Las maletas del olvido. Pilar Mayo

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Название Las maletas del olvido
Автор произведения Pilar Mayo
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788417451080



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a ella la su­je­ta­ba de un hom­bro.

      Nun­ca ol­vi­da­ré el rui­do del ataúd al des­li­zar­se den­tro del ni­cho. Mi pa­dre se que­da­ría para siem­pre allí den­tro, solo, en ese si­tio tan os­cu­ro y es­tre­cho. Sen­tí pa­vor, no tan­to por él, sino por­que por pri­me­ra vez tomé cons­cien­cia de mi pro­pia muer­te, de que al­gún día se­ría yo la que es­tu­vie­ra ahí den­tro, tan sola, y que no ha­bría ma­ne­ra de sa­lir para ir al cie­lo con las es­tre­llas, como me ha­bía con­ta­do mi ma­dre. Que lo úni­co que po­dría es­pe­rar era pu­drir­me y des­apa­re­cer. Años des­pués, al cre­cer, me di cuen­ta de que era im­po­si­ble que aquel hom­bre que en­te­rra­mos fue­ra mi pa­dre.

      Hace unos me­ses por fin fui ca­paz de pre­gun­tár­se­lo a Te­re­sa di­rec­ta­men­te y lo que me con­tó, me sir­vió para que­rer aún más a mi ma­dre:

      —Tu ma­dre se dio cuen­ta de que no po­día se­guir con esa far­sa, os es­ta­bais ha­cien­do ma­yo­res y pron­to em­pe­za­rían las pre­gun­tas. Fue ton­ta, ese em­pe­ño suyo en ha­bla­ros de él, que sin­tie­rais que con­ti­nua­ba es­tan­do ahí, evi­tó que lo ol­vi­da­rais.

      Una com­pa­ñe­ra suya de la fá­bri­ca te­nía una her­ma­na que tra­ba­ja­ba en una re­si­den­cia de an­cia­nos. Al­gu­nos no te­nían fa­mi­lia, na­die que los des­pi­die­ra. Que­da­ron en que la avi­sa­ría cuan­do al­guno de los re­si­den­tes en esas cir­cuns­tan­cias mu­rie­ra para de­cir­le dón­de lo en­te­rra­rían. Cuan­do re­ci­bi­mos su lla­ma­da fui­mos a ha­blar con el en­te­rra­dor. Re­sul­tó ser un hom­bre con un co­ra­zón enor­me. Al es­cu­char la his­to­ria de tu ma­dre, nos dijo que nos ayu­da­ría a se­guir la co­me­dia, que no ha­cía­mos daño a na­die. In­clu­so pre­pa­ró para ese día unas co­ro­nas que co­gió de otros ni­chos para ha­cer­lo más real. Aquel di­fun­to no te­nía fa­mi­lia y tu fa­mi­lia no te­nía di­fun­to, con el apa­ño to­dos sa­lía­mos ga­nan­do. Así que allí nos fui­mos las cua­tro, al ce­men­te­rio, a en­te­rrar a un muer­to que no nos per­te­ne­cía.

      »Tu ma­dre ha vi­vi­do siem­pre con el te­mor de sa­ber que tar­de o tem­prano des­cu­bri­ríais el en­ga­ño. Me can­sé de de­cir­le que no ha­bía he­cho nada malo, que era un acto de amor ha­cia sus hi­jas. Tu pa­dre se lar­gó sin preo­cu­par­se de lo que se­ría de vo­so­tras, ja­más lla­mó a tu ma­dre para sa­ber cómo es­ta­bais. Él sí que os en­te­rró sin ne­ce­si­dad de ce­re­mo­nia ni flo­res.

      »¿Sa­bes que tu ma­dre si­gue yen­do a po­ner­le flo­res a la tum­ba de ese hom­bre? Dice que se lo debe. He pa­sa­do mu­chas co­sas con ella, ¿te acuer­das de aque­llos cro­mos que ha­bía por toda la casa y que co­gíais a es­con­di­das? Los me­tía­mos en so­bres que lue­go ha­bía que lle­var en unas ca­jas enor­mes que nos cos­ta­ba la vida me­ter en el co­che, era una ma­ne­ra de sa­car un di­ne­ro ex­tra por si ha­bía al­gún im­pre­vis­to. El sin­ver­güen­za que le pro­por­cio­nó ese tra­ba­jo era un cer­do usu­re­ro, pa­ga­ba una mi­se­ria, se co­mía a tu ma­dre con los ojos y la cas­ti­ga­ba asig­nán­do­le las ta­reas peor pa­ga­das, por­que ella no ce­día ante sus in­si­nua­cio­nes. Siem­pre co­rrien­do para lle­gar a todo y para que no no­ta­rais que os fal­ta­ba nada. Por eso me due­le tan­to cuan­do veo a tu her­ma­na aver­gon­zar­se de ella, ¿qué más da la ropa que se pon­ga o que se en­tre­ten­ga con los pro­gra­mas del co­ra­zón? ¿Eso la hace peor per­so­na? Crée­me que a ve­ces me dan ga­nas de de­cir­le cua­tro co­sas, pero quie­ro a tu ma­dre de­ma­sia­do, no me per­do­na­ría nun­ca que os hi­cie­ra nin­gún re­pro­che.

      Qué se­lec­ti­va es la me­mo­ria, cómo cam­bian mis re­cuer­dos cuan­do Te­re­sa los des­po­ja del dis­fraz que mi ma­dre les puso para que no do­lie­ran. Mi her­ma­na es una egoís­ta. No le de­ci­mos nun­ca nada, por­que nos da mie­do, siem­pre está en­fa­da­da y, a ve­ces, nos tra­ta con des­pre­cio. Yo me li­mi­to a no ser, a no es­tar, huyo de los en­fren­ta­mien­tos, pero pa­re­ce que ella los ne­ce­si­ta. Como si a fuer­za de li­brar ba­ta­llas fue­ra a des­pren­der­se de su frus­tra­ción. Si no vie­ne ma­ña­na a bus­car a Mu­riel la lla­ma­ré, ten­go que ha­cer algo para ayu­dar, por­que mi de­ja­dez no solo me afec­ta a mí, y eso no está bien. ¿Cuán­do se rom­pió la re­la­ción que nos unía?

      Ya es­tán aquí. El so­ni­do de la puer­ta al ce­rrar­se me de­vuel­ve al pre­sen­te. Al ver en­trar a mi ma­dre, a Te­re­sa y a la que su­pon­go que será la ma­dre de Amé­ri­ca no pue­do evi­tar apre­tar a la niña en mi re­ga­zo en un ges­to de pro­tec­ción. Pero cómo se les ha ocu­rri­do traer­se a esta mu­jer, está tan dro­ga­da o tan bo­rra­cha que ca­mi­na con los ojos ce­rra­dos, es un mi­la­gro que lle­gue al sofá sin dar­se un gol­pe con­tra al­gún mue­ble.

      —Inés, esta es Da­ko­ta —dice Te­re­sa—. Me ha pro­me­ti­do que se va a qui­tar de todo y que, cuan­do esté bien, va a bus­car un tra­ba­jo.

      Dudo mu­cho que le haya pro­me­ti­do nada y, aun­que así fue­ra, dudo aún más que vaya a cum­plir su pa­la­bra. Da­ko­ta abre un poco los ojos, me mira y son­ríe. Me giro ha­cia mi ma­dre, que me hace un ges­to pi­dién­do­me que no diga nada. Por una vez, ten­go que dar­le la ra­zón a Ele­na: esto es una lo­cu­ra.

      —Va­mos a co­mer algo, ha sido una ma­ña­na muy com­pli­ca­da —pro­po­ne mi ma­dre, que cree que casi todo se so­lu­cio­na con co­mi­da.

      Va ca­mino de la co­ci­na cuan­do sue­na el tim­bre.

      —Abre, Mu­riel —dice—, será tu ma­dre.

      —Abue­la, pre­gun­tan por ti —gri­ta Mu­riel des­de la en­tra­da.

      Veo a mi ma­dre des­an­dar el ca­mino, des­de don­de es­toy no se ve quién es y no se me ocu­rre na­die que ven­ga a ha­cer­nos una vi­si­ta; a los ve­ci­nos no los co­no­ce­mos ape­nas.

      —Agen­te, qué sor­pre­sa. —Su voz sue­na de­ma­sia­do alta, como si qui­sie­ra avi­sar­nos de su pre­sen­cia, y en un tono tan fal­so que cual­quie­ra, aun­que no fue­ra po­li­cía, se ha­bría dado cuen­ta de que es­con­de algo.

      Oigo como se cie­rra la puer­ta y los veo apa­re­cer en el co­me­dor. Mi ma­dre, que va de­trás de él, se en­co­ge de hom­bros y abre las ma­nos, como di­cien­do: «No he te­ni­do más re­me­dio que ha­cer­lo pa­sar».

      —A Te­re­sa y a mi hija ya las co­no­ce, esta es Mu­riel, mi nie­ta —dice co­gién­do­la del hom­bro y atra­yén­do­la ha­cia ella—, y es­tas son Da­ko­ta y Amé­ri­ca.

      ¿Por qué lo lla­ma­rá «agen­te»?, me hace gra­cia es­cu­char­la. Hay un mo­men­to de si­len­cio. Da­ko­ta ha de­ja­do caer la ca­be­za en mi hom­bro, si­gue dor­mi­tan­do. A mi lado aún pa­re­ce más del­ga­da y más ne­gra y yo más blan­ca y más gor­da.

      —Le haré unas pre­gun­tas y me mar­cho, no quie­ro mo­les­tar.

      —Qué ton­te­ría, no es mo­les­tia.

      —Mu­riel, ven­te a la co­ci­na con no­so­tros —dice mi ma­dre.

      Mu­riel la si­gue con la ca­be­za baja, su­pon­go que es­ta­rá un poco asus­ta­da. ¿Qué ha­brá pen­sa­do el po­li­cía? El cua­dro que se ha en­con­tra­do es de todo me­nos nor­mal y mi ma­dre pa­re­ce que está re­pre­sen­tan­do