Название | Las maletas del olvido |
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Автор произведения | Pilar Mayo |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788417451080 |
—¿Tardarán mucho en llamarnos? —pregunta—. Como no hay nadie más…
—Señora, la llamarán cuando puedan, ya le he dicho que se siente.
Entonces mi madre pierde los papeles.
—¿Que me siente? No tengo tiempo para sentarme. ¿Es que no ha oído nada de lo que le he dicho? Mi nieta ha desaparecido, hace dos días que no sabemos nada de ella y solo tiene quince años. Haga el favor de avisar a alguien y que venga enseguida si no quiere que entre yo misma —vocea, golpeando el cristal que nos separa del policía con el bolso y señalándolo con el dedo en un gesto amenazante—. ¿Es que está sordo? ¡Mueva su puto culo y haga su trabajo!
Teresa y yo intentamos apartarla del cristal y que se calme, pero no podemos con ella, está fuera de sí. Golpea el cristal furiosa una y otra vez y nos aparta a empujones. Enseguida aparecen otros dos policías. No hace falta que intervengan. Al verlos, mi madre para de gritar y de dar golpes, se coloca bien el abrigo y se arregla el pelo.
—Venimos a poner una denuncia —dice, como si acabáramos de entrar y no hubiera pasado nada.
Nos hacen pasar a una sala y Teresa se queda fuera, esperando. Supongo que estarán acostumbrados a ver de todo, pero damos verdadera pena: mi madre con la cara desencajada de llorar y el pelo revuelto después de la batalla que ha librado ahí fuera, el abrigo encima de la ropa que tenía puesta en casa; yo con un chándal viejo porque no me cabe otra cosa y un abrigo largo de punto con un roto en una manga —un agujero igual que el que tengo en mi vida y me empeño en llenar de comida—; y Teresa, que parece una gitana de feria, con sus amuletos colgados del cuello, sus pulseras de bisutería barata y esos pendientes de aro enormes.
El policía que nos atiende parece tomarse en serio lo que le explica mi madre, por suerte. Es un hombre mayor que debe estar a punto de jubilarse, mi madre se dirige a él como «agente». Si no fuera por lo dramático de la situación, la escena tendría tintes cómicos. Después de tomarnos declaración, el «agente», como lo ha bautizado mi madre, nos da una copia de la denuncia y un papel donde anota su número de móvil.
—Aquí tiene mi número, no dude en llamarme para cualquier cosa, a la hora que sea. Ya tengo sus datos, la mantendré informada. No se preocupe, lo más probable es que se presente en casa, como si nada, después de dos noches de fiesta. Ahora, váyanse a casa.
Salimos de la comisaría, no sin que antes mi madre le dirija una mirada asesina al policía que nos atendió cuando llegamos. Nos montamos en el coche, pero no arranco, porque no sé a dónde ir. A casa no es una opción, nos volveremos locas esperando. Se me ocurre que Muriel podría estar con su mejor amiga del instituto, o que igual ella sabe algo, se pasan horas hablando por el móvil. No tengo su teléfono, pero sé donde vive, porque la he llevado con el coche algunas veces.
Al llegar, nos abre la puerta su madre. Le explicamos la situación y ella llama a su hija, que es una réplica exacta de Muriel: igual de delgada, igual de pálida y va vestida de negro de la cabeza a los pies. Nos dice que no sabe nada, que también hace dos días que no la ve. Pero yo no sé si creérmelo, porque mira al suelo mientras habla y lo hace de manera mecánica, como aprendida. Según ella, Muriel nunca ha dicho nada de irse de casa, no sabe dónde puede estar, no conoce a nadie que pueda saber dónde está, no sabe dónde podemos ir a preguntar, no, no, no...
No nos movemos de la puerta, como si sospecháramos que la niña y la madre mienten y la tienen secuestrada. Respiramos sin más. No nos movemos ni le damos las gracias, permanecemos ahí, de pie, las tres, con los brazos caídos y sin atrevernos a recorrer los escasos diez metros que nos separan del coche.
La madre nos dice que lo siente y empuja a su hija hacia el interior de la casa. Debe de alegrarse de que no sea ella la que ha desaparecido. Nos vamos igual que hemos venido, sin saber nada.
De repente, el incipiente chispeo coge fuerza y, al ir a sacar las llaves, se me caen al suelo. Mierda. Tanteo la acera con las manos, no se ve nada y el agua nos empapa mientras mi madre alumbra con la linterna del móvil. Cuando las encuentro y entramos al coche estamos caladas, pero me da igual; no siento el frío y estoy segura de que ellas tampoco. Estamos completamente perdidas, no quiero ni imaginar que Muriel no volverá y que nunca sabremos lo que pasó, como les ocurre a esas familias que salen en las noticias y que luego aparecen en esos programas de televisión donde se aprovechan de su desgracia para conseguir audiencia.
—Vamos a casa de tu hermana.
—Mamá, no creo que sea buena idea, la llamaremos por teléfono.
—Te he dicho que vamos a casa de tu hermana.
Mi madre es una mujer fácil y de buen carácter, pero cuando está enfadada, más que hablar, sentencia.
Arranco el coche sabiendo que esta noche se romperá algo entre nosotras tres. Ese hilo que nos mantenía unidas desde que nos quedamos solas y que, aunque haya estado a punto de quebrarse muchas veces, hemos conseguido mantener intacto.
Cuando paro el motor, sigue lloviendo y, a pesar de ello, al salir, no corremos, no tenemos prisa y ya estamos empapadas. Teresa dice que nos espera en el coche y mi madre la obliga a venir con nosotras.
—Mamá…
Ella no me mira, tiene la vista fija en la puerta del ascensor; quiero decirle que no sea muy dura con Elena, pero Teresa me aprieta el brazo y, cuando la miro, niega con la cabeza pidiéndome que guarde silencio.
Cuando Agustina abre la puerta y nos ve, pone cara de espanto. Mi madre la aparta con la mano y entramos en la casa. Desde el recibidor se oye el murmullo de la conversación que proviene del comedor. Vamos dejando un reguero de agua a nuestro paso y, cuando entramos, se hace el silencio más absoluto.
—Mamá, qué sorpresa. Pero estáis empapadas, pasad a mi habitación,