Limones negros. Javier Valenzuela

Читать онлайн.
Название Limones negros
Автор произведения Javier Valenzuela
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788412244137



Скачать книгу

a mí me encanta la novela negra. He leído todas las de Silva y, francamente, no están nada mal. Ya era hora de que un escritor presentara con buenos ojos a la Guardia Civil. —Buscó un lugar donde abandonar el pañuelo usado y al no encontrarlo lo devolvió al bolsito metálico—. Pero mi favorito es Jo Nesbo. Sus novelas muestran que, bajo una pulcra apariencia de frigorífico, la sociedad escandinava encierra la misma carne podrida que la nuestra.

      El nombre de Nesbo me era tan desconocido como el del músico que había citado antes. Opté por cambiar de tercio. Le pregunté si estaba bebiendo algo y me dijo que aún no había tenido ocasión de encargar nada. Le propuse que lo hiciera en nuestra mesa, señalándole la que ocupaban Messi y Malika.

      —¿Le has dicho a tus amigos que soy guardia civil?

      —Ni se me ha pasado por la cabeza hacerlo. Vi cómo fulminabas con la mirada al cenutrio que te acompañaba en el Severo Ochoa cuando te presentó como capitán.

      —Cenutrio… —Sopesó la palabra—. No sé muy bien lo que significa, pero sí, supongo que define muy bien a Bosco Alonso. Vamos con tus amigos, ¿vale?

      El barrigudo de la camiseta blanca que proclamaba su riqueza también había abandonado la pista y tuvimos que sortearlo. Seguía hinchándose segundo a segundo y dejarlo atrás fue una tarea ardua. Aunque no tanto como la de atravesar un trío de jovencitas maquilladísimas y ceñidísimas que apenas podían moverse, que dedicaban todos sus esfuerzos a no caerse de los tacones y plataformas de sus calzados.

      Messi nos vio venir con una sonrisa juguetona, la de Malika era inquisitiva.

      Hice las presentaciones:

      —Amigos, esta es Lola, una española que está pasando unos días en Tánger. Sabe un montón de nuevas tecnologías, pero bailando es aún mejor. Lola, este es Messi. No me preguntes cuál es el nombre que figura en sus papeles porque creo que hasta él mismo lo ha olvidado. Como te puedes imaginar, es un hincha del Barça. En los ratos libres que le deja el fanatismo azulgrana, lleva una tienda de telefonía y electrónica en la calle de México. Cualquier cosa que puedas necesitar en Tánger, él te la consigue. —Lola se agachó y rozó por dos veces sus mejillas con las de Messi—. Y esta es Malika. Malika es la modelo favorita de Salima Abdel-Wahab, la diseñadora de ropa más creativa de Tánger. —Malika, que a diferencia de su novio, había tenido el reflejo de ponerse de pie, intercambió besos con la española.

      No encontramos una silla adicional, el local debía de haber superado ampliamente el aforo máximo permitido. Messi terminó sugiriendo que yo tomara mi chupito de tequila —algún camarero había atendido nuestro pedido en mi ausencia— y fuera con Lola al jardín exterior, donde quizá hubiera asientos libres. A ella le pareció buena idea. «La noche», dijo, «no es demasiado fría».

      Agarré mi chupito, conseguimos en una barra un agua mineral sin gas para Lola, rechazamos la oferta de comprar una rosa roja que nos hizo una chica y salimos al exterior. La discoteca contaba allí con una piscina rodeada por unas jaimas que hacían el papel de reservados. O al menos eso supuse al vislumbrar a las parejas que se achuchaban en las tinieblas.

      La noche, en efecto, no era demasiado fría y estaba aromatizada de salitre. Encontramos una jaima en la que había libres un par de sillones de mimbre con mullidos cojines y allí nos acomodamos. Pensé que un cigarrillo o, mejor aún, un porro haría perfecto el momento. Rechacé esa tentación cual Cristo durante sus cuarenta días y cuarenta noches en el desierto de Palestina, o como se llamara entonces esa desdichada tierra. Me conformé con un tiento de tequila.

      —Es increíble la sensación de cercanía y de lejanía de España que se siente al mismo tiempo en Tánger —dijo Lola—. ¿Cuánto tiempo llevas viviendo aquí?

      —Ahora empiezo mi decimoquinto año, pero aún tengo esa sensación que acabas de mencionar. España está ahí, al lado, a apenas quince kilómetros en línea recta, pero, vista desde aquí, parece otro mundo. Aquí mucha gente te habla en castellano y puedes comprar leche Puleva o ver La Sexta, pero las querellas de España las vives con un saludable distanciamiento emocional, como si no fueran contigo. Aquí lo que va contigo es conseguir un buen precio para el pescado que compras en la lonja que está frente a las Escuelas Riera. O encontrar a alguien que te suba a casa una bombona de butano por una modesta propina en pleno Ramadán. O convencer a un amigo con coche para que vaya contigo a la playa en una mañana laborable de junio.

      Bebió un trago de agua mineral.

      —¿Vives solo? —preguntó.

      —Vivo solo. O mejor dicho, vivo con un gato. Le llamo Chispas, pero él no se da por aludido. La verdad es que los dos vamos a nuestro aire, nos hacemos el menor caso posible. Aparte de eso, aquí siempre he vivido solo. —Me pareció deshonesto quedarme ahí, así que añadí—: Pero durante todos estos años he tenido una maravillosa relación con una tangerina. Se llama Leila. Estudió Farmacia en Granada y ahora regenta una botica que heredó de un tío. Está cerca de la Legación Americana.

      —¿Ya no la tienes? Esa relación, quiero decir.

      —No lo sé, Lola; la verdad es que no lo sé. Nuestra relación era difícil, puedes imaginártelo. Un nasrani que sale con una marroquí no es algo que se acepte fácilmente en este país; ni tan siquiera en una ciudad más bien liberal como Tánger. Pero ese no ha sido el problema. Leila es muy valiente, una de esas marroquíes que luchan con uñas y dientes por su libertad. Nunca le acobardó salir con un extranjero mayor que ella, divorciado y con una hija. Hemos sido pareja durante estos casi catorce años. Cada cual viviendo en su casa, pero pareja.

      —¿Qué ha pasado, entonces? Bueno, si me permites preguntártelo.

      —Tampoco sé muy bien qué ha pasado. O puede que sí lo sepa. Nuestra relación se hizo rutinaria, fui perdiendo atractivo ante sus ojos, ella empezó a sentir que se le escapaba la vida, todo eso que seguramente has oído cientos de veces. Ahora estamos en período de reflexión. —Le di un nuevo tiento al tequila. No estaba frío, pero mi paladar agradeció el picor meloso del agave azul—. ¿Y tú? ¿Cuál es tu historia?

      —Yo también estoy divorciada, de un compañero de la Guardia Civil. Y también tengo un hijo, un rapaz estupendo de cinco años que vive con mis padres en La Coruña. Es lo que más echo en falta en estos momentos.

      Las estrellas brillaban en el cielo y se escuchaba el ir y venir de las olas en la playa. Ella había dejado su vaso sobre la mesa y su mano derecha yacía sobre el bolsito de metal. La tomé y le di un suave apretón. Los dos, quise decirle, éramos náufragos en tierra extranjera. Me devolvió el apretón, retomó su vaso y lo apuró de un trago.

      —Se está haciendo tarde—dije—, creo que lo mejor es que cada cual vuelva a su casa, ¿no te parece?

      6

      El cielo se había encapotado bruscamente. Adriana Vázquez, en gandora azul con bordados blancos, de pie en la terraza de su villa, con un vaso de té con yerbabuena entre las manos, contempló el océano de nubes foscas que cubría el Estrecho y sintió una inmensa pereza ante la idea de salir de casa. Le apetecía ordenarle a Abdelhadi que encendiera la chimenea, arrebujarse con una manta en su sillón favorito y hojear despaciosamente el paquete de revistas que había recibido el día anterior. Entre ellas estaban las últimas ediciones del ¡Hola! marroquí y el ¡Hola! español.

      Solo había podido darle un vistazo rápido a las portadas. En la del ¡Hola! marroquí se veía a la reina Lala Salma caminando junto a la reina Rania por el pasillo de un palacio rabatí —resplendissantes et complices, decía el titular de la revista—. Las dos estaban, en efecto, delgadas, guapas y alegres: la marroquí, pelirroja y con un caftán de color achampañado; la jordana, de cabello castaño y con una blusa gris y una larga falda negra que le sentaban de maravilla.

      También era prometedora la portada de la edición española, con Vargas Llosa e Isabel Preysler cogidos de la mano y bien abrigados en una calle neoyorquina. Adriana no conocía al escritor, pero sí había coincidido con Isabel en un par de fiestas en Marbella y le