Las maletas del olvido. Pilar Mayo

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Название Las maletas del olvido
Автор произведения Pilar Mayo
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788417451080



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de­jar de ir a ver a mi ma­ri­do a es­con­di­das, como hago de vez en cuan­do des­de que des­cu­brí que nun­ca se mar­chó de la ciu­dad y que tie­ne otra fa­mi­lia con otras hi­jas y otros nie­tos, que no le mo­les­tan ni le vie­nen gran­des. Tam­po­co me pa­re­ce im­por­tan­te de­cir que voy a de­jar de co­mer­me los dul­ces que trae Inés a casa, a es­con­di­das tam­bién, por­que los ten­go prohi­bi­dos por el mé­di­co. Por más que pien­so, no se me ocu­rre ni un pe­ca­do que ofre­cer a Dios a cam­bio de que me de­vuel­va a Mu­riel, no se me ocu­rre nada que me cues­te un gran sa­cri­fi­cio. En­ton­ces, Inés, que está sen­ta­da a mi lado, me coge la mano y la aprie­ta en un ges­to ca­ri­ño­so. Y sien­to que es tan des­gra­cia­da que le pro­me­to a Dios que me voy a de­jar la vida para que mi hija vuel­va a ser fe­liz, que no voy a des­can­sar ni un día has­ta que vuel­va a ver­la como era an­tes. Le voy a arran­car la pena que tie­ne ins­ta­la­da en el co­ra­zón, cla­ro que, para que eso su­ce­da, te­ne­mos que en­con­trar a Mu­riel, si no es así nin­gu­na de no­so­tras po­dre­mos sa­lir de la os­cu­ri­dad, ni si­quie­ra Ele­na, que apa­ren­ta ser una roca. Cuan­do ter­mino de ha­blar con Dios, sien­to un ali­vio enor­me. Sé que va­mos a en­con­trar a Mu­riel y que esto que ha pa­sa­do ha sido para ha­cer­nos reac­cio­nar.

      Nos ba­ja­mos del co­che y nos acer­ca­mos a la casa. Nos re­ci­ben un mon­tón de pe­rros que la­dran pe­ga­dos a la reja de la en­tra­da. Tras ella, ve­mos una es­pe­cie de pa­tio sem­bra­do de bom­bo­nas de bu­tano, si­llas de plás­ti­co vie­jas, mon­ta­ñas de cha­ta­rra y bo­te­llas va­cías ti­ra­das, ade­más de bol­sas de ba­su­ra. El es­pa­cio está com­ple­ta­men­te aban­do­na­do. No po­de­mos en­trar, en la ver­ja hay una ca­de­na con un can­da­do. La za­ran­deo y el rui­do en­lo­que­ce a los pe­rros, que no pa­ran de la­drar. Aun­que rom­pié­ra­mos el can­da­do, cosa im­po­si­ble, los ani­ma­les nos im­pe­di­rían el paso. Gri­ta­mos lla­man­do a Mu­riel para ver si sale al­guien, pero no ob­te­ne­mos res­pues­ta.

      —Hay que lla­mar a la po­li­cía.

      Bus­co en mi bol­so el nú­me­ro de te­lé­fono que me dio el agen­te, los pe­rros se ca­llan y, cuan­do le­van­to la ca­be­za, veo a un chi­co del­ga­do y des­gar­ba­do. Los pe­rros co­rren ha­cia él. Tie­ne el pelo lleno de ras­tas, un aro en la na­riz y va­rios más en las ore­jas. Lle­va un palo en la mano y se acer­ca a la puer­ta con aire ame­na­zan­te.

      —¡Jo­der!, me­nu­do es­cán­da­lo, ¿qué pasa?

      —Abre la puer­ta, ve­ni­mos a bus­car a mi nie­ta. Si no abres, lla­mo aho­ra mis­mo a la po­li­cía.

      —¿Y se pue­de sa­ber quién es su nie­ta?

      —Se lla­ma Mu­riel y no nos ire­mos de aquí sin ella.

      —No co­noz­co a nin­gu­na Mu­riel —dice con des­ga­na.

      Se da la vuel­ta rién­do­se de no­so­tras y nos hace la pei­ne­ta, me aga­cho y le lan­zo una pie­dra que cojo del sue­lo y que le da en la ca­be­za. Suel­ta el palo y se lle­va las ma­nos a la par­te del crá­neo don­de ha no­ta­do el im­pac­to.

      —¡Hi­jas de puta! Jo­der con las pu­tas chi­fla­das, ¿es­táis lo­cas o qué? Os he di­cho que no co­noz­co a nin­gu­na Mu­riel, si no os lar­gáis aho­ra mis­mo suel­to a los pe­rros —dice mien­tras se acer­ca a la puer­ta de en­tra­da, dán­do­le una pa­ta­da con fuer­za. Los pe­rros la­dran sin pa­rar. Inés saca una foto del bol­so y se la en­se­ña.

      —Solo tie­ne quin­ce años, si está ahí den­tro ten­drás pro­ble­mas, no nos mo­ve­re­mos de aquí y lla­ma­re­mos a la po­li­cía.

      —¿Quin­ce? ¡Vaya mier­da! Pa­re­cía más ma­yor —con­fie­sa mien­tras or­de­na a los pe­rros que se ca­llen y abre la puer­ta. El ali­vio que sien­to es tan gran­de que creo que me voy a des­ma­yar—. Ya os la po­déis lle­var, está con la pá­li­da, no quie­ro líos. Y no to­quéis nada.

      En­tra­mos de­trás de él, se de­tie­ne, nos ame­na­za con el dedo y nos re­pi­te que no to­que­mos nada. La casa da ver­da­de­ro asco, hue­le a ba­su­ra y pa­re­ce un ver­te­de­ro, así que no sé qué es lo que no quie­re que to­que­mos. Re­pri­mo una ar­ca­da y me tapo la boca con un pa­ñue­lo, el olor es nau­sea­bun­do. Ten­go que aga­rrar a Te­re­sa para que nos siga, se ha que­da­do pa­ra­li­za­da mi­ran­do al­re­de­dor, asus­ta­da. Nun­ca en mi vida ha­bía vis­to tan­ta ba­su­ra acu­mu­la­da. En un rin­cón hay un par de chi­cos be­bien­do cer­ve­za. Uno de ellos aca­ri­cia una ba­rra de hie­rro al ver­nos apa­re­cer. El que nos ha abier­to la ver­ja le hace un ges­to con la mano y se re­la­ja, ig­no­rán­do­nos. Sue­na una mú­si­ca de fon­do que pa­re­ce sa­li­da del in­fierno y eso me lle­va a pen­sar que si el in­fierno exis­te debe ser algo pa­re­ci­do a esto. Hay col­cho­nes ti­ra­dos en el sue­lo con man­tas vie­jas y su­cias en­ci­ma. Una mu­jer duer­me en uno de ellos y no pue­do de­jar de mi­rar­le los pies, que aso­man por de­ba­jo de la man­ta, tan su­cios que es­tán com­ple­ta­men­te ne­gros, como si los hu­bie­ra me­ti­do en un saco de car­bón. El mu­cha­cho que nos guía se de­tie­ne, apar­ta una sá­ba­na col­ga­da de una cuer­da y se­ña­la un bul­to que hay ti­ra­do en­ci­ma de un sofá, tan vie­jo como todo lo de­más.

      —Ahí está. Ya po­déis sa­lir de aquí ca­gan­do le­ches si no que­réis que os eche a los pe­rros.

      Nos aba­lan­za­mos so­bre ella, está blan­ca y su­dan­do, tie­ne la ropa man­cha­da de vó­mi­to seco y las oje­ras más pro­nun­cia­das que nun­ca. La le­van­ta­mos, la sa­ca­mos de allí y la me­te­mos como po­de­mos en el co­che. Ele­na la acu­na como si fue­ra un bebé y no deja de llo­rar y ha­blar­le ba­ji­to. Le doy gra­cias a Dios por ha­ber­me es­cu­cha­do. A lo me­jor te­nía­mos que pa­sar por esto para que mi hija re­cu­pe­ra­ra a la suya y yo pue­da sal­var a Inés. Mu­riel no ha di­cho ni una pa­la­bra, tam­po­co creo que pue­da. No es el mo­men­to de pe­dir ex­pli­ca­cio­nes. Te­re­sa tam­bién ha en­mu­de­ci­do, pa­re­ce es­tar en shock.

      Al lle­gar a casa me cam­bio de ropa, ne­ce­si­to des­pren­der­me del olor de esa casa. De ca­mino al co­me­dor, al pa­sar por el baño, veo que Mu­riel, sen­ta­da en la taza del vá­ter, es­ti­ra la mano, como si qui­sie­ra aca­ri­ciar a su ma­dre, que está aga­cha­da qui­tán­do­le las bo­tas; sin em­bar­go, la re­ti­ra an­tes de lle­gar a to­car­le la ca­be­za, como si le die­ra mie­do por­que en vez de su ma­dre fue­ra un pe­rro de raza pe­li­gro­sa y no su­pie­ra cómo va a reac­cio­nar. Ele­na no se sien­te có­mo­da con el con­tac­to fí­si­co, abra­zar­la es como abra­zar a un ár­bol, y aun­que por un se­gun­do me dan ga­nas de en­trar para con­so­lar a Mu­riel, no lo hago, no quie­ro qui­tar­le el si­tio a su ma­dre, no aho­ra. Al sa­lir de nue­vo al co­me­dor es­cu­cho un ge­mi­do, es como un mau­lli­do de gato. Bus­co con la mi­ra­da de dón­de pro­vie­ne has­ta que mis ojos se de­tie­nen en Te­re­sa, que está de pie con un bul­to ocul­to bajo el abri­go y la cul­pa es­con­di­da en la mi­ra­da.

      —Te­re­sa, ¿no te ha­brás traí­do un gato de esa ma­sía lle­na de mier­da? Es­ta­rá in­fes­ta­do de pul­gas.

      Sa­li­mos de allí tan de­pri­sa y tan ali­via­das por ha­ber en­con­tra­do a Mu­riel que no me fijé en nada más. Se abre el abri­go y saca una sá­ba­na su­cia con algo que se mue­ve den­tro, me la tien­de y me quie­ro mo­rir cuan­do veo a un bebé. Es una bebé,