Limones negros. Javier Valenzuela

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Название Limones negros
Автор произведения Javier Valenzuela
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788412244137



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      —Mucho. Mi hija no para de enviarme mensajitos con bromas sobre la actualidad española. Algunos son muy ingeniosos. Yo le contesto con frases cortas. Me resulta penoso escribir en un teclado tan pequeño.

      Paco Benítez no debía de haberse apercibido de la repentina tensión ambiental. Le hizo a Lola Martín la pregunta que yo había esquivado:

      —¿Capitán? ¿De qué? ¿De la Legión?

      —No, de la Guardia Civil.

      —¿En misión de servicio?

      —No. De vacaciones, haciendo turismo. —Su tono denotaba que se sabía tan poco creíble como un político prometiendo una bajada de impuestos para las clases populares.

      El corrillo se deshizo de inmediato. Los dos funcionarios partieron en dirección al coche que Bosco Alonso decía tener aparcado cerca de la cafetería Glasgow, y Paco Benítez, de camino al apartamento que tenía alquilado cerca del consulado. Yo crucé hasta el pie del alminar de la mezquita de Mohamed V y allí me subí el cuello de la chaqueta, saqué el móvil de un bolsillo interior y telefoneé a Leila.

      Colgué cuando saltó el buzón de voz. Miré el reloj del aparato: a esa hora debía de estar cerrando la farmacia de la Medina que había heredado de su tío. Volví a llamar y esta vez sí que dejé un mensaje grabado. Había pensado que podíamos cenar juntos en La Pagode para ponernos al día. Pero, bueno, imaginaba que estaría muy liada, así que lo dejaríamos para otro momento. No le confesé que la echaba de menos. Supuse que el mero hecho de llamarla lo dejaba claro.

      Bajé por la Rue de Belgique hasta la Place de France, giré hacia la izquierda, descendí la Calle de la Libertad, dejé a un lado el Hotel Minzah y, girando de nuevo a la izquierda, llegué al Dean’s Bar. Me apetecía tomarme allí una cerveza con alguna tapa que me sirviera de cena.

      El Dean’s estaba cerrado a cal y canto. Hasta habían arrancado la placa de hierro forjado que llevaba su nombre y la fecha de su fundación, 1937. Parpadeé atónito, apenas hacía un mes que yo había estado allí con Messi y su novia.

      Regresé hasta el Minzah: le habían colocado a la entrada un arco detector de metales, justo debajo del pórtico andaluz de piedra arenisca, para desalentar a los yihadistas. Lo atravesé sin problemas, saludé al recepcionista, bajé las escaleras, atravesé el patio, acampé en la barra del Caid’s Bar y le pregunté al barman por el Dean’s. Me contó que su propietario había fallecido semanas atrás y que sus herederos, piadosos musulmanes, no habían querido seguir manteniendo abierto un negocio que expendía bebidas alcohólicas.

      Cabeceó consternado y le devolví el gesto. Se estaba haciendo cada vez más difícil tomarse un trago en Tánger. No era una persecución oficial, era todavía peor: la sociedad se reislamizaba desde abajo. La predicación y el dinero de Arabia Saudí tenían mucho que ver con ello. También la emigración masiva a la capital del Estrecho de marroquíes procedentes de regiones meridionales más pobres y tradicionalistas.

      El barman me sirvió la cerveza Casablanca que le había pedido y un cuenco con frutos secos. No se alejó demasiado. Yo era su único cliente aquella fría y húmeda noche de un día laborable de octubre y quizá también deseaba conversación.

      —Ian Fleming —le dije— iba todas las noches al Dean’s cuando andaba por Tánger. —Asintió por cortesía, pero comprendí que no tenía la menor idea de lo que le estaba contando—. Fleming fue el creador de James Bond. En los años cincuenta venía mucho por aquí. Se alojaba en este hotel y por la noche se acercaba al Dean’s. Escuchaba el jazz que interpretaba al piano Peter Lacy, el amante de Francis Bacon, mientras trasegaba los cócteles que preparaba Dean, los mejores del norte de África.

      —No lo sabía, señor. Esta ciudad ha cambiado mucho desde entonces.

      —Y tanto. Hace pocos años también cerraron otro bar de aquella época: el Negresco. Estaba en la esquina de la calle de México con la de Viñas. —Bebí un trago de cerveza y agarré un par de cacahuetes—. En mis primeros tiempos en Tánger iba al Negresco en compañía de Chukri. ¿Te suena el nombre de Chukri?

      —¿El escritor? Claro que me suena, señor. Ya murió.

      —Sí, en 2002, de un cáncer. Chukri debe revolverse en su tumba al ver que en el sitio donde estaba el Negresco han abierto un local de comida rápida con mucho mármol, cristal y hojalata. Paso por delante casi todos los días. Suele estar abarrotado de señoras gordas con hiyab que devoran pizzas y shawarmas.

      No replicó y yo aproveché para terminarme los cacahuetes. Nos sumimos en un mutismo melancólico. Yo había llegado a Tánger cuando los atentados del 11 de Septiembre; este era, pues, mi decimoquinto curso en el Cervantes. Bosco Alonso exageraba al decir que me había convertido en una institución local, pero sí era cierto que comenzaba a tener el sentimiento de ser depositario de la memoria de la ciudad. ¿Quién se acordaba aún del Negresco? ¿Quién iba a acordarse a partir de ahora del Dean’s Bar?

      2

      Contempló el césped como quien se observa las uñas al final de la manicura. Al cabo de unos instantes de concentración, sonrió interiormente: el césped superaba el examen con sobresaliente. Desde la ventana de su despacho se veía perfecto: sin calvas, a la altura precisa, de un verde resplandeciente.

      Abandonó el despacho, franqueó la recepción del Royal Country Club y alcanzó su terraza exterior, donde la esperaba el equipo de la cadena televisiva Medi 1. Allí respiró hondo y fuerte. El olor a tierra húmeda y hierba recién podada era tan penetrante que se impuso sobre el perfume de Azzedine Alaïa que Adriana Vázquez llevaba aquella mañana de sábado. Paladeó esa sensación.

      Adriana Vázquez respiró de nuevo, esta vez mansamente, y las delicadas notas de rosa, pimienta y fresa de Alaïa lograron abrirse camino entre la fragancia salvaje que exhalaba el Royal Country Club. La combinación resultaba apropiada.

      Se encaminó con resolución hacia el equipo de Medi 1. Estaba compuesto por tres marroquíes: un cámara, un técnico de sonido y una redactora. Saludó a los varones con un cálido Bonjour! e intercambió besos con la redactora.

      La entrevista, en francés, duró cinco minutos. Adriana recordó que este era el primer campeonato de golf de otoño tras la celebración, el año, anterior, del primer centenario del club. La asistencia era numerosa: ochenta y cuatro jugadores de cuatro nacionalidades. Marroquíes, españoles, franceses y británicos. Entre ellos, el campeón marroquí de golf, el tangerino Yunes El Hassani, y el actor español de moda, el guapísimo Lucas Blanco.

      La redactora le preguntó por los proyectos del club en este comienzo de su segundo siglo de existencia. Respondió sin titubeos: «Asociarnos, crear sinergias con los clubs de la Costa del Sol española. El porvenir de Tánger pasa por integrarse en un arco de prosperidad que hermane las dos riberas del Estrecho». Esas frases se las tenía bien aprendidas y las remató con una mirada directa y efervescente a la cámara.

      Apagados los instrumentos televisivos, la redactora quiso saber si Adriana podría ayudarle a conseguir unas declaraciones de Lucas Blanco. Adriana le contestó que, por extraño que pareciera, aún no conocía al actor, pero que tenía entendido que no deseaba que los medios le importunaran en este campeonato. Podrían filmarlo, pero de lejos. La redactora lo aceptó con resignación.

      «Estaré por aquí para cualquier cosa que necesitéis», dijo alejándose del equipo de Medi 1 y caminando con una amplia sonrisa hacia el caballero que la observaba atentamente desde el borde de la terraza.

      —¡Elías! Cuánto me alegra que hayas podido venir. —Adriana le besó en las mejillas y dio un paso atrás para examinarlo. El caballero vestía con el atildamiento de otra época: traje chaqueta con chaleco, todo de color gris perla; corbata morada de nudo grueso sobre una camisa de seda de un lila muy pálido; zapatos puntiagudos de cuero marrón repujado. En el ojal de la chaqueta llevaba una insignia de oro y diamantes, y en los dedos, sellos y anillos de oro o plata. Era octogenario, pero se mantenía erguido en su metro y setenta centímetros de estatura y lucía una cabellera vigorosa y embetunada,