Las maletas del olvido. Pilar Mayo

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Название Las maletas del olvido
Автор произведения Pilar Mayo
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788417451080



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tu vida a per­der. No sé qué cla­se de per­so­na he cria­do, des­de lue­go, no pa­re­ces hija mía.

      Esto úl­ti­mo, más que en­fa­da­da, lo dice con pena. Se da me­dia vuel­ta y sale del co­me­dor con no­so­tras de­trás. Mien­tras mi ma­dre le es­cu­pía es­tas pa­la­bras, mi cu­ña­do ju­ga­ba con el ta­pón del vino como si la cosa no fue­ra con él y Mu­riel no fue­ra hija suya. Los in­vi­ta­dos se mi­ran en­tre ellos, in­có­mo­dos por lo vio­len­to de la si­tua­ción.

      La fies­ta ha ter­mi­na­do por hoy.

      Ele­na

      Esta niña me va a ma­tar a dis­gus­tos. ¿Dón­de de­mo­nios se ha­brá me­ti­do? Es tan ca­be­zo­ta como mi ma­dre. Se em­pe­ñó en jo­der­me la cena, no se ima­gi­na lo im­por­tan­te que era. Es­ta­mos a pun­to de per­der­lo todo. Si San­tia­go no lle­ga a un acuer­do con su so­cio, es­ta­mos per­di­dos. Ano­che me con­fe­só que es­ta­mos en sus ma­nos, no me dio mu­chas más ex­pli­ca­cio­nes, solo que es­ta­mos jo­di­dos de ver­dad. Me bebo el zumo y dejo las tos­ta­das. Hace días que no voy al gim­na­sio, tam­po­co ten­go ham­bre, des­pués de la es­ce­na de ano­che, ¡qué ver­güen­za! ¿Cómo se le ocu­rrió a mi ma­dre pre­sen­tar­se con mi her­ma­na y con Te­re­sa? Y con esas pin­tas… Pa­re­cían las pro­ta­go­nis­tas de una pe­lí­cu­la de te­rror. Qué dra­má­ti­ca que es. Es­toy con­ven­ci­da de que Mu­riel está en casa de al­gu­na ami­ga.

      Es la pri­me­ra vez que veo así a mi ma­dre, es­ta­ba des­en­ca­ja­da. Me pa­re­ce in­creí­ble que siem­pre esté de buen hu­mor, con la mier­da de vida que lle­va. Des­de que mi pa­dre se fue, no ha de­ja­do de tra­ba­jar como una mula. Si echo la vis­ta atrás, la re­cuer­do siem­pre son­rien­do, por muy mal que es­tu­vie­ran las co­sas. A pe­sar de que­dar­se sola tan jo­ven nun­ca tra­jo a otro hom­bre a casa. ¿Ha­brá te­ni­do al­gu­na aven­tu­ra? Yo creo que no. No nos pa­re­ce­mos en nada. Tie­ne ra­zón al de­cir que fui fe­liz. Se em­pe­ñó a toda cos­ta en que sus dos hi­jas lo fué­ra­mos. Quie­ro a mi ma­dre, aun­que ella pien­se que no. Es lo mis­mo que pien­sa mi hija de mí, que yo no la quie­ro. Cla­ro que quie­ro a Mu­riel, a lo me­jor no he sido una ma­dre como lo fue la mía, pero nun­ca le ha fal­ta­do nada. Cada vez que dis­cu­ti­mos me dice que oja­lá fue­ra como las ma­dres de sus ami­gas, así que se­gu­ro que es­ta­rá en casa de al­gu­na de ellas. Cuan­do vuel­va va a es­tar cas­ti­ga­da una bue­na tem­po­ra­da.

      He per­di­do la cuen­ta de las lla­ma­das que he he­cho al mó­vil de Mu­riel. Cada vez que oigo el men­sa­je del con­tes­ta­dor sien­to que las pier­nas me flo­jean, como si esa voz se es­tu­vie­ra bur­lan­do de mí y me di­je­ra que ya es de­ma­sia­do tar­de, que de­be­ría ha­ber mos­tra­do in­te­rés por la due­ña de ese te­lé­fono mu­cho tiem­po atrás. Opto por in­ten­tar ave­ri­guar si está con al­gu­na ami­ga. No ten­go mu­chos nú­me­ros, solo los que he in­ter­cam­bia­do con al­gu­nas ma­dres para es­tar más tran­qui­la. A me­di­da que voy ha­cien­do lla­ma­das, me voy po­nien­do ner­vio­sa. Es im­po­si­ble que no esté en casa de al­gu­na de ellas. Nun­ca ha­bía he­cho algo así. Has­ta aho­ra es­ta­ba tran­qui­la, pero me da mie­do ha­cer la úl­ti­ma lla­ma­da, por­que no sé qué haré si no ob­ten­go la res­pues­ta que quie­ro. Cuan­do ter­mino de ha­blar con la úl­ti­ma de sus ami­gas, un su­dor frío me re­co­rre el cuer­po. No pue­de ser, na­die la ha vis­to des­de hace dos días y na­die sabe dón­de pue­de es­tar. La an­gus­tia se apo­de­ra de mí, no sé qué ha­cer. ¿Dón­de pue­de es­tar? Por fa­vor, que no le haya pa­sa­do nada malo. ¿Cómo he po­di­do es­tar tan tran­qui­la sin sa­ber nada de ella? Voy a su ha­bi­ta­ción, abro el ar­ma­rio y cojo una su­da­de­ra, hun­do mi cara en la pren­da para oler­la y llo­ro por­que no sé dón­de está ni si es­ta­rá bien. Lla­mo a su pa­dre, que ano­che se fue con Fer­nan­do a to­mar la úl­ti­ma copa y to­da­vía no ha vuel­to.

      —Dime.

      —Mu­riel no está con nin­gu­na de sus ami­gas, no la han vis­to des­de hace dos días. No sé qué ha­cer, de­be­ría­mos ir a la po­li­cía. ¿Y si le ha pa­sa­do algo malo? Nun­ca se ha­bía ido de casa. San­tia­go, por Dios, dime algo —le pido al ver que no con­tes­ta.

      —Aho­ra no pue­do ha­blar, si le hu­bie­ra pa­sa­do algo malo ya nos hu­bié­ra­mos en­te­ra­do. Y a la po­li­cía ya han ido los Án­ge­les de Char­lie, así que tran­qui­la —dice re­fi­rién­do­se a mi ma­dre, a mi her­ma­na y a Te­re­sa.

      —Eres un ser des­pre­cia­ble.

      Cuel­go el te­lé­fono y sien­to asco ha­cia mi ma­ri­do —tan­to como ha­cia mí mis­ma—, por no ha­ber­nos preo­cu­pa­do an­tes.

      Re­gis­tro los ca­jo­nes ti­ran­do las co­sas al sue­lo, para ver si en­cuen­tro algo que me dé una pis­ta so­bre dón­de pue­de es­tar. En­cuen­tro una bol­sa de plás­ti­co con pas­ti­llas y otra con ma­rihua­na, pero nada que me in­di­que su pa­ra­de­ro. En el ar­ma­rio, de­ba­jo de la ropa, hay un ál­bum del co­le­gio con sus tra­ba­jos de cuan­do era pe­que­ña. Me sien­to cul­pa­ble. Esto de­be­ría te­ner­lo yo guar­da­do, para en­se­ñár­se­lo cuan­do fue­ra ma­yor, como ha­cía mi ma­dre con no­so­tras.

      Lo abro y pa­seo la vis­ta por los di­bu­jos in­fan­ti­les y la ca­li­gra­fía gran­de y re­don­da. Al ce­rrar­lo, veo que en la par­te de atrás hay es­cri­ta una fra­se, con ro­tu­la­dor ne­gro, en ma­yús­cu­las, que me gol­pea con fuer­za y me lle­na de pena. No sé cuán­do la ha­brá es­cri­to, pero la le­tra es de aho­ra, nada que ver con la ca­li­gra­fía in­fan­til del ál­bum.

      «Mis pa­dres no me quie­ren».

      Cin­co pa­la­bras que me par­ten en dos. Voy al sa­lón, lleno un vaso de whisky que me bebo de un tra­go, y lan­zo el vaso con fuer­za con­tra la puer­ta. De­trás va la bo­te­lla, que se hace añi­cos al cho­car con­tra el mar­co. Dos­cien­tos se­ten­ta eu­ros a la mier­da. Da­ría todo lo que ten­go por re­cu­pe­rar a Mu­riel.

      «Mis pa­dres no me quie­ren». La fra­se se re­pi­te en mi ca­be­za sin pa­rar. Qué egoís­ta he sido, pero to­da­vía es­toy a tiem­po. Juro por Dios que si no le pasa nada, pa­sa­ré más tiem­po con ella y le diré que la quie­ro, aun­que me dé ver­güen­za por la fal­ta de cos­tum­bre y por­que se hace ma­yor. Nos ire­mos de via­je si ella quie­re, las dos so­las; nun­ca he­mos he­cho nada jun­tas. No po­dría so­por­tar que le hu­bie­ra pa­sa­do algo. Aun­que me gus­te la vida que lle­vo no soy un mons­truo, se­ría ca­paz de re­nun­ciar a todo a cam­bio de que es­tu­vie­ra bien. El sue­lo de la ha­bi­ta­ción está sem­bra­do de ropa, pi­ja­mas, bra­gas, su­je­ta­do­res, ca­mi­se­tas… da la sen­sa­ción de que han en­tra­do a ro­bar. Tiro las pas­ti­llas y la ma­rihua­na al vá­ter, do­blo la ropa con cui­da­do sin de­jar de llo­rar y la re­co­jo para que cuan­do vuel­va lo en­cuen­tre todo bien. Me doy cuen­ta de que lo que es­toy ha­cien­do es ab­sur­do, algo que ha­ría mi ma­dre, no yo, pero no sé qué otra cosa ha­cer.

      Inés

      Hoy es el pri­mer día, des­de hace mu­chos me­ses, que no ten­go ham­bre. No he co­mi­do nada des­de hace ho­ras. Ade­más de la an­gus­tia de no sa­ber dón­de es­ta­rá Mu­riel y si es­ta­rá bien, sien­to una pena in­men­sa al ver a mi ma­dre com­pro­ban­do, una y otra vez, que todo está como ella cree que de­be­ría. Ha or­de­na­do la com­pra que tra­jo ayer y que