Название | Limones negros |
---|---|
Автор произведения | Javier Valenzuela |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788412244137 |
Messi arrojó la colilla al suelo, pese a que en la mesa había un cenicero de cerámica de Fez: las viejas costumbres tienen la piel muy dura. Entonces formuló la pregunta que yo sabía que le rondaba desde que entré en su tienda, una hora antes:
—¿Cómo te va con Leila?
—Fatal, hermano, fatal. La llamé hace unos días para proponerle cenar juntos, pero no me contestó. Le dejé un mensaje y nada, no he tenido la menor noticia suya.
—¿Qué le has hecho para que esté tan mosqueada? —Su rostro de mulato claro expresaba preocupación—. ¿Le has puesto los cuernos? A mí puedes contármelo.
—Nada, no he hecho nada especial. Quizá ahí esté el problema. Leila llevaba un año reprochándome que nuestro idilio hubiera perdido magia, así lo decía, y que yo estuviera convirtiéndome en un tipo gruñón y previsible. Tiene razón en las dos cosas, qué quieres que te diga. El tiempo no pasa en vano ni por una persona ni por una relación.
—Las mujeres son muy raras, Sepúlveda.
—Casi tanto como los hombres, Messi, casi tanto.
4
Adriana Vázquez cabalgaba a Lucas Blanco, bien anclada sobre su pene erecto. Sus manos se apoyaban en las costillas del actor, su pelvis subía y bajaba con el ritmo y la fuerza de una máquina compresora, y en su rostro Lucas creía ver la furia de la Gorgona. Adriana gemía roncamente, a él le escocían los arañazos con los que ella había roturado sus pectorales y, por primera vez en sus aventuras de cama, el seductor de tantas películas y series televisivas sintió algo similar al miedo.
Ese miedo aumentó su excitación. Adriana se arqueó hacia atrás, apoyó sus manos en las espinillas de su partenaire y pasó del galope al trote. Ahora su vagina succionaba de modo persistente la virilidad de Lucas. Él alzó los brazos, pero no logró su propósito de alcanzar los pechos de la mujer. Incorporó el torso unos treinta grados y lo consiguió. Volvió a sentir el placer de acariciar aquellos senos perfectos, de apreciar su volumen y su firmeza. Ella respondió con unos temblores.
Adriana detuvo los movimientos pélvicos y se concentró en la sensación de sus pechos. Abrió los ojos y los hundió en los de Lucas. Este le sostuvo la mirada unos segundos y luego la desvió hacia los pezones de Adriana: su color caramelo oscuro contrastaba con la blancura de la piel. Los pellizcó y los sintió gruesos y prietos. Ella se agachó para besarle con fiereza en la boca, volvió a echarse hacia atrás, le llamó cabronazo y reanudó su cabalgar.
Horas antes, cuando regresó a su casa al término de la primera jornada del campeonato de golf, Adriana Vázquez no barruntaba llevarse a la cama al actor. Era guapo, sin duda, pero no le había causado una impresión cegadora durante la conversación que habían sostenido en presencia del embajador. Su aire canalla parecía más una pose teatral que el fruto de una vida apasionante; su sentido del humor no iba demasiado lejos; su seguridad en su apostura física podía llegar a ser fastidiosa. Adriana conocía a decenas de jóvenes como él.
Y, además, cabía la posibilidad de que Suleimán llegara a la ciudad esa noche de sábado. A mediados de semana, le había telefoneado para advertirle de que, si lograba cerrar a tiempo unos negocios en Casablanca, viajaría en su Learjet hasta el aeropuerto Ibn Batuta para pasar en su chalé de Malabata lo que quedara del fin de semana. Ella le había contestado que, por supuesto, le reservaba todo su tiempo después de la cena oficial del campeonato del Royal Country Club.
Le alegraba la posibilidad de reunirse con Suleimán, al que no veía desde agosto, una de las separaciones más largas en la docena de años que duraba su relación. Adriana le echaba de menos. Lo que sentía por él no era solo agradecimiento por todo lo que había hecho por ella, sino mucho más. Suleimán era elegante, sensual y divertido, jamás se aburría en su compañía. A él podía contarle todo: sus problemas profesionales, sus necesidades económicas, sus estados de ánimo, hasta alguna que otra de sus aventuras amorosas. Hacía ya unos cuantos años que no se acostaban, pero seguían siendo muy buenos amigos. Como Luis XV y Madame de Pompadour en sus últimos tiempos, solía decir él.
Adriana había abandonado el Royal Country Club a las siete de la tarde, para ir a su villa en el Monte Viejo, cambiarse allí para la cena y estar de vuelta a las nueve. La primera jornada del campeonato había transcurrido sin otro incidente que un breve chispeo a la hora del almuerzo que no había llegado a embarrar el terreno. El reportaje emitido por Medi 1 había estado muy bien y ella había salido guapa y profesional, según le había dicho uno de sus colaboradores marroquíes. El reportaje había incluido quince segundos de imágenes del célebre actor español Lucas Blanco caminando por el césped en dirección al lugar donde acababa de enviar una pelota.
Al llegar al aparcamiento del club, Adriana sacó del bolso las llaves de su Mini Cooper Goodwood, un modelo de una edición limitada a mil unidades que le había costado cincuenta mil euros. Lo encontró como lo había dejado por la mañana, aparcado en batería y flanqueado por un Porsche Panamera blanco y un todoterreno BMW de color cereza. Observó los tres vehículos y decidió que prefería el suyo: pequeño pero potente, con pintura exterior negra metalizada y asientos de cuero beige, un Rolls Royce en el cuerpo de un Mini.
Condujo sin poner música, concentrada en evitar un accidente con alguno de los innumerables peatones y vehículos que en Marruecos se saltaban las normas de tráfico con la misma naturalidad con que regateaban el precio de unas babuchas. Dejó atrás el Club Hípico y el cementerio de Bubana, que albergaba las tumbas de casi treinta mil europeos, giró a la izquierda y comenzó a ascender, en dirección al Oeste, por la angosta y serpenteante carretera del Monte Viejo.
Había dejado el bolso en el asiento del copiloto y de su interior le llegó la campanada de alerta de un SMS recibido en el móvil. Ahora no podía prestarle atención, Adriana era muy concienzuda con lo que estaba haciendo en cada momento.
El Mini superó una garita con soldados y pasó por delante del Palacio Real, casi lamiendo sus tapias. Ese punto del recorrido siempre le recordaba a Suleimán, pariente de la familia real alauí. Lo había conocido en 2002 cuando ella, queriendo poner distancia con los líos en que se había metido en España, comenzó a trabajar como azafata en el Royal Country Club de Tánger. El flechazo había sido mutuo y fulgurante. Él la superaba en dos décadas, pero era irresistible, lo más parecido a Omar Sharif que existía en la faz del planeta. Ella se convirtió en la mujer más interesante de su vida.
Llegó a la verja exterior de su villa y tocó tres veces la bocina. Mientras aparecía Abdelhadi, tomó el bolso, lo abrió, sacó el móvil y leyó el SMS. Era de Suleimán: seguía retenido en Casablanca porque los qataríes se estaban poniendo muy pesados. No iba a poder viajar a Tánger esa noche: las negociaciones tendrían que continuar el domingo.
Se vistió con desgana. Se había ilusionado ante la perspectiva de abandonar pronto la cena y recibir en su villa a Suleimán. Para estar juntos hasta el amanecer, cuando la negrura del cielo fuera dando paso al gris y, luego, al rosáceo, como habían hecho tantas veces. Tenían muchas cosas sobre las que ponerse al día: los cotilleos de la casa real alauí, los nuevos negocios de Suleimán con los jeques del Golfo, la enrevesada situación política en España, la escandalosa detención de Arturo Biescas… Por la mañana, Adriana había puesto en el frigorífico dos botellas de champagne Krug Clos d’Ambonnay 1998 que ahora iban a quedarse sin descorchar.
Ella misma había decidido la ubicación de los asistentes a la cena. Se celebraba en el restaurante del club de golf, un espacio con suelo de losetas azulonas, vigas y lámparas tan blancas como el interior de un frigorífico y una gran cristalera que daba al terreno de juego. Adriana Vázquez lo consideraba muy desangelado, pero, un año más, el presidente del club le había dicho que no era cuestión de organizar el encuentro en otro lugar. Había que hacerle caja al restaurante del Royal Country.