudiera anticipar o advertir aquel inevitable derrumbe final.
Los Pactos de Conciliación, lejos de alcanzar su principal objetivo de lograr una cordial convivencia, habían desencadenado muchas cuestiones dormidas, no solo se trataba de una nueva ley que ordenaba la coexistencia entre familias de navegantes y terrinos, sino que también exigía un mutuo compromiso en armonía y pacífica tolerancia bajo un mismo techo. Entre otras tantas, se había decretado como normativa inexpugnable, el envío a Refugio del Mar, de al menos dos integrantes de cada linaje, que actuarían como emisarios colaboradores al servicio de esta flamante sociedad (inexperta sociedad) que necesitaba de todos para resguardar la paz, para recuperar y proteger los beneficios de la tierra-madre, pero, por sobre todo, para conformar un sistema de defensa contra los continuos y despiadados ataques de un enemigo en común, los sanguinarios. Los Pactos habían dado inicio a una forma de vida absolutamente desconocida para todos por igual, para la familia de Serjancio, implicó despedirse de su hija Misadora y de su yerno Nemecino, mientras que para la familia de Xunnel, significó dejar ir a su nuera Taymah y a su hijo Kemmel.
Misadora fue una de las primeras en anticiparse a los cambios e introducirlos en su familia, mucho antes de los Pactos. Su madre Beasilia demostró resignación y aceptó las reglas cansada de tantos conflictos, de tantas pérdidas; su vida entera, como la de todos, había transcurrido entre hostilidades y consideró que era tiempo de ceder aún sin saber cómo sentirse con respecto a los cambios, eligió ceder porque la única forma de vida que conocía ya le había arrebatado a dos de sus tres hijos: el mayor, Mordano, padre de Rufanio y Regildo, muerto tras una larga agonía a causa de las heridas sufridas durante uno de los innumerables ataques a la huerta por parte de sus enemigos, embestida en la que también había fallecido su nuera y madre de los niños… Ceder porque su corazón todavía cargaba el dolor de la pérdida de su hija menor, desaparecida de niña, presumiblemente muerta en manos de los sanguinarios; para estos tiempos, solo tenía consigo a Misadora, madre de sus hermosas nietas, entonces prefirió verla partir lejos de ella a la idea de no verla nunca más. Beasilia debía convivir con sus temores internos cada vez que reflexionaba sobre la mala fortuna de familias amigas que habían perdido todo su linaje, aquel era un miedo que la paralizaba por completo pues, perder a toda su descendencia, era la única consecuencia que no estaba dispuesta a aceptar.
En la mesa abundaba el pastel de carne de cordero, Kanki había colocado al frente de cada plato, una sabrosa salsa de naranjas agrias, tomate y ajo triturados en aceite de almendras y su correspondiente pan de maíz encebollado; en el centro de la mesa, la olla gigante con el escabeche caliente emanaba el exquisito aroma de la vinagreta de manzana. El café, el cacao recién macerado, las tostadas de pan de maíz, el quesillo y la leche de cabra habían quedado de lado y muy bien acomodados en la mesa adicional, junto a la entrada de la cocina.
Aunque faltaban comensales, Beasilia probó el pan de cebollas, acto que les otorgaba el permiso de comenzar a desayunarse, se trataba de una de las tantas costumbres de los navegantes que siempre maravillaba a Yllawie. Cuando no estaban exigidos a compartir la mesa con su familia de conciliación, los terrinos no tenían ceremonias, no esperaban el permiso de nadie para comenzar a comer, ni siquiera se sentían obligados a usar los utensilios.
—¡Torpe y estúpido híbrido! ¡Me acabas de quemar la mano, inútil hijo de esta tierra maldita! ¡Abuelo… abuelo, mira mi mano! ¿Vas a hacer algo? –gritó ofuscada Eleutonia.
—Lo siento, no había notado tu brazo ahí –se lamentó Lonkkah–, creo que intentabas recoger algo de la mesa mientras yo apoyaba la olla. –Aunque se esforzaba, sus falsas y tibias palabras apenas se asemejaban a un intento de disculpas–. Ni siquiera había reparado que estabas a mi lado.
El matrimonio tenía una pétrea expresión casi conjugada, sus entrecejos fruncidos acentuaban aún más los surcos alrededor de sus ojos, en contraste, la lozana expresión de Kanki invitaba a mantener esa calma que se les estaba esfumando de las manos.
—¡Ma-Kanki, ma-Kanki! –gritó Neyhtena que acababa de ingresar al salón rompiendo la tensa y casi desesperante quietud–. Cortamos más flores de sacua’oche para Yllawie. –Agitada, la niña sonreía dejando ver sus enormes dientes desprolijos mientras exclamaba feliz–: ¡He llegado primera, siempre un paso adelante!
—¡Neyhtena, amor de la abuela! –silenció Kanki con su acostumbrada amabilidad–. No grites, ¿donde están tus hermanos? Les he encomendado esa tarea muy temprano, se supone que ya debían estar de regreso –dijo mientras le recibía las flores y la acompañaba a su silla.
—¡Yllawie… Yllawie, no le creas! ¡Yo las encontré… yo las corté! –gritó Chayhton irrumpiendo en el salón comedor a los empujones con Wayhkkan quien no había dicho nada, como siempre.
Chayhton emitía alaridos ensordecedores mientras Wayhkkan corría delante de él con su sonrisa burlona dando vueltas alrededor de la mesa esquivando los manotazos de su hermano. El berrinche era ensordecedor, Yllawie intentó aquietarlos cuando cruzaron por detrás de su silla, pero había resultado inútil. Wayhkkan, en su carrera ciega y desenfrenada, de repente tropezó con la pata de una de las butacas, Lonkkah, aún sentado, estiró su brazo y logró atraparlo, pero sin evitar que ambos cayeran de espaldas sobre el respaldo de su asiento, en su pecho estaba a salvo su pequeño hermano con el botín a salvo… y su sonrisa triunfante.
—¡Feliz celebración, Yllawie, las he cortado para vos! –dijo Chayhton anticipándose a los gestos de su hermano.
Los ojos de Wayhkkan, de musgo renegrido, expresaban inocencia, mal humor y tristeza; furioso, se incorporó del suelo negando con su cabeza las palabras de su hermano, jamás había dejado de apretar su dedo índice contra