Название | Limones negros |
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Автор произведения | Javier Valenzuela |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788412244137 |
—Será porque le prestan dinero los alemanes, porque con todo lo que roban vuestros políticos…
—Debe ser eso, sí. —Toqueteé el móvil y terminé encontrando la foto que me había enviado Julia—. Mira, aquí tienes al mismísimo presidente de BankMadrid en el momento de ser detenido por corrupción.
Le dio un vistazo a la foto y respondió:
—Ya la había visto en Facebook. Pero ese tío salió enseguida en libertad.
—Ah, ¿sí? No lo sabía, no me ha dado tiempo a leer la información. Pero no me extraña: la ley no es igual para todos.
—Ni allí ni aquí, Sepúlveda.
Diez minutos después, estábamos sentados en uno de los bancos de madera del área peatonal que ocupaba el centro del Zoco Grande, dándole la espalda al arco de herradura de la puerta de Bab El Fahs y encarando la fachada del Cinema Rif. Messi rescató el cigarrillo de su oreja y me lo ofreció.
—Sigo sin fumar.
—Esto no es tabaco —Miré con mayor atención el cilindro que sostenía con el pulgar y el índice de la mano derecha y comprendí que era un porro—. ¿También has dejado la yerba?
—También. Temo que si fumo kif o hachís terminaré volviendo al tabaco. —Suspiré con el desconsuelo que debió sentir Magallanes al descubrir que el Pacífico era un océano interminable—. He llegado a esa edad en la que todo son renuncias si quieres seguir vivo un poco más. Un mal rollo, hermano, porque nadie puede asegurarte que vivas ese poco más.
—Yo prefiero disfrutar de la vida ahora, sin pensar en el futuro. —Encendió el porro con un mechero de plástico, le dio una larga calada y exhaló lentamente por la nariz. Me alcanzó el tentador humo de la combustión del cannabis rifeño—. Lo que tenga que ser de nosotros solo Alá lo sabe.
—¿Tú también te has hecho fatalista?
—¿Eso qué es?
—Nada, olvídalo. Es solo que te tengo envidia.
Un nubarrón impertinente cubrió el sol, tapizando de sombras el Zoco Grande. Como si estuviera sincronizado, un golpe de viento agitó las copas de las palmeras que jalonaban aquella explanada que hacía de frontera entre la Medina árabe y la ciudad europea construida durante el período internacional. El golpe de viento también arrebató las gorras de béisbol a algunas de las chicas que ofrecían los productos de la compañía telefónica Méditel delante del banco donde estábamos sentados. Esas gorras, al igual que las camisetas de las vendedoras, eran tan rojas como las banderas marroquíes con el sello de Salomón que flameaban por doquier.
Las chicas corrieron detrás de las gorras volanderas soltando grititos alborozados, como las alumnas de un instituto al salir al recreo. Messi escondió el porro en el hueco de la mano y pensé que lo hacía para evitar que el viento lo apagara, pero entonces vi al trío compuesto por dos soldados y un policía que se aproximaba a nuestro banco.
Me quité las gafas de sol y contemplé a los uniformados con la misma tranquilidad con la que ellos caminaban, enviándoles el mensaje de que era un europeo agradecido porque me protegieran de los yihadistas. El trío de la Operación Hadar pasó por delante de nosotros con sus subfusiles en bandolera y la misma indiferencia que hubieran empleado si Messi y yo fuéramos dos estatuas. Su atención estaba fijada en las chicas monísimas que perseguían sus gorritas de Méditel.
—MP5, del fabricante alemán Heckler & Kloch —dijo Messi.
—¿Qué?
—¿Qué va a ser? Las metralletas de los soldados.
Al cabo de un minuto, un Porsche Cayenne blanco se detuvo al borde de la acera de la plazoleta, justo delante de nuestro banco. El joven que ocupaba el asiento del copiloto bajó su ventanilla, lo que fue suficiente para que Messi se pusiera en pie, disparara la colilla al suelo y la aplastara con una zapatilla deportiva negra con tiras rojas fosforescentes.
—Espera aquí —dijo, encaminándose hacia el vehículo.
—No pensaba hacer otra cosa.
El copiloto y Messi bisbisearon unos instantes a través de la ventanilla; el copiloto le entregó a Messi una bolsa de plástico azul celeste y tamaño mediano; Messi regresó al banco cargando con la bolsa; el Porsche Cayenne arrancó con un suave ronroneo.
—¿Vamos a por esas cervezas? —preguntó sin volver a sentarse.
—Vamos —dije poniéndome en pie.
El Villa de France estaba al final de una calle en cuesta que arrancaba del Zoco Grande y dejaba a la derecha el minarete del color del batido de fresa de la mezquita de Sidi Buabid y, algo más arriba, la capilla de Saint Andrew, de estilo mudéjar y fe anglicana. Una vez en su portal, la fachada cremosa del hotel se alzaba en lo alto de un promontorio ajardinado, en cuyas laderas exteriores cabileñas con sombreros de paja ofrecían naranjas agrupadas en pirámides.
Allí había vivido Matisse hacía un siglo. Desde su habitación, la número 35, había pintado su Payssage vu d’une fenêtre, un óleo que presentaba dos floreros sobre el alféizar y la iglesia de Saint Andrew al fondo, y que ahora se exponía en un museo de Moscú. Pero el Villa de France había estado cerrado durante años, los que coincidían con el período de decadencia de Tánger. Su reapertura era interpretada en la ciudad como otro signo de la resurrección asociada con el reinado de Mohamed VI.
Un botones de la recepción —uniforme con sombrerito y chaquetilla de color rojo, como los de los hoteles europeos de entreguerras— nos condujo a la azotea, que hacía las veces de restaurante al aire libre. Ofrecía una vista panorámica sobre la bahía de Tánger, arrancando en la Kasbah y la Medina, continuando con el puerto y la playa y terminando con el soñoliento cabo de Malabata en el extremo oriental.
Nos sentamos en una mesa cubierta por un mantel de hilo blanco en cuyo centro se alzaba un pequeño florero con una rosa roja. El botones se despidió diciendo que iba a avisar a un camarero. Éramos los únicos clientes del lugar.
—¿No vas a comprobar que tus colegas te han pasado la mercancía correcta? —Messi no le había dado el menor vistazo al interior de la bolsa que le había entregado el copiloto del Porsche Cayenne y ahora descansaba sobre una silla. Las formas adoptadas por la bolsa insinuaban la existencia en su interior de cajitas rectangulares.
—No hace falta. Conozco a esos chavales desde niño, también son de Casabarata. —Casabarata era el barrio pobre de la periferia de Tánger donde el huérfano Messi había sido criado por sus abuelos. Se decía que cualquier cosa que te robaran en la ciudad podías volver a comprarla allí.
—Pues sí que han prosperado.
—Aquí también ha llegado el capitalismo, jai. Después del rey, la religión y el fútbol, lo más importante en Marruecos es la ley de… ¿Cómo se dice?
—¿De la oferta y la demanda?
—Esa misma. —Sacó un paquete de Marlboro rojo de su cazadora de cuero, tomó un cigarrillo y lo prendió—. Estos chavales empezaron con el trapicheo de chocolate en el barrio, pero ahora ganan mucho más dinero con otras cosas.
—¿Cosas made in China?
—Made in China, made in Korea, made in America… Estamos en el siglo XXI, Sepúlveda. Ya era hora de que te incorporaras a él.
—Lo dices por el móvil, claro.
—Claro. Ese cacharro es de puta madre. Si me hubieras dicho que lo querías, te lo habría conseguido barato, muy barato.
—Te juro que ni sabía de su existencia. Julia me lo regaló cuando yo estaba a punto de embarcar en Barajas, seguramente para evitar que lo rechazara. —Un camarero se acercó a nuestra mesa y le pedimos dos cervezas Casablanca—. A ella le va bien en su diario. No gana mucho, pero no la censuran. Es uno de esos nuevos periódicos