Limones negros. Javier Valenzuela

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Название Limones negros
Автор произведения Javier Valenzuela
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788412244137



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ella, pero coloreada de acento italiano. La tomó de las manos y la examinó a su vez. Adriana vestía un ajustado traje chaqueta con zapatos de tacón mediano, todo ello en negro; del cuello le colgaba una cadena de plata con una gruesa esmeralda en forma de lágrima. Dos piedras semejantes, aunque algo menores, hacían de pendientes—. Deslumbras hasta en uniforme de trabajo.

      Elías Vivante liberó las manos de Adriana.

      —¿Cuándo has llegado? —preguntó ella.

      —Anoche. No quería perderme el campeonato por nada del mundo. Aunque ya no compita, es un buen pretexto para veros a ti y otros amigos. —Se acarició los surcos de la frente con la mano derecha y remató el gesto pinzándose la barbilla—. Estoy un poco cansado, te lo confieso. En Milán no he parado. Desayunos, almuerzos y cenas de trabajo todos los días. Reuniones y más reuniones. Lo peor ha sido ese empeño de los jóvenes ejecutivos por explicarte cosas de lo más simple proyectándote durante media hora un montón de tablas y gráficos. Como si fueras el pupilo de una escuela primaria.

      —Te comprendo, no puedes imaginarte cuánto te comprendo. Se ponen pesadísimos con sus PowerPoint Presentations. —Adriana tomó del brazo a Vivante, uno de los más exitosos hombres de negocios de Tánger desde hacía décadas y uno de los pilares de su ahora exigua comunidad sefardita. Había llegado a la ciudad de niño, durante la II Guerra Mundial, de la mano de sus padres, comerciantes judíos que huían del antisemitismo en la Italia de Mussolini—. Pero, bueno, ya estás en casa. —Empezó a dirigirle hacia las escaleras de la terraza—. Esto es la vida real.

      —Cierto. Estoy contento de estar aquí. Tánger será una jaula de oro, como me dijiste una vez, pero es la vida más real que gente como tú y yo podemos tener. —Ella se detuvo, se giró y hundió sus ojos verdes, a juego con las esmeraldas, en los ojos grises del caballero. Asintió con un movimiento de cabeza y retomó la marcha—. ¿Adónde me llevas, querida? —preguntó él.

      —Tengo que comprobar que todo está en orden y debo saludar a nuestros invitados. ¿Me acompañas?

      —Encantado. Todo el mundo se va a morir de envidia al verme contigo.

      Dejaron atrás la recepción del club, un edificio anodino de paredes blancas y tejas verdes, y caminaron por un sendero adoquinado que discurría entre amplias extensiones de césped, jalonadas aquí y allá por palmeras, cipreses, pinos, higueras y eucaliptos. Iban a paso lento, saludando de lejos a los grupitos de jugadores que estaban a punto de comenzar el juego. Los jugadores iban uniformados con gorras de béisbol, jerséis de colores chillones, pantalones amplios y zapatos con tacos especiales. Llevaban bolsas con palos y trasegaban botellitas de agua mineral.

      Vivante se detuvo, se soltó del brazo de Adriana, se volvió hacia ella, se meció sobre los talones de sus zapatos y le preguntó:

      —¿Has tenido noticias de Arturo? —Su voz era fina y crujiente como las hojas secas.

      —No de modo directo. Arturo se anda con mucho cuidado con los teléfonos, sabe que la Guardia Civil los tiene bajo escucha. No llama personalmente a nadie, no quiere poner en un compromiso a sus amigos.

      —¿Y?

      —Está bien, dentro de lo que cabe. Se ha ido a su finca de Cantabria, a esperar a que escampe. Riki García llegó ayer a Tánger y pudimos hablar un rato en mi despacho. Me contó que acababa de visitar a Arturo y que está fuerte, para nada deprimido o rendido. Riki está convencido de que al juez que detuvo a su jefe se le va a caer el pelo y todo terminará en agua de borrajas.

      —Es lo más probable. Arturo es otra víctima de la eterna envidia española. Ni siquiera muchos de los suyos le perdonan que haya triunfado, que se haya convertido en un titán internacional de las finanzas.

      —Esto es lo que más le duele, según me dijo Riki. Arturo, ya lo conoces, puede entender que los fracasados y amargados de siempre vayan a por él, como ese juez que lo envió a prisión. Pero le duele que el gobierno no le defienda con más contundencia. Con todo lo que ha hecho por ellos y por España.

      —Porca miseria! Cuando en Milán me dieron la noticia de su detención, me quedé de piedra. ¿Qué clase de mundo es este que persigue con tanta crueldad a los creadores de riqueza?

      —Un mundo de locos, Elías. Pero la buena noticia es que Arturo sigue contando con unos cuantos leales. El consejo de administración del banco se reúne mañana en Madrid, aunque sea domingo. Él no estará presente, por una cuestión de elegancia, pero Riki asegura que el consejo denunciará esta persecución sin pelos en la lengua y mantendrá a Arturo como presidente.

      —Es lo menos que pueden hacer, querida.

      Reanudaron el paseo. Tuvieron que apartarse para dejar paso a un cochecito cargado de bolsas con palos de golf que conducía un muchacho de mono blanco. A su izquierda, sobre el césped, había una jaima con botellas de agua mineral, ramilletes de plátanos y cuencos con frutos secos. Lo atendían dos muchachas en pantalón y chaqueta negros.

      —¿Te importa que vaya a saludarlas? —Adriana soltó el brazo de Vivante—. La asistencia a los jugadores también es de mi competencia.

      —Fais ton devoir, chérie! —Vivante extrajo del bolsillo exterior del chaleco un reloj de oro de leontina en el que consultó la hora—. Uf, se está haciendo tarde. Debo regresar a la ciudad, a mediodía tengo una videoconferencia con Praga.

      Se besaron en las mejillas. Él le rogó que le transmitiera un gran abrazo a Arturo Biescas. Ella le prometió que así lo haría en cuanto tuviera ocasión.

      —¿Te veo esta noche en la cena? Tendremos ostras de Oualidía.

      Vivante ya se había alejado unos pasos en dirección a la salida del club. A su derecha, sobre el césped, picoteaban apaciblemente una docena de garzas ganaderas, pájaros de plumaje blanco, pico anaranjado y patas zancudas. Se volvió, la miró con ojos sagaces y dijo:

      —Naturalmente.

      Lucas Blanco ensayaba su swing. Con las piernas abiertas y bien asentadas en el césped, agarró con fuerza el palo, lo alzó sobre su cabeza y volvió a bajarlo en un movimiento semicircular que debía darle a la bola la dirección y la potencia precisas.

      —No está mal —le dijo el embajador español en Rabat.

      —¡Qué dices! Es un puto desastre. Así no voy a bajar nunca mi hándicap.

      Desde el sendero adoquinado, Adriana Vázquez contemplaba el corrillo formado por los dos jugadores y sus caddies. Con sus zapatos de tacón, ella no tenía derecho a penetrar en aquel sancta sanctórum.

      El embajador se percató de su presencia y la saludó agitando la mano con jovialidad. Ella le correspondió del mismo modo.

      —¿Quién es? —preguntó Lucas Blanco.

      —Adriana Vázquez, la directora de Comunicación y Relaciones Públicas de este club. Es una española que vive en Tánger desde hace bastantes años. Con muy buenas conexiones con las altas esferas de uno y otro lado.

      —No me extraña —dijo Lucas. Era un treintañero de buena estatura, pelo corto que se prolongaba en patillas afiladas, cuidada barba de cuatro o cinco días, nariz categórica y ojos oscuros y penetrantes—. Menudas curvas.

      —Venga, vamos para allá —decidió el diplomático, palmeándole en el hombro—. Que conste en acta que tenía pensado presentártela.

      Lucas le entregó al caddie el palo de golf y siguió al embajador. Recorrió los metros que le separaban de Adriana caminando con un movimiento chulesco que realzaba la musculatura de su torso.

      Adriana se había dejado olvidadas las gafas de sol en su despacho. Sus desnudos ojos verdes centellearon de humor al observar el lenguaje corporal con el que se aproximaba el actor. Lo conocía demasiado bien: todos los jóvenes en buena forma física la abordaban pavoneándose de semejante guisa. Pretendían decirle: mira, preciosa, esto es un verdadero hombre, labrado en un gimnasio.

      El