Limones negros. Javier Valenzuela

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Название Limones negros
Автор произведения Javier Valenzuela
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788412244137



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      Volví a mirar el cenicero de cristal y me felicité por haber añadido unos minutos al cumplimiento de mi condena. Giré la cabeza hacia la izquierda y vi que la chica espigada y miope abandonaba su teléfono sobre la mesa. Se quedó contemplándolo con actitud pensativa.

      Le dirigí la palabra:

      —Perdona —Me envió un rictus severo que interpreté como una declaración de que estaba harta de cincuentones rijosos que pretendían ligársela en el vestíbulo de un hotel—. ¿Tienes un minuto? Es que estoy intentando estrenar este iPhone y no encuentro una cosa No veo el icono de WhatsApp. —El rictus se dulcificó—. A lo mejor puedes ayudarme.

      Subrayé estas palabras alzando las palmas de las manos, en manifiesto gesto de desamparo. La chica no debía temer nada: yo solo era un compatriota maduro, tecnológicamente analfabeto y en apuros.

      —Venga aquí y tráigase el teléfono —respondió.

      Dejé mi sillón, de madera labrada al estilo de una mashrabiya o celosía, y me senté a su lado en otro parecido, solo que tapizado en color ciruela en vez de en calabaza. Me presenté:

      —Me llamo Sepúlveda, soy profesor del Instituto Cervantes de esta ciudad y más ducho en los misterios de El Lazarillo de Tormes que en los manuales de instrucciones de los llamados teléfonos inteligentes. —Dejé mi aparato sobre la mesa, al lado de su mochila, y le ofrecí mi mano derecha. La estrechó con energía. Eso me gustó.

      —Yo soy Lola, Lola Martín. De El Lazarillo no tengo la menor idea, pero algún que otro curso sobre telefonía e Internet sí que he hecho. —Le detecté un acento gallego—. Aunque su problema no requiere ningún conocimiento particular, basta con que se descargue la aplicación correspondiente. —Alcé las cejas como si acabara de mencionar la fórmula de la fisión nuclear—. No sabe cómo hacerlo, ¿verdad?

      En el tiempo que tardó el camarero en servirle su café con leche, ya había instalado WhatsApp en el móvil, tras solicitarme algunos datos personales. Mientras toqueteaba la pantalla con los pulgares —sus dedos eran largos, con uñas cortas, limadas y esmaltadas en crema—, me fijé en que, tras los finos vidrios de las gafas, tenía unos ojos achinados y del color de la miel.

      —Ahora ya puede enviar y recibir mensajes, ¿vale? —Me devolvió el aparato, en cuya pantalla lucía un nuevo icono, un recuadro verde con el perfil de un teléfono antiguo.

      Así empecé a navegar por el mundo que, más de una década atrás, me había profetizado Alberto Marquina, ese mundo en el que los teléfonos móviles servirían para mucho más que hablar, serían pequeños ordenadores capaces de innumerables tareas. Así conocí a Lola Martín y así también se entreabrió la puerta por la que Adriana Vázquez terminaría colándose en mi existencia.

      La vida es una impredecible combinación de azar, necesidad y voluntad.

      Que Lola Martín era capitana de la Guardia Civil no lo supe hasta unos días después, cuando volví a verla en una conferencia en el Instituto Severo Ochoa. La pronunciaba un juez de la Audiencia Nacional, célebre por sus intentos de combatir la corrupción que socavaba la España del siglo XXI con la persistencia con que las termitas carcomían antaño los cascos de madera de la armada borbónica.

      El Severo Ochoa era contiguo al Instituto Cervantes y allí me dirigí al terminar mi clase de la tarde. Ya había oscurecido, pero la luz de las farolas fue suficiente para que me percatara de que las buganvillas que hermoseaban el breve trayecto mantenían sus flores de color violeta. Un golpe de frío y humedad me obligó a subirme las solapas de la americana: el comienzo del otoño estaba siendo riguroso en Tánger, con días encapotados, frecuentes aguaceros y vientos de levante. Quizá fuera cosa del cambio climático, como la canícula que había asolado Europa el verano anterior.

      El espacioso salón de actos del Severo Ochoa estaba abarrotado. Me senté en una de las últimas sillas libres, justo cuando el juez iniciaba su intervención. De lejos, pude distinguir que su empeño por limpiar el país de políticos golfos y banqueros sin escrúpulos había arado su rostro y blanqueado su cabellera. Hablaba con voz ronca, como si estuviera constipado o tuviera muy desgastadas las cuerdas vocales.

      Salí de estampida al terminar la conferencia: quería telefonear a Leila antes de que cerrara la farmacia e invitarla a que cenáramos juntos. Nuestra relación atravesaba su peor momento y, a instancia suya, habíamos acordado darnos un período de alejamiento y reflexión. Proponerle una cita sin previo aviso iba a ser un modo de decirle que la echaba de menos.

      Estaba a punto de alcanzar la puerta exterior del Severo Ochoa cuando sentí que una zarpa se anclaba en mi hombro izquierdo.

      —¿Dónde vas tan rápido, Sepúlveda? ¿A fumarte un cigarrillo?

      —No —respondí deteniéndome y dándome la vuelta. Me sonreía un rostro barbudo y con ojos muy grandes, eternamente asombrados. Era el de Paco Benítez, un compañero del Cervantes—. Llevo dos meses sin fumar, los dos meses más largos de mi vida.

      —Es verdad. Me lo habías dicho. —Paco Benítez se rascó la barba con la garra que acababa de liberar mi hombro y me contempló reflexivamente—. Qué raro es verte en una conferencia de este tipo. Sueles decir que no te interesa la política.

      —Y no me interesa, Paco. Pero esta catarata de escándalos me lo está dejando casi tan difícil como liberarme de la nicotina. Sigue sin importarme demasiado quién gobierne, pero me mosquea que, desde los alcaldes a la Casa Real, todo quisqui se haya forrado con el dinero de mis impuestos. Incluso a mí me ha llegado este insoportable olor a cloaca.

      —España nunca ha dejado de ser una película de Berlanga. —Su tono era apesadumbrado—. Volví a ver hace unos días La escopeta nacional y, chico, era igualito a lo de ahora. La cacería en la finca del marqués, el ministro con su querida, el industrial catalán que quiere que el gobierno haga obligatorio el uso de sus porteros automáticos, el reparto de comisiones durante la cena, los santurrones del Opus Dei… Igualito, chico.

      —Es desesperante —asentí—. Pero lo que me asombra de veras es que esa gente roba con el mismo descaro que en la época de Berlanga.

      —El juez lo ha explicado muy bien. Se sienten invulnerables: protegidos por una población que les permite todo y un sistema que les garantiza impunidad. Y no les falta razón: este mismo juez no se va a jubilar con la toga puesta, ya le han abierto dos o tres expedientes.

      —Eso he oído. Por eso tenía curiosidad por escucharle.

      —¿Y qué te ha parecido?

      —Me ha sonado a un tipo honrado e independiente. No creo que esas cualidades le lleven muy lejos en la carrera judicial.

      Entonces divisé a Lola Martín. Vestía de forma parecida a la primera vez, cargaba con su mochila y se dirigía hacia la salida escoltada por un tipo trajeado y encorbatado al que había visto deambular en fiestas de la colonia española. Ella también me vio y, arrastrando a su acompañante, se dirigió a saludarme.

      —Buenas tardes, señor Sepúlveda.

      —Buenas tardes, señora Martín. Si sigue empeñada en hablarme de usted, voy a tener que responderle con la misma moneda.

      Le afloró una sonrisa en la comisura de los labios. Los tenía finos como el papel de fumar y apenas cubiertos por algún tipo de crema de cacao.

      —No hace falta. —Alargó el cuello y rozó sus mejillas con las mías. Olía a gel de melocotón—. Nos tutearemos.

      —Eso está mejor.

      Su acompañante adelantó su mano para estrechar la de Paco Benítez y la mía. Era alto, enjuto y de cabello pajizo.

      —Soy Bosco Alonso, del consulado. Hemos coincidido otras veces. —Paco y yo asentimos mientras le saludábamos, y él añadió dirigiéndose a la chica—: Veo, capitán, que ya conoces a Sepúlveda. Es el profesor más veterano de nuestro Cervantes, toda una institución local.

      —Sí,