Las maletas del olvido. Pilar Mayo

Читать онлайн.
Название Las maletas del olvido
Автор произведения Pilar Mayo
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788417451080



Скачать книгу

de adop­ción, la bu­ro­cra­cia es muy len­ta, irá de casa en casa de aco­gi­da, eso en el me­jor de los ca­sos, y dudo mu­cho que su ma­dre vaya a la po­li­cía a re­cla­mar­la. ¿Tú has vis­to lo que ha­bía en esa casa?

      —Pues ya me di­rás qué ha­ce­mos.

      —Se me ha ocu­rri­do algo —dice y me coge del bra­zo mien­tras ca­mi­na­mos—. A lo me­jor te pa­re­ce un dis­pa­ra­te, pero yo pien­so que pue­de sa­lir bien, y me equi­vo­co po­cas ve­ces, ya lo sa­bes. No di­gas nada has­ta que ter­mi­ne de ha­blar, des­pués de­ci­di­re­mos en­tre las dos. He pen­sa­do que lo me­jor es que va­ya­mos a bus­car a la ma­dre, le de­ci­mos que te­ne­mos a la niña y le ofrez­co que se ven­ga a mi casa con ella. Yo las cui­da­ré con una con­di­ción: tie­ne que reha­bi­li­tar­se; si no ac­ce­de, lle­va­re­mos a la niña a la po­li­cía. Si quie­re a su hija dirá que sí. Si dice que no, no me­re­ce te­ner­la con ella.

      Ha ter­mi­na­do de ha­blar y yo es­toy asi­mi­lan­do todo lo que me ha di­cho.

      —¿No di­ces nada? No es una mala idea, ¿a qué no? —Se de­tie­ne y se pone fren­te a mí—. Tú tie­nes a tus hi­jas y a tu nie­ta, yo no ten­go a na­die. Siem­pre te digo que las co­sas pa­san por algo, si el des­tino ha pues­to a esta niña en mi ca­mino será con un pro­pó­si­to. Tú aho­ra tie­nes la mo­ti­va­ción de lu­char por re­cu­pe­rar a Inés. Yo no ten­go a na­die —re­pi­te esto úl­ti­mo como si la cul­pa fue­ra mía.

      ¿Cómo sa­brá que voy a in­ten­tar por to­dos los me­dios que Inés se re­cu­pe­re? No le he di­cho nada de mis con­ver­sa­cio­nes con Dios.

      La ver­dad es que me pa­re­ce una idea un poco des­ca­be­lla­da. Mu­riel nos ha di­cho que esa chi­ca se dro­ga y no sa­be­mos cómo es y si anda me­ti­da en algo pe­li­gro­so.

      —Te­re­sa, la vida no es un cuen­to de ha­das. No sa­bes nada de esa mu­jer. ¿Y si te hace algo? ¿No te da mie­do me­ter­la en tu casa? No todo el mun­do es tan bueno como tú. ¿Qué ha­rás cuan­do ten­gas que sa­lir?, ¿la en­ce­rra­rás? Si con­su­me dro­gas ten­drá que ir a un cen­tro de reha­bi­li­ta­ción, y no sa­be­mos si que­rrá pa­sar por eso. Es más com­pli­ca­do de lo que pa­re­ce. En caso de que acep­ta­ra no pue­des que­dar­te sola con ella, yo no es­ta­ría tran­qui­la, me da mie­do que pue­da ha­cer­te algo… —No sé si me arre­pen­ti­ré de lo que voy a de­cir­le, pero creo que es lo que debo ha­cer, a lo me­jor esta idea ab­sur­da sale bien; a lo peor, sa­li­mos to­das he­ri­das. Al fi­nal clau­di­co—: De acuer­do, ire­mos a ha­blar con ella. Si dice que sí, te ayu­da­ré y te apo­ya­ré; si dice que no, lle­va­re­mos jun­tas a la niña a la po­li­cía. Si esa mu­jer se vie­ne con no­so­tras y su­po­ne una ame­na­za, yo mis­ma me en­car­ga­ré de que des­apa­rez­ca de nues­tras vi­das.

      —Sa­bía que di­rías que sí, te co­noz­co, sé que po­de­mos con­se­guir­lo, será un reto. Tú con Inés, yo con Amé­ri­ca y su ma­dre. —Me abra­za y aho­ra que no pue­do ver­le la cara me su­su­rra al oído—: No sa­bes lo tris­te que es no te­ner a na­die por quien le­van­tar­se cada ma­ña­na.

      Me da una pena enor­me y de­seo que esta lo­cu­ra sal­ga bien. Vol­ve­mos a casa, hay que po­ner­se ma­nos a la obra, no po­de­mos de­jar pa­sar más tiem­po. Lo pri­me­ro que hago es lla­mar a la co­mi­sa­ría para de­cir que Mu­riel ha apa­re­ci­do. No hace ni un mi­nu­to que he col­ga­do cuan­do vuel­ve a so­nar el te­lé­fono.

      —¿Sí?

      —Bue­nos días, ¿la se­ño­ra Am­pa­ro Vega?

      —Sí, soy yo.

      —Hola, la lla­mo de la co­mi­sa­ría. Soy el ins­pec­tor Ra­fael Ve­las­co, ha­blé con us­ted ayer. Me ha di­cho un com­pa­ñe­ro que ha lla­ma­do para de­cir que ha apa­re­ci­do su nie­ta.

      Por la voz, re­co­noz­co al agen­te que me aten­dió ayer; al agra­da­ble, no al otro ener­gú­meno. Qué poca san­gre, ni si­quie­ra sa­lió de esa pe­ce­ra en la que es­ta­ba me­ti­do y des­de don­de me mi­ra­ba con cara de be­su­go. Lo sal­vó el cris­tal. No pue­do evi­tar son­reír al re­cor­dar la cara con que me mi­ra­ba, de­bió pen­sar que es­ta­ba loca.

      —Sí, gra­cias a Dios está todo so­lu­cio­na­do.

      —¿Le im­por­ta que me pase por su casa para ha­cer­le unas pre­gun­tas a su nie­ta?

      No pue­de ve­nir aquí, no pue­de ver a la niña. ¿Qué que­rrá pre­gun­tar­le a Mu­riel?

      —Aho­ra no es un buen mo­men­to —digo, in­ten­tan­do qui­tár­me­lo de en­ci­ma.

      —En­ton­ces ma­ña­na, es una cues­tión de pro­to­co­lo —in­sis­te.

      —No sé si es­ta­ré.

      —No se preo­cu­pe, lla­ma­ré an­tes de ir.

      Vaya mala suer­te, ¿para qué que­rrá ve­nir? Si no hay nada que con­tar.

      —Te­re­sa, que dice el agen­te que vie­ne ma­ña­na —digo des­pués de col­gar.

      —¿Ma­ña­na? ¿Y para qué?

      —No lo sé. Se ha em­pe­ña­do, que­ría ve­nir hoy. Te­ne­mos que so­lu­cio­nar cuan­to an­tes lo de Amé­ri­ca, cuan­do ven­ga no con­vie­ne que vea nada ex­tra­ño.

      Le ex­pli­co por en­ci­ma a Inés lo que va­mos a ha­cer, me dice que vie­ne con no­so­tras, pero no po­de­mos lle­var allí a Mu­riel y no quie­ro que se que­de sola. Me mira y no dice nada, con­cen­tra la mi­ra­da en la niña que tie­ne en bra­zos y deja es­ca­par un sus­pi­ro de re­sig­na­ción.

      —Te­ned cui­da­do —dice al cabo de un mo­men­to—, si en una hora no ha­béis vuel­to, lla­ma­ré a la po­li­cía.

      He de con­fe­sar que ten­go mie­do por­que no sé lo que nos va­mos a en­con­trar. ¿Y si nos agre­den? Ya so­mos ma­yo­res y el chi­co que ha­bía allí nos dejó cla­ro que no que­ría vol­ver a ver­nos. Meto en el bol­so un bote de des­odo­ran­te en es­pray y le doy otro a Te­re­sa, por si aca­so los ne­ce­si­ta­mos para de­fen­der­nos, y miro el re­loj para sa­ber cuán­to tiem­po nos que­da.

      Lle­ga­mos a la casa aban­do­na­da y, al ba­jar­nos del co­che, noto un nudo en la boca del es­tó­ma­go. Ten­go mie­do, es­ta­mos lo­cas, cómo nos he­mos me­ti­do en este lío. Esta vez no te­ne­mos que gri­tar, hay un chi­co en el pa­tio cui­dan­do las plan­tas. Qué raro, todo aban­do­na­do y lleno de por­que­ría y él re­gan­do las ma­ce­tas. Por suer­te no es el mis­mo de an­tes.

      —¡Hola! Ve­ni­mos a ha­blar con Da­ko­ta.

      —No está. ¿Para qué que­réis ha­blar con ella? ¿Y quié­nes sois? —nos dice sin de­jar de re­gar.

      —Su abue­la y su tía —dice Te­re­sa.

      —Jo­der con las ya­yas, su abue­la, dice. —El jar­di­ne­ro suel­ta la re­ga­de­ra y se acer­ca a no­so­tras son­rien­do—. Da­ko­ta no está —dice echán­do­nos el humo del ci­ga­rro en la cara a tra­vés de la ver­ja.

      —Dile que sal­ga, no so­mos po­li­cías —suel­ta Te­re­sa, y pien­so que ha per­di­do el jui­cio.

      —Jo­der, jo­der, qué bue­na. —El chi­co se ríe aho­ra a car­ca­ja­das, mien­tras se da pal­ma­das