Название | Las maletas del olvido |
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Автор произведения | Pilar Mayo |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788417451080 |
Nos bajamos del coche y nos acercamos a la casa. Nos reciben un montón de perros que ladran pegados a la reja de la entrada. Tras ella, vemos una especie de patio sembrado de bombonas de butano, sillas de plástico viejas, montañas de chatarra y botellas vacías tiradas, además de bolsas de basura. El espacio está completamente abandonado. No podemos entrar, en la verja hay una cadena con un candado. La zarandeo y el ruido enloquece a los perros, que no paran de ladrar. Aunque rompiéramos el candado, cosa imposible, los animales nos impedirían el paso. Gritamos llamando a Muriel para ver si sale alguien, pero no obtenemos respuesta.
—Hay que llamar a la policía.
Busco en mi bolso el número de teléfono que me dio el agente, los perros se callan y, cuando levanto la cabeza, veo a un chico delgado y desgarbado. Los perros corren hacia él. Tiene el pelo lleno de rastas, un aro en la nariz y varios más en las orejas. Lleva un palo en la mano y se acerca a la puerta con aire amenazante.
—¡Joder!, menudo escándalo, ¿qué pasa?
—Abre la puerta, venimos a buscar a mi nieta. Si no abres, llamo ahora mismo a la policía.
—¿Y se puede saber quién es su nieta?
—Se llama Muriel y no nos iremos de aquí sin ella.
—No conozco a ninguna Muriel —dice con desgana.
Se da la vuelta riéndose de nosotras y nos hace la peineta, me agacho y le lanzo una piedra que cojo del suelo y que le da en la cabeza. Suelta el palo y se lleva las manos a la parte del cráneo donde ha notado el impacto.
—¡Hijas de puta! Joder con las putas chifladas, ¿estáis locas o qué? Os he dicho que no conozco a ninguna Muriel, si no os largáis ahora mismo suelto a los perros —dice mientras se acerca a la puerta de entrada, dándole una patada con fuerza. Los perros ladran sin parar. Inés saca una foto del bolso y se la enseña.
—Solo tiene quince años, si está ahí dentro tendrás problemas, no nos moveremos de aquí y llamaremos a la policía.
—¿Quince? ¡Vaya mierda! Parecía más mayor —confiesa mientras ordena a los perros que se callen y abre la puerta. El alivio que siento es tan grande que creo que me voy a desmayar—. Ya os la podéis llevar, está con la pálida, no quiero líos. Y no toquéis nada.
Entramos detrás de él, se detiene, nos amenaza con el dedo y nos repite que no toquemos nada. La casa da verdadero asco, huele a basura y parece un vertedero, así que no sé qué es lo que no quiere que toquemos. Reprimo una arcada y me tapo la boca con un pañuelo, el olor es nauseabundo. Tengo que agarrar a Teresa para que nos siga, se ha quedado paralizada mirando alrededor, asustada. Nunca en mi vida había visto tanta basura acumulada. En un rincón hay un par de chicos bebiendo cerveza. Uno de ellos acaricia una barra de hierro al vernos aparecer. El que nos ha abierto la verja le hace un gesto con la mano y se relaja, ignorándonos. Suena una música de fondo que parece salida del infierno y eso me lleva a pensar que si el infierno existe debe ser algo parecido a esto. Hay colchones tirados en el suelo con mantas viejas y sucias encima. Una mujer duerme en uno de ellos y no puedo dejar de mirarle los pies, que asoman por debajo de la manta, tan sucios que están completamente negros, como si los hubiera metido en un saco de carbón. El muchacho que nos guía se detiene, aparta una sábana colgada de una cuerda y señala un bulto que hay tirado encima de un sofá, tan viejo como todo lo demás.
—Ahí está. Ya podéis salir de aquí cagando leches si no queréis que os eche a los perros.
Nos abalanzamos sobre ella, está blanca y sudando, tiene la ropa manchada de vómito seco y las ojeras más pronunciadas que nunca. La levantamos, la sacamos de allí y la metemos como podemos en el coche. Elena la acuna como si fuera un bebé y no deja de llorar y hablarle bajito. Le doy gracias a Dios por haberme escuchado. A lo mejor teníamos que pasar por esto para que mi hija recuperara a la suya y yo pueda salvar a Inés. Muriel no ha dicho ni una palabra, tampoco creo que pueda. No es el momento de pedir explicaciones. Teresa también ha enmudecido, parece estar en shock.
Al llegar a casa me cambio de ropa, necesito desprenderme del olor de esa casa. De camino al comedor, al pasar por el baño, veo que Muriel, sentada en la taza del váter, estira la mano, como si quisiera acariciar a su madre, que está agachada quitándole las botas; sin embargo, la retira antes de llegar a tocarle la cabeza, como si le diera miedo porque en vez de su madre fuera un perro de raza peligrosa y no supiera cómo va a reaccionar. Elena no se siente cómoda con el contacto físico, abrazarla es como abrazar a un árbol, y aunque por un segundo me dan ganas de entrar para consolar a Muriel, no lo hago, no quiero quitarle el sitio a su madre, no ahora. Al salir de nuevo al comedor escucho un gemido, es como un maullido de gato. Busco con la mirada de dónde proviene hasta que mis ojos se detienen en Teresa, que está de pie con un bulto oculto bajo el abrigo y la culpa escondida en la mirada.
—Teresa, ¿no te habrás traído un gato de esa masía llena de mierda? Estará infestado de pulgas.
Salimos de allí tan deprisa y tan aliviadas por haber encontrado a Muriel que no me fijé en nada más. Se abre el abrigo y saca una sábana sucia con algo que se mueve dentro, me la tiende y me quiero morir cuando veo a un bebé. Es una bebé,