Las maletas del olvido. Pilar Mayo

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Название Las maletas del olvido
Автор произведения Pilar Mayo
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788417451080



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no tie­ne mar­cas de gol­pes, solo está su­cia. Oigo los ta­co­nes de Ele­na acer­cán­do­se y pien­so en que ya no te­ne­mos tiem­po de es­con­der­la. Nin­gu­na de las tres nos gi­ra­mos a mi­rar­la, nos da mie­do cómo va a reac­cio­nar, se­gui­mos in­cli­na­das en la mesa mi­ran­do a la niña de es­pal­das a Ele­na.

      —Mu­riel está en la cama, no me pue­do creer la suer­te que he­mos te­ni­do, no quie­ro pen­sar qué le po­dría ha­ber pa­sa­do si su ami­ga no… ¿Qué es­táis mi­ran­do? —dice al ver que no le ha­ce­mos caso.

      Nos se­pa­ra­mos un poco para de­jar que la vea. Se acer­ca a la mesa, abre mu­cho los ojos, pa­re­ce que se le van a sa­lir de las cuen­cas, y se tapa la boca con las dos ma­nos.

      —¿Pero de dón­de ha­béis sa­ca­do a esta niña?

      Si­len­cio por res­pues­ta.

      —La ha­béis co­gi­do de la casa. Es­táis lo­cas. Nos pue­den de­nun­ciar por se­cues­tro. Lo que me fal­ta­ba. Sa­lir en las no­ti­cias como una de­lin­cuen­te. —No para de an­dar de un lado a otro y ha­bla más para sí mis­ma que para no­so­tras—. Es­ta­mos a pun­to de per­der todo lo que te­ne­mos. Lo úl­ti­mo que ne­ce­si­ta­mos es un es­cán­da­lo. Te­re­sa, dame a la niña, su ma­dre la es­ta­rá bus­can­do. —De re­pen­te, se de­tie­ne, coge el abri­go que está en­ci­ma del sofá, se lo pone y le tien­de las ma­nos a Te­re­sa pi­dién­do­le a la niña, que la aprie­ta con­tra su pe­cho, con fuer­za. La niña em­pie­za a llo­rar, su­pon­go que ten­drá ham­bre.

      —Te­re­sa, dá­me­la.

      Te­re­sa no con­tes­ta, pero en su mi­ra­da hay de­ter­mi­na­ción, no se la en­tre­ga­rá. No sé qué de­mo­nios le pasa a mi hija, hace solo unos mi­nu­tos es­ta­ba llo­ran­do de ali­vio por ha­ber re­cu­pe­ra­do a Mu­riel y aho­ra pa­re­ce que solo le im­por­ta evi­tar un es­cán­da­lo. Ha es­ta­do a pun­to de per­der lo más va­lio­so que tie­ne y no ha apren­di­do nada. Ya sé que no po­de­mos que­dár­nos­la, pero no es ne­ce­sa­rio lle­var­la allí otra vez. No creo que su ma­dre esté muy preo­cu­pa­da si la dejó sola en un si­tio como ese, con un frío del de­mo­nio y ro­dea­da de bo­rra­chos que po­drían ha­ber­le he­cho cual­quier cosa.

      —Mamá, eres in­te­li­gen­te, sa­bes que no po­déis que­dá­ros­la.

      —La niña se que­da. —Me pon­go al lado de Te­re­sa e, in­me­dia­ta­men­te, Inés se une a no­so­tras. For­ma­mos un es­cu­do para no de­jar­la pa­sar.

      —No sa­bes lo que di­ces, ¡esto es un de­li­to! Ha­béis se­cues­tra­do a un bebé.

      —Lo úni­co que te im­por­ta es que na­die se en­te­re de que tu vida es una far­sa. Te da igual que esta niña es­tu­vie­ra ti­ra­da en­tre ra­tas y ba­su­ra.

      —No pre­ten­do lle­var­la a aque­lla casa, me ofen­de que pien­ses eso, ha­bla­ba de lle­var­la a la po­li­cía.

      Quie­ro creer­la, por­que de lo con­tra­rio no po­dré vol­ver a mi­rar­la a la cara.

      —Me voy, no quie­ro ser cóm­pli­ce de esto. Ma­ña­na ven­dré a re­co­ger a Mu­riel, no creo que aho­ra sea el me­jor mo­men­to para que vuel­va a casa, es­pe­ro que se­páis lo que es­táis ha­cien­do.

      Coge el bol­so y, an­tes de que sal­ga, la al­can­zo en la puer­ta y la aga­rro del bra­zo.

      —Jú­ra­me que no pen­sa­bas lle­var­la allí otra vez.

      Sor­pre­sa. En su cara veo sor­pre­sa o qui­zá de­cep­ción y creo que me he equi­vo­ca­do con ella. Pri­me­ro por pen­sar que es la cla­se de per­so­na que ha­ría una cosa así y des­pués por ha­cér­se­lo sa­ber. Su si­len­cio me pesa como una losa y pre­fe­ri­ría que me di­je­ra lo in­jus­ta que soy o cual­quier otra cosa, pero no dice nada y veo tris­te­za en sus ojos. La suel­to y sale de casa de­ján­do­me con un sen­ti­mien­to de cul­pa que no voy a ser ca­paz de sa­cu­dir­me en mu­cho tiem­po. Vuel­vo des­pa­cio al co­me­dor y me acer­co a Te­re­sa, que pa­re­ce una leo­na dis­pues­ta a de­fen­der a su cría.

      —Te­re­sa, no pue­des que­dar­te a la niña. Ele­na tie­ne ra­zón, aun­que me dé co­ra­je re­co­no­cer­lo. No pue­des te­ner­la es­con­di­da, ¿y si se pone en­fer­ma?, cuan­do crez­ca ten­drá que ir al co­le­gio…

      —Con­tra­ta­ré a un abo­ga­do, la adop­ta­ré. No po­de­mos de­jar­la allí aban­do­na­da, se mo­ri­rá, y si la en­tre­ga­mos a la po­li­cía la lle­va­rán a Ser­vi­cios So­cia­les y no sa­be­mos qué pa­sa­rá con ella.

      —Eso no es po­si­ble, no te de­ja­rán que­dár­te­la, sa­bes que ten­go ra­zón.

      Me di­ri­jo a Inés, que aún no ha di­cho nada.

      —Inés, ve al cen­tro co­mer­cial, com­pra le­che en pol­vo, un bi­be­rón y algo de ropa. —De mo­men­to es lo úni­co que se me ocu­rre, des­pués ya ve­re­mos lo que ha­ce­mos.

      Dejo a la niña con Te­re­sa y voy a ver cómo está Mu­riel. Me in­dig­na que Ele­na se haya ido de­ján­do­la aquí. Po­dría ha­ber­se que­da­do ella tam­bién. Es evi­den­te que no está có­mo­da con no­so­tras, pero eso no es ex­cu­sa. Mi nie­ta está des­pier­ta, aun­que cie­rra los ojos al ver­me. Me sien­to en la cama, le paso la mano por el pelo y cojo su mano en­tre las mías, dan­do gra­cias a Dios de nue­vo por ha­bér­me­la de­vuel­to. Tie­ne mala cara, los la­bios mo­ra­dos y un ara­ña­zo en la fren­te, pa­re­ce que está muer­ta de frío y no para de ti­ri­tar. Me meto con ella en la cama y la abra­zo por la es­pal­da, como cuan­do era pe­que­ña, y rom­pe a llo­rar; es un llan­to hon­do y car­ga­do de pena, su cuer­po me­nu­do se sa­cu­de y la aprie­to con fuer­za, como si es­tu­vie­ra he­cha de pie­zas y qui­sie­ra evi­tar que se des­mon­ta­ra. En este mo­men­to de­tes­to a Ele­na con toda mi alma.

      Ele­na

      Es­toy ra­bio­sa y no sé por qué. De­be­ría es­tar fe­liz, pero hay algo den­tro de mí que me em­pu­ja a no ser­lo. Le doy una pa­ta­da a una lata que hay en el sue­lo y el lí­qui­do que que­da­ba den­tro me man­cha los za­pa­tos de ante como si se ven­ga­ra de mí. El taxi tar­da y vuel­vo a lla­mar para que­jar­me des­car­gan­do toda mi frus­tra­ción con la mu­jer que está al otro lado del te­lé­fono. Cuan­do lle­ga y me subo la­dro la di­rec­ción al con­duc­tor ha­cién­do­le sa­ber que no ten­go ga­nas de con­ver­sa­ción. La pre­gun­ta que me ha he­cho mi ma­dre si­gue ta­la­drán­do­me el ce­re­bro: si ha pen­sa­do que soy ca­paz de ha­cer eso es por­que pien­sa que soy una per­so­na ho­rri­ble. ¿Eso es lo que trans­mi­to? Ten­go ga­nas de llo­rar. Hace ape­nas unos ins­tan­tes pa­re­cía que todo em­pe­za­ba a re­com­po­ner­se, que vol­vía­mos a ser algo pa­re­ci­do a una fa­mi­lia —aun­que to­da­vía que­da­se mu­cho para vol­ver a ser lo que fui­mos— y, de re­pen­te, todo se ha he­cho añi­cos de nue­vo.

      No pien­so de­cir­le a San­tia­go que Mu­riel está bien. Ni si­quie­ra ha lla­ma­do para pre­gun­tar­me si sé algo de ella. Qué mier­da de ma­tri­mo­nio, qué mier­da de vida. ¿En qué es­ta­rá pen­san­do mi ma­dre? Te­re­sa siem­pre ha sido rara, mís­ti­ca, es­pi­ri­tual, no sé cómo de­fi­nir­la, pero pen­sa­ba que mi ma­dre era más sen­sa­ta. Esa niña solo nos trae­rá pro­ble­mas. No quie­ro ni pen­sar en la re­per­cu­sión que ten­dría esto