Limones negros. Javier Valenzuela

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Название Limones negros
Автор произведения Javier Valenzuela
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788412244137



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policial volvía a ser una realidad cotidiana en todas partes.

      El negocio de Messi —Messi GSM Services— se encontraba en una pequeña alcaicería de la calle de México, entre una perfumería que ofrecía falsificaciones de marcas internacionales y una tienda de sujetadores femeninos de tallas gigantescas y colores explosivos. Mi amigo vendía allí todo tipo de móviles y accesorios para móviles, y ofrecía sus servicios para chapuzas diversas que tuvieran relación con la electrónica, la informática y las comunicaciones. Lo mejor era no preguntarle por la legalidad de la procedencia de sus productos, ni exigirle garantía escrita por sus servicios.

      Messi tenía unos treinta años y seguía siendo tan alto, delgado y atlético como cuando yo le había conocido en el curso escolar 2001-2002. En aquella época se hacía llamar Rivaldo, la estrella brasileña del momento en el Fútbol Club Barcelona, y vendía altramuces, garbanzos y habas hervidos en un carrito que apostaba frente a la puerta del Severo Ochoa. Jamás quise indagar el golpe de fortuna que le había permitido un ascenso tan fulgurante en el mundo de los trapicheos locales: me importaba un bledo. En el arranque de nuestra amistad, el entonces Rivaldo y yo habíamos compartido un desagradable lance con un yihadista que había sellado un pacto de sangre entre nosotros. Como él decía, éramos hermanos, más que hermanos.

      Se le alumbró el rostro cuando me vio entrar en su teleboutique.

      —¡Sepúlveda! Cuánto tiempo sin verte, jai. La-bas? ¿Todo va bien?

      —Kulshi missian, Messi. ¿Y tú?

      —Alhamdulilá. —Seguía siendo un fanático del Barça, como indicaba su nuevo alias, pero ahora llevaba su crespo y oscuro cabello acorde con la moda adoptada por los chavales marroquíes: rapado en las sienes y con un penacho en lo alto, al estilo de los indios mohicanos—. Termino de atender a esta señora y soy todo tuyo. —La aludida, una cuarentona en chilaba y con el cabello descubierto que trasteaba con un Samsung Galaxy, me dedicó una sonrisa.

      —No tengo prisa —le dije—. Estoy dando un paseo, celebrando el regreso del sol a la ciudad. Por cierto, ¿aquí tienes Wi-Fi?

      Me miró de hito en hito por encima del hombro de la clienta.

      —Sí, claro. ¿Por qué lo dices? —Extraje mi nuevo móvil del bolsillo interior de la chaqueta y se lo mostré agitándolo con suavidad entre el pulgar y el índice de la mano derecha, como se le enseña la utilidad de un sonajero a un bebé—. Hostia, Sepúlveda. ¿De dónde has sacado esa maravilla?

      —Me lo regaló Julia en mi última visita a Madrid. Si me das la contraseña, me conecto a Internet y te dejo un rato en paz.

      Me alargó un papelito donde había impresa una larguísima combinación de números y letras en mayúscula y minúscula. Al tercer intento, logré transcribirla correctamente en mi aparato y pude así acceder a mi cuenta en WhatsApp.

      Tenía media docena de mensajes de Julia, la única persona que conocía mi nueva condición de internauta vagabundo. En uno me contaba que su último reportaje en Reacciona, sobre los jóvenes universitarios españoles que habían tenido que emigrar al extranjero, había sido un exitazo, con decenas de miles de visitas y cientos de aprobaciones en Facebook y Twitter. Me llevó tiempo contestarle que si pensaba hacer alguno sobre expatriados españoles de edad avanzada podía contar conmigo. Lo rematé con un truco que me había enseñado Lola Martín en nuestro primer encuentro: añadirle un emoticono con una gitana bailando tan contenta.

      Otro de los mensajes consistía en una fotografía: la de un sexagenario en el momento de ser introducido en la parte trasera de un automóvil por un hombretón encapuchado que le agarraba por el cogote. Julia contaba que esa detención era la habladuría española del momento. Y adjuntaba un enlace a la información de Reacciona sobre el caso.

      Hasta yo conocía al detenido de la fotografía: solo un español que hubiera vivido en Marte en los últimos veinte años podía permitirse el lujo de no saber quién era Arturo Biescas, exministro de un gobierno conservador, presidente de BankMadrid y uno de los hombres más poderosos del país. En la foto remitida por Julia, a Biescas se le veía con el rostro descompuesto, muy lejos de los retratos que lo mostraban triunfal al lado de los leones, elefantes y gacelas que abatía en sus safaris africanos. Aquel tipo debía de haberse cargado él solito un parque nacional de Kenia.

      Biescas había sido en los últimos lustros la encarnación del Milagro Español. De haber seguido viva la peseta, el gobierno habría terminado por acuñarla con su efigie: nariz aquilina y labios mezquinos en un rostro siempre bronceado, cabello plateado y peinado hacia atrás, aire inmensamente satisfecho de sí mismo. Un César regresando a Roma tras una victoria contra los bárbaros.

      Iba a cliquear en el enlace con la información sobre el arresto cuando tuve que apartarme para dejar salir a la clienta de Messi. Adiviné que había comprado el Samsung Galaxy porque salía con una bolsa de plástico y tan contenta como el presidente de BankMadrid tras fusilar un rinoceronte o anunciar una salida a bolsa.

      —A ver, Sepúlveda, enséñame tu iPhone —dijo Messi. Se lo entregué, lo sopesó y añadió, sin devolvérmelo—: Es bueno. Pero necesitas un protector, te voy a regalar uno. —Trasteó en un aparador donde colgaban decenas de ellos—. Los que más vendo son los del Barça, Chanel Nº 5 y Hello Kitty. A ti te voy a regalar uno del Barça.

      —No me jodas, Messi. Nunca he llevado ninguna bandera ni he cantado ningún himno, y no va a ser ahora, acercándome a los sesenta, cuando me haga de una secta. ¿Es necesario eso del protector? A mí me gusta el teléfono tal y como es.

      —Es muy caro, jai. Si se te cae el suelo pierdes casi mil euros. Si no quieres uno del Barça, te puedo regalar este.

      Miré el protector a través de su envoltorio de plástico transparente. Tenía el mismo tamaño y la misma forma que mi móvil, era de una especie de caucho rojo y llevaba impresa una foto de King Kong. El gorila estaba erguido, abría los brazos como un boxeador y enseñaba los dientes de modo avieso.

      —Me gusta —dije—. King Kong es uno de mis pocos héroes.

      Tres muchachos de veintitantos años ocupaban un rincón de Messi GSM Services desde mi llegada al pequeño local. Eran dos chicos y una chica que parecían muy divertidos viendo vídeos en un teléfono inteligente de los grandotes.

      Messi les dirigió una parrafada en dariya, el árabe coloquial marroquí. En mis primeros tiempos en Tánger yo hubiera pensado que les estaba echando una bronca: el dariya, sobre todo el de los varones, está repleto de sonidos chillones y guturales, y suele hablarse de forma imperiosa, por lo que suena rudo a los oídos novatos. Muchos latinoamericanos tienen una impresión parecida, la de que siempre estamos enfadados, con los que empleamos el castellano de Madrid, y todo el planeta la tiene con los que hablan alemán. Pero a esas alturas de mi estancia al sur del Estrecho de Gibraltar yo no prestaba atención a la música y me esforzaba por traducir la letra. Entendí que Messi le decía a un tal Ahmed que iba a salir e intuí que le pedía que se hiciera cargo de la tienda. Ahmed expresó su acuerdo con un rotundo Uaja, jefe.

      —Tengo que hacer un recado en el Zoco Grande, ¿me acompañas? —Messi se dirigía a mí. Llevaba un cigarrillo sostenido precariamente sobre la oreja derecha. Varias cicatrices de diverso tamaño tatuaban sus sienes rasuradas—. Luego podemos tomar un refresco en la terraza del Cinema Rif.

      —Te acompaño, pero en vez del refresco en el Rif propongo una cerveza en el Villa de France. Aún no he estado allí desde que lo reabrieron.

      —Yo tampoco, Sepúlveda. —Se agachó para pasar por debajo de una esquina del mostrador y salir a la zona reservada a los clientes. Durante la operación se sujetó el cigarrillo para impedir que se le cayera. Ahmed le reemplazó por la misma vía. La chica y el otro chico seguían en su rincón mirando vídeos. Messi me abrazó y dijo—: Dicen que el Villa de France es muy caro. Una cerveza cuesta cinco euros.

      —Da igual, te invito. Como agradecimiento por el protector. —Messi había cubierto la parte trasera de mi móvil con el rectángulo de caucho