Limones negros. Javier Valenzuela

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Название Limones negros
Автор произведения Javier Valenzuela
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788412244137



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despedirnos a la hora del almuerzo en el Villa de France, mi amigo había insistido en que le acompañara esa noche de sábado a tomar una copa en la discoteca de la que todo el mundo hablaba. «Tienes que echar fuera los diablos, Sepúlveda», me había espetado, significara eso lo que significara. Él iba a ir con Malika, su novia, y me invitaba a un par de tragos.

      Nos dimos cita a medianoche en la puerta del local. Acudí caminando desde mi casa —el camino era de bajada, ya encontraría un Petit Taxi para el regreso— y Messi lo hizo en su moto Piaggio, con Malika en la grupa. Ella, cabello negro y alisado a base de muchos esfuerzos, ojos de gacela adormilada, cuerpo huesudo sobre el que flotaban una amplia blusa y una falda larga, lucía su sonrisa de asidua al hachís.

      En la puerta de la discoteca, un trío de gorilas ahuyentaba sin contemplaciones a los pedigüeños y ladronzuelos del paseo marítimo y filtraba a los clientes. Se les veía estrictos con los aspirantes marroquíes —unas zapatillas viejas implicaban un rechazo inapelable— y receptivos con los europeos. Bastó con que yo les saludara en castellano para que uno apartara el cordón de la entrada de modo ceremonioso y, en la misma lengua, nos diera la bienvenida. Luego tuvimos que superar un arco detector de metales, servido por un cuarto gorila. Como pese a dejar teléfonos, llaves y monedas en una bandeja, Messi y yo despertamos la alarma del arco, el gorila nos pasó a los dos un detector manual por el cuerpo. No llevábamos cuchillos, pistolas o cinturones con explosivos, así que superamos la prueba.

      Nos sentamos en una de las pocas mesas que seguían libres. Me alcanzó un agradable olor a canela y manzana procedente de la que teníamos a la derecha y dirigí la mirada hacia allí. La ocupaban un tipo con la cabellera de un rastafari y un par de chicas que se estiraban constantemente el bajo de sus minúsculas faldas. Una de ellas —blanca, fina, de nariz romana y pelo tintado de rubio— me recordó a Monica Vitti, una actriz italiana de mi juventud; la otra —amulatada, pulposa, de labios gruesos y melena coloreada de rojo— a alguna cantante pop afroamericana. El rastafari y sus acompañantes bebían latas de Red Bull y compartían una pipa de narguile.

      Había mucha gente de pie, dedicada a exhibir su ropa, su calzado, sus móviles, sus músculos, sus peinados, sus maquillajes, sus escotes y sus piernas. Recordé que mi hija Julia llamaba a eso postureo. Camareros vestidos con pantalones y camisas de color blanco se abrían camino entre la muchedumbre, unos cargando cubiteras con hielo donde yacían botellas de champagne francés, otros transportando calderos con carboncillos al rojo vivo para atender a los fumadores de narguile. Como sus camisas llevaban galones azules en los hombros, los camareros daban la impresión de trabajar en un crucero que surcara el Mediterráneo.

      También aquí el rey Mohamed VI velaba por sus súbditos. Su retrato, situado a la derecha de la pista, le presentaba con traje negro, camisa blanca y corbata azul marino bajo una barbita corta. Me pareció una imagen adecuada. Ver en esa discoteca al monarca con babuchas, chilaba y un Corán en la mano hubiera sido inverosímil.

      Malika me señaló con una mirada pícara a un treintañero barrigudo que estaba de pie al borde de la pista, pero dándole la espalda, mirando en nuestra dirección. Iba embutido en una camiseta blanca con la palabra Rich escrita en el pecho, llevaba el cabello a lo mohicano y cubría sus ojos con unas enormes gafas de sol. Bailaba extendiendo los brazos en un gesto grandioso, como abrazando el mundo entero con su magnanimidad de paleto enriquecido con Dios sabe qué trapicheos.

      El barrigudo se giró hacia la pista —el signo del dólar adornaba la espalda de su camiseta— y se internó en ella, siempre con los brazos extendidos. Fui siguiéndole con la mirada y entonces vi a Lola Martín. En el terreno y la actividad que yo hubiera considerado más improbables para una capitana de la Guardia Civil.

      Ya no dejé de mirarla.

      Cuando terminó el tema que había estado bailando, Lola Martín permaneció en la pista unos segundos, los suficientes para decidir que el nuevo no le interesaba, y terminó abandonándola y quedándose de pie en el borde. Le molestaba la humareda de los muchos fumadores de cigarrillos y narguiles porque con la mano derecha abanicó el aire a la altura de su nariz. Llevaba zapatos de tacón bajo y unos vaqueros y una cazadora semejantes a los que yo le había visto las dos veces anteriores. De su hombro izquierdo colgaba un pequeño bolsito metálico.

      Messi sacó un paquete de Marlboro, ofreció uno a Malika, que lo aceptó, y prendió el suyo y el de su novia mientras me preguntaba:

      —¿Conoces a esa chavala?

      —En realidad, no —repliqué—. Es una española que me instaló el WhatsApp en el móvil una mañana que coincidimos en el Chellah. Luego la volví a ver en una conferencia en el Severo Ochoa. Pero solo he intercambiado cuatro palabras con ella.

      —Pues no le quitas la vista de encima, jai. ¿Te gusta?

      —No está mal. Alta, flaca y con estilo. Pero no es mi tipo; ya sabéis que prefiero las morenazas. —El fantasma de Leila se paseó por la mesa, quise ahuyentarlo añadiendo—: Parece que está sola, ¿no?

      —Está sola, Sepúlveda —confirmó Malika. Era de Larache, había hecho estudios primarios en un colegio español y hablaba un buen castellano con acento de Cádiz—. No ha buscado a nadie con los ojos al terminar de bailar. Yo me fijo en esas cosas.

      Le agradecí la información enviándole un guiño, al que ella respondió con otro. Me levanté de la silla y dije:

      —Si aparece algún camarero, pedidme un tequila reposado. En vaso de chupito y sin sal, hielo, limón o cualquier otro exotismo. Voy a saludarla.

      No me dio la oportunidad de sorprenderla por la espalda, quizá porque la Guardia Civil está entrenada para desarrollar un sexto sentido en esa materia. Giró la cabeza cuando yo estaba a un metro de su posición, me miró a través de sus gafas de pasta negra, me identificó y sonrió con guasa.

      —Vaya, vaya, profesor; está usted en todas partes. Va a ser verdad eso de que es una institución en Tánger.

      —Lo mismo digo, capitana. Pero recuerde que habíamos quedado en tutearnos.

      —Tienes razón. Y puestos a precisar, prefiero que me llames Lola. —Abrió el bolsito metálico, sacó un pañuelo de papel y se secó el sudor de la frente y el labio superior. Tenía las mejillas arreboladas por el baile y se había pintado de un rosa pálido los labios y las uñas. La miré por primera vez con ojos carnales, pero la punzada de deseo que sentí se desvaneció cuando añadió con cierta severidad—: Y si tienes que usar mi grado, llámame capitán. No me gusta lo de capitana. En las Fuerzas Armadas siempre hemos usado ese tipo de femenino para la esposa de un jefe o un oficial.

      —Como ordenes, capitán. Yo lo hacía por ser políticamente correcto.

      —Pues ahórratelo, Sepúlveda. —Dulcificó el tono y rescató el acento gallego al preguntar—: ¿Qué haces por aquí?

      —He venido con mi amigo Messi y su novia. Solo a tomar una copa, no soy muy bailarín. Pero he visto que tú sí lo eres. Tenías encandilada a toda la pista.

      —A toda la pista no; solo a dos o tres babosos. Me divierte bailar. Y me encanta el tema que sonaba antes: «What I did for love», de David Guetta. ¿Lo conoces?

      —Ni idea. A mí toda la música de discoteca me suena igual. Soy más del jazz de mediados del pasado siglo, Dave Brubeck, Miles Davis, Art Pepper… —En la miel de sus ojos leí la misma ignorancia ante aquellos nombres que la que ella debió leer en los míos cuando citó al tal David Guetta—. Y tú, ¿has venido con alguien?

      —No, he venido sola.

      La contemplé con un mohín teatralmente admirativo.

      —¿Sola en esta cueva de rufianes y prostitutas en tierra de moros? Veo que Lorenzo Silva no exagera cuando en sus novelas presenta a las mujeres de la Guardia Civil como mucho más intrépidas que sus compañeros varones.

      La risa se adueñó de su rostro, una risa limpia que le quitó diez años y todos los galones del escalafón militar.

      —¿Lees a Lorenzo