Название | Limones negros |
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Автор произведения | Javier Valenzuela |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788412244137 |
Vestía una blusa de seda ambarina, una falda negra de tubo que le llegaba justo a las rodillas y zapatos negros de tacón de aguja, todo comprado en una tienda de Armani en un fin de semana que había pasado con Suleimán en París, la pasada primavera, para celebrar sus cuarenta y dos años de vida en este planeta. Las medias, de seda negra con liguero, y la ropa interior, rojinegra, eran de La Perla y procedían también de aquel viaje. Las pulseras y los pendientes, gruesos, de plata rústica, con dibujos geométricos bereberes, rendían homenaje a la artesanía del norte de África.
—Semplice e bellissima —Vivante se había levantado de la mesa para darle la bienvenida.
—Casi todo lo que llevo es italiano, querido.
—Mi piace, Adriana. Mi piace molto.
—¿Cómo te fue en la videoconferencia con Praga? —preguntó ella, sentándose en la silla que le estaba destinada y que Vivante le había separado cortésmente de la mesa. La plaza de Lucas Blanco seguía vacía.
—Bien, bien. Parece que vamos a poder cerrar un buen acuerdo. Es una de las ventajas de tratar con parientes lejanos: te puedes ahorrar la fase infantil del PowerPoint e ir directo al grano. ¿Y tú? ¿Qué tal tu jornada?
—Pas mal. Afortunadamente, solo cayeron cuatro gotas y a la hora del almuerzo. No ha habido que interrumpir el torneo ni un minuto.
Vivante tomó de la mesa una botella de agua Sidi Ali y le llenó una copa a Adriana. Esta bebió un sorbo, dejando una tenue huella carmesí en los bordes del cristal.
—¿Alguna novedad en España? —preguntó él.
—Ninguna de nuestro amigo.
—Eso es buena señal, Adriana. Seguro que los leales a Arturo se están moviendo con eficacia y discreción. Yo he estado viendo el telediario en France 24 y sí que han hablado de España, pero de las próximas elecciones. Parece que los partidos tradicionales pueden perder muchos votos y que los radicales de izquierda van a sacar un buen resultado.
—¿Debe preocuparnos?
—No mucho. Aunque los radicales ganaran y llegaran a gobernar, ya se encargarían Berlín y Bruselas de meterlos en cintura. Como a sus camaradas griegos.
Adriana apoyó su mano en el antebrazo de Vivante y le dio un liviano apretón. Apreció la delicadeza de la lana de la chaqueta.
—Tú siempre tan tranquilizador, Elías. Por eso te adoro.
Un pequeño revuelo de murmullos se alzó en el restaurante. Adriana levantó la mirada en dirección a la puerta y vio a Lucas Blanco. Entraba con unas zapatillas deportivas con casi todos los colores del arcoíris, unos vaqueros con desgarrones en las rodillas, una camisa lechosa desabotonada en el pecho y una ceñida chaqueta marrón oscuro. Su aspecto era el de alguien que acaba de ducharse tras una siesta.
Una azafata condujo al actor a la mesa presidencial, donde estrechó la mano, uno por uno, de todos los notables, el embajador de España entre ellos. Luego, la azafata, bamboleándose sobre sus altos tacones, le encaminó a su mesa.
Adriana se levantó, intercambió besos en las mejillas con el actor y le presentó a Elías Vivante y los demás comensales. Lucas terminó por sentarse, dirigió una ojeada al escote de su anfitriona —bien cimentados por el sujetador, asomados en la desnudez permitida por el triángulo superior de la blusa, sus senos evidenciaban contundencia— y dijo con una sonrisa de galán:
—Me gusta esta ciudad. Maribel tiene razón: aquí hay algo mágico.
Adriana sintió que una punzada de deseo endurecía sus pezones. Decidió en una milésima de segundo que no iba a pasar la noche sola, que iba a follarse al actor de moda en España. Lo iba a hacer porque le daba la real gana.
—¿Cómo te fue en el paseo por la Medina? —preguntó. Su voz tenía ahora un sutil poso de complicidad.
—Genial. He firmado un montón de autógrafos; aquí todo dios sigue las series de las teles españolas. —Subiendo un poco las mangas de la camisa y la chaqueta en el brazo izquierdo, añadió, mirando su muñeca—: Y me he comprado esta pulsera.
Era una de tiras de cuero entrelazadas, que se sumaba a tres o cuatro más de metal o plástico.
—Preciosa —dijo ella.
A medianoche, tras la ensalada de verduras hervidas, la dorada a la plancha, el tiramisú, el café y muchas conversaciones con unos y con otros, Adriana Vázquez conducía su Mini en dirección al Monte Viejo. Pero no iba a superar esta zona y llegar hasta el Hotel Le Mirage, donde se albergaba su copiloto. Tanto ella como él sabían lo que iba a ocurrir.
—Tengo en la nevera de casa un par de botellas de Krug. ¿Te apetecería que celebráramos con champagne tu primera visita a la ciudad?
—Me encantaría.
Media hora después, con la oreja pegada al lado exterior de la puerta de madera labrada de la alcoba de Adriana, Abdelhadi escuchaba los gemidos de su patrona. La había visto llegar trayendo al joven y guapo nasrani y había sabido que esa noche le tocaba abstinencia. Otra vez sería, Inshalá.
5
Gotitas de sudor perlaban el labio superior de Lola Martín, como si estuviera haciendo ejercicio en el gimnasio de su cuartel para mantenerse en forma. Pero su cabello no estaba sujeto por ninguna cinta a la altura de la frente, ni tan siquiera recogido con una goma en una coleta, sino que se movía —liso, castaño y largo hasta la altura del busto— en total libertad, al compás con el que ella interpretaba la música.
No era una mala interpretación: sabía cómo menear su metro y ochenta centímetros de estatura. No se agitaba de modo frenético y descoyuntado como el payaso con gorra de beisbol que giraba a su alrededor cual perro en celo. Ni se ofrecía desvergonzadamente como las chicas con escotes y minifaldas vertiginosos que poblaban la pista. Lola Martín se movía sin desenfreno ni exhibicionismo, con la mirada perdida en un punto muy distante y una especie de sensualidad cautelosa. Era una joven larguirucha a la que le gustaba bailar y punto.
La pista estaba teñida del rojo y el verde de las luces giratorias que centelleaban desde el techo en secuencias epilépticas. Tenía como telón de fondo una pantalla gigante de televisión donde parpadeaba un lema en francés: Peut-être. El lema era una explícita declaración del espíritu de la discoteca 555. Allí todo era posible, siempre y cuando lograras franquear la entrada y tuvieras dinero para derrochar. O, si eras chica, un cuerpo hermoso que ofrecer.
Un tipo flaco y oscuro se arrojó a la pista subido en unos zancos y comenzó a hacer molinetes con los brazos. Vestía bombachos negros y un chaleco rojo sobre el torso desnudo, y estaba tocado con un turbante bulbáceo, dorado y descomunal, como el del personaje de Baltasar en la Cabalgata de los Reyes Magos. No tardó en abrirse un hueco entre los lobos y las lobas que bailaban con ojos enrojecidos y codiciosos. Percatándose de su presencia, Lola le dedicó una sonrisa irónica sin descomponer la figura. El zancudo se la devolvió, alardeando de su dentadura nívea y rotunda. Debía de ser un animador profesional del establecimiento.
Me costaba dar crédito a mis ojos. La discoteca 555 era el último rincón de Tánger donde hubiera imaginado toparme por tercera vez con Lola Martín. A menos, cavilé, que ella estuviera de servicio, camuflada de chica alegre para tenderle una trampa a algún facineroso buscado por tierra, mar y aire por Interpol. Pero no, descarté de inmediato, esa hipótesis era demasiado peliculera.
Era la primera vez que yo ponía los pies en la 555, pero conocía su sulfurosa reputación. La discoteca estaba en el paseo marítimo que, arrancando del viejo puerto y la antigua avenida de España, discurría a lo largo de la playa de Tánger en dirección a Malabata. Allí habían crecido en los últimos años los bares, restaurantes, hoteles, casinos y bloques de apartamentos que devolvían a la ciudad algo de la vida loca del período internacional. En el caso de la 555, una vida muy loca.