Las maletas del olvido. Pilar Mayo

Читать онлайн.
Название Las maletas del olvido
Автор произведения Pilar Mayo
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788417451080



Скачать книгу

edad. Éra­mos ami­gas y com­pa­ñe­ras de cla­se, casi her­ma­nas, por­que nos ha­bía­mos cria­do jun­tas. Re­cuer­do los glo­bos, las ser­pen­ti­nas, los pla­tos de­co­ra­dos con per­so­na­jes de Dis­ney, la car­tu­li­na con el «Fe­li­ci­da­des, Luz» y el nú­me­ro nue­ve. Los re­ga­los en­vuel­tos en pa­pel bri­llan­te, amon­to­na­dos en un rin­cón; los bo­ca­di­llos y el pas­tel enor­me de cho­co­la­te, con las ve­las pre­pa­ra­das para ser so­pla­das y con­ce­der el de­seo per­ti­nen­te.

      Yo no ha­cía más que aso­mar­me a la ven­ta­na para ver si la veía lle­gar. Su pa­dre las ha­bía lle­va­do a ella y a su her­ma­na a la pis­ci­na para que tu­vié­ra­mos tiem­po de pre­pa­rar la sor­pre­sa. De pron­to, Te­re­sa dejó caer una ban­de­ja con va­sos an­tes de de­po­si­tar­la so­bre la mesa. El sue­lo del co­me­dor se sem­bró de di­mi­nu­tos tro­zos de cris­tal. Pen­sa­mos que ha­bía sido un ac­ci­den­te. «Te­re­sa, co­rre, va­mos a ba­rrer los vi­drios, que Luz está a pun­to de lle­gar», le dije al ver el de­sas­tre. «Luz no ven­drá», me con­tes­tó. No en­ten­dí su res­pues­ta y tam­po­co me gus­tó el tono en que lo dijo. Mi ma­dre —que es­ta­ba re­co­gien­do el es­tro­pi­cio— se le­van­tó y dejó caer los tro­zos de cris­tal que te­nía en la mano. Ja­más ol­vi­da­ré la ex­pre­sión del ros­tro de Te­re­sa. Fue a la co­ci­na y co­gió una caja de ce­ri­llas, en­cen­dió in­cien­so y ve­las y se sen­tó en el sofá a es­pe­rar. Mi ma­dre le pre­gun­ta­ba qué pa­sa­ba, asus­ta­da, y le pe­día por fa­vor que le di­je­ra algo, pero ella no res­pon­día. Yo no en­ten­día lo que es­ta­ba su­ce­dien­do y me daba mie­do Te­re­sa, muda, in­mu­ta­ble, mi­ran­do al va­cío como si no tu­vie­ra ojos.

      Aun­que era pe­que­ña me di cuen­ta de que algo no es­ta­ba bien, así que me sen­té y no pre­gun­té nada más. Te­re­sa lo supo, no sé cómo, pero lo supo an­tes de que vi­nie­ran a dar­le la mala no­ti­cia. Cuan­do sonó el tim­bre, me le­van­té co­rrien­do para abrir, ya es­ta­ban aquí, no pa­sa­ba nada, pero mi ma­dre me de­tu­vo y me in­di­có que me sen­ta­ra de nue­vo. Abrió la puer­ta y se en­con­tró con dos po­li­cías pre­gun­tan­do por Te­re­sa. A mi her­ma­na y a mí nos lle­va­ron a una ha­bi­ta­ción y ce­rra­ron la puer­ta. Pero in­clu­so con la puer­ta ce­rra­da po­día­mos es­cu­char el llan­to de Te­re­sa, un llan­to de­ses­pe­ra­do. La muer­te se ha­bía co­la­do en la fies­ta por sor­pre­sa y se ha­bía con­ver­ti­do en la pro­ta­go­nis­ta, como a ella le gus­ta. Un bo­rra­cho se ha­bía sal­ta­do un se­má­fo­ro lle­ván­do­se por de­lan­te el co­che don­de via­ja­ba Luz con su pa­dre y su her­ma­na, ma­tán­do­los a los tres en el acto. En un se­gun­do, Te­re­sa ha­bía per­di­do a toda su fa­mi­lia.

      Mi ma­dre no qui­so de­jar­la sola, así que nos que­da­mos a pa­sar la no­che en su casa. Yo tuve que dor­mir en la cama de Luz y fui muy cons­cien­te de que es­ta­ba dur­mien­do en la cama de mi ami­ga muer­ta.

      To­dos los en­tie­rros son dra­má­ti­cos, pero los de los ni­ños… De­be­ría es­tar prohi­bi­do que la muer­te vi­nie­ra a bus­car­nos de pe­que­ños. La igle­sia es­ta­ba lle­na a re­bo­sar de com­pa­ñe­ros del co­le­gio, de ve­las, de in­cien­so y de pena.

      Des­de ese día aso­cio el olor a in­cien­so con la des­gra­cia. Pero hoy no me atre­vo a de­cir nada, me ca­llo y rezo en si­len­cio pi­dien­do que Mu­riel esté bien y que vuel­va pron­to. Has­ta ayer me daba igual no te­ner nada que ha­cer, pero hoy no so­por­to mi pro­pia apa­tía y tam­po­co ver a mi ma­dre tan quie­ta y tan en si­len­cio —ella que es puro al­bo­ro­to—.

      Al es­cu­char el tim­bre mi­ra­mos ha­cia la puer­ta, como si tu­vié­ra­mos vi­sión de ra­yos X y pu­dié­ra­mos ver a tra­vés de ella. ¿Se­rán bue­nas no­ti­cias? ¿O pa­sa­rá lo mis­mo que aquel día de ju­lio de hace ya tan­tos años?

      —Voy yo —dice mi ma­dre arras­tran­do la si­lla al le­van­tar­se.

      Con­ten­go la res­pi­ra­ción, y solo la dejo es­ca­par cuan­do veo a Ele­na al otro lado de la puer­ta, im­pe­ca­ble­men­te ves­ti­da, como siem­pre, pero con la cara des­en­ca­ja­da por el llan­to. Nin­gu­na de las dos dice nada, se mi­ran un ins­tan­te y lue­go se abra­zan. Ele­na se afe­rra a mi ma­dre como si te­mie­ra que ella tam­bién pu­die­ra des­apa­re­cer si la suel­ta. Te­re­sa se acer­ca a mí y me ro­dea la cin­tu­ra con su bra­zo. Yo sigo con los bra­zos cru­za­dos, no soy ca­paz de co­rres­pon­der a su abra­zo, no quie­ro que me con­sue­len, no sé dón­de está Mu­riel, si es­ta­rá ti­ra­da en al­gún si­tio, o si le ha­brá pa­sa­do al­gu­na cosa peor que ni si­quie­ra me atre­vo a pen­sar del mie­do que me da.

      CAPÍTULO 4

      Gé­mi­nis: Cues­tio­nes re­la­cio­na­das con tu vida per­so­nal y fa­mi­liar con las que ha­bías te­ni­do di­fi­cul­ta­des van a so­lu­cio­nar­se. Aun­que to­da­vía tie­nes mu­cho tra­ba­jo por de­lan­te.

      Cie­rro el pe­rió­di­co y lo dejo en la es­tan­te­ría, Dios quie­ra que el ho­rós­co­po acier­te, da­ría todo lo que ten­go por ver a Mu­riel en­trar por la puer­ta y que es­tu­vie­ra bien. A lo me­jor se fue para cas­ti­gar a su ma­dre y aho­ra le da mie­do vol­ver. No he­mos dor­mi­do nada, toda la no­che en vela, daba la sen­sa­ción de que es­tá­ba­mos ve­lan­do a un di­fun­to. Me nie­go a pen­sar eso, Mu­riel está viva. Te­re­sa me lo ha ase­gu­ra­do, sé que no me en­ga­ña­ría en una cosa así. Esta es la peor no­che que paso des­de hace mu­cho tiem­po, solo es com­pa­ra­ble a la que vi­vi­mos hace ya mu­chos años, cuan­do ocu­rrió la te­rri­ble des­gra­cia que dejó a Te­re­sa huér­fa­na, no de pa­dre y de ma­dre, huér­fa­na de fa­mi­lia, que es mu­cho peor.

      Gra­cias a Dios mi hija ha reac­cio­na­do, me dejé la piel in­ten­tan­do in­cul­car­le unos va­lo­res. Ya fra­ca­sé en mi ma­tri­mo­nio, no po­dría so­por­tar ha­ber fra­ca­sa­do tam­bién como ma­dre. Es­ta­mos de­ses­pe­ra­das, no sa­be­mos qué ha­cer, esta si­tua­ción es frus­tran­te.

      Cuan­do en­tro en casa veo cómo me mi­ran y me doy cuen­ta de que no lle­vo nada en las ma­nos. Hace un rato dije que iba a com­prar algo para desa­yu­nar —ne­ce­si­ta­ba sa­lir de casa— y he vuel­to sin nada. Leí el ho­rós­co­po en el pe­rió­di­co de la ga­so­li­ne­ra y un pe­que­ño hilo de es­pe­ran­za hizo que me ol­vi­da­ra de todo lo de­más.

      Los mi­nu­tos pa­san y se con­vier­ten en ho­ras, Ele­na en­tra y sale de la co­ci­na al co­me­dor con­ti­nua­men­te, solo se oye el gol­pe­teo de los ta­co­nes, eso y el tic­tac del re­loj. Me le­van­to y le qui­to las pi­las, Ele­na se sien­ta, como si se las hu­bie­ra qui­ta­do a ella tam­bién.

      El so­ni­do del tim­bre nos saca de la in­mo­vi­li­dad y el mu­tis­mo. No sé si sien­to te­mor o ali­vio al es­cu­char­lo. Nos le­van­ta­mos las cua­tro y sa­li­mos al re­ci­bi­dor. Al abrir, casi me cai­go al ver a la ami­ga de Mu­riel, por un mo­men­to pen­sé que era ella. Van ves­ti­das igual, pa­re­cen clo­nes.

      —Hola.

      —Hola, pasa por fa­vor —digo echán­do­me a un lado.

      —No. Solo que­ría de­cir­le una cosa. —Ha­bla con la ca­be­za baja, sin mi­rar­nos a la cara, como el otro día—. A ve­ces va­mos a la ma­sía aban­do­na­da