Las maletas del olvido. Pilar Mayo

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Название Las maletas del olvido
Автор произведения Pilar Mayo
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788417451080



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que se pon­ga mi hija.

      —Ay, se­ño­ra, la se­ño­ra Ele­na me pi­dió que no la mo­les­ta­ra, se en­fa­da­rá con­mi­go si le lle­vo el te­lé­fono.

      —Una ma­dre no de­be­ría ser mo­ti­vo de mo­les­tia. Llé­va­le el te­lé­fono y dile que, si no se pone, juro por Dios que no vol­ve­ré a di­ri­gir­le la pa­la­bra. —Agus­ti­na le re­pi­te mi ame­na­za, y la ra­bia cre­ce den­tro de mí cuan­do es­cu­cho que dice en voz baja que soy una pe­sa­da.

      —Mamá, ¿qué quie­res? Me es­toy vis­tien­do para la cena, no ten­go tiem­po de ser­mo­nes.

      —¿Dón­de está Mu­riel? He lla­ma­do para ha­blar con ella.

      —Aquí no está. Se su­po­ne que es­ta­ba en tu casa. Des­de que se fue no ha vuel­to. —Al oír su res­pues­ta sien­to mie­do, el mie­do al que se re­fe­ría el ho­rós­co­po hace unos días. ¿Dón­de dia­blos es­ta­rá Mu­riel? Y lo que es peor, ¿es­ta­rá bien?

      —Ayer la lle­vé a tu casa, me dijo que iba a ha­blar con­ti­go, que si no vol­vía era por­que es­ta­ba todo arre­gla­do y que se que­da­ba allí. La dejé en la puer­ta.

      —Pues aquí no está. Ya ves que se ha em­pe­ña­do en fas­ti­diar­me la cena.

      —Ele­na, no sa­bes dón­de está tu hija ni dón­de ha dor­mi­do, ¿y solo te preo­cu­pa esa mal­di­ta cena?

      —Mamá, no seas dra­má­ti­ca, es­ta­rá en casa de al­gu­na ami­ga. Ma­ña­na apa­re­ce­rá para res­tre­gar­me por la cara que se ha sa­li­do con la suya.

      —Si le pasa algo, no te lo per­do­na­ré nun­ca.

      La cer­te­za de que ha ocu­rri­do una des­gra­cia me gol­pea el es­tó­ma­go de­ján­do­me sin alien­to. Algo ha su­ce­di­do, lo sé como se sa­ben esas co­sas que pre­sien­tes y en las que no quie­res pen­sar por te­mor a que se ha­gan reali­dad. Lla­mo a Te­re­sa in­me­dia­ta­men­te. Te­re­sa es mi ami­ga y ade­más es vi­den­te. Le ex­pli­co lo ocu­rri­do y me dice que es­ta­rá aquí en dos mi­nu­tos.

      Voy a la ha­bi­ta­ción de Inés, que si­gue acos­ta­da y le re­ti­ro las sá­ba­nas brus­ca­men­te.

      —Mu­riel ha des­apa­re­ci­do —le digo gri­tan­do—. Le­ván­ta­te, te­ne­mos que ir a bus­car­la.

      —¿Que ha des­apa­re­ci­do?, ex­plí­ca­te. ¿Y a dón­de hay que ir a bus­car­la? ¿La has lla­ma­do al mó­vil?

      —Sí, no con­tes­ta. He lla­ma­do a casa de tu her­ma­na, hace dos días que no sabe nada de ella, pen­sa­ba que es­ta­ba aquí, con no­so­tras. Hoy es la cena, se ha­brá es­ca­pa­do. Dos días por ahí, ¿dón­de es­ta­rá?, ¿dón­de ha­brá dor­mi­do? No me ha lla­ma­do, tie­ne que ha­ber­le pa­sa­do algo. Si le ha pa­sa­do algo malo, me mue­ro, es cul­pa mía, ten­dría que ha­ber­la de­ja­do que­dar­se aquí. Te­ne­mos que ir a la po­li­cía. Aho­ra vie­ne Te­re­sa, ella nos dirá si está bien. No ten­dría que ha­ber pa­ga­do en esa caja, ni ha­ber co­gi­do la fru­ta sin ton ni son, ¿por qué me ha­bré sal­ta­do los pa­si­llos del su­per­mer­ca­do? Voy a do­blar bien las bol­sas mien­tras lle­ga Te­re­sa.

      —Mamá, por fa­vor, no te en­tien­do, para.

      Inés me mira asus­ta­da y es la pri­me­ra vez des­de hace mu­cho tiem­po que veo algo en sus ojos y en su ac­ti­tud que no es de­si­dia ni apa­tía; y, por un ins­tan­te que dura solo una mi­lé­si­ma de se­gun­do, me ale­gro de que algo la haya he­cho reac­cio­nar, aun­que sea la des­apa­ri­ción de Mu­riel. No sé si eso me con­vier­te en una mala per­so­na, pero aho­ra no ten­go tiem­po para juz­gar­me. Abro el ar­ma­rio y le tiro la ropa en­ci­ma de la cama.

      —Vís­te­te.

      —Tran­qui­lí­za­te —dice—, aho­ra voy. Y cuén­ta­me otra vez lo que ha pa­sa­do, por­que no en­tien­do nada.

      El tim­bre nos sal­va a las dos: a mí por­que evi­ta que le diga a Inés lo que pien­so so­bre su co­bar­día para en­fren­tar­se a los pro­ble­mas —sé que mis pa­la­bras pue­den ha­cer­le mu­cho daño y des­pués me arre­pen­ti­ría—; y a ella, por­que si lo es­cu­cha­ra la hun­di­ría para siem­pre, y eso es lo que me­nos ne­ce­si­ta­mos en es­tos mo­men­tos.

      —Te­re­sa —su­su­rro.

      Inés

      Sue­na el tim­bre, será Te­re­sa.

      Me da mie­do mi ma­dre, no en­tien­do nada de lo que me ha di­cho, no de­ja­ba de an­dar de un lado a otro de la ha­bi­ta­ción llo­ran­do mien­tras de­cía que Mu­riel ha­bía des­apa­re­ci­do, no sé qué dice de la fru­ta, del su­per­mer­ca­do y de unas bol­sas de plás­ti­co. No la ha­bía vis­to nun­ca así, ¿qué ha­brá pa­sa­do? Le es­cri­bo un men­sa­je a Mu­riel, mi ma­dre y el mó­vil no son bue­nos ami­gos, la ma­yo­ría de las ve­ces se equi­vo­ca de des­ti­na­ta­rio cuan­do en­vía los wa­saps; otras la lla­mas y cuel­ga e in­clu­so ni con­tes­ta por­que dice que no sue­na. Como mis men­sa­jes no le lle­gan, la lla­mo. Mu­riel tie­ne el mó­vil apa­ga­do y eso sí que es ex­tra­ño, por­que mi so­bri­na anda todo el día con el te­lé­fono en la mano, no de­ja­ría que se que­da­ra sin ba­te­ría.

      Me pon­go el chán­dal de­pri­sa y, cuan­do sal­go de la ha­bi­ta­ción, me en­cuen­tro a mi ma­dre y a su ami­ga en la co­ci­na co­gi­das de la mano. Te­re­sa, con su in­se­pa­ra­ble fal­da lar­ga de vue­lo, sus de­dos lle­nos de ani­llos y su lar­ga me­le­na ne­gra suel­ta y bri­llan­te, como una cín­ga­ra de las que apa­re­cían en los cuen­tos que mi ma­dre me leía de pe­que­ña.

      En cuan­to me ve, se le­van­ta y se acer­ca a abra­zar­me.

      —Inés, mi niña, pero qué gua­pa es­tás.

      Te­re­sa hue­le a in­cien­so y a li­món, a mis­te­rio y a bue­na per­so­na. Y sé que lo dice de ver­dad, ella ve a la gen­te más o me­nos agra­cia­da en fun­ción de su aura. «El fí­si­co no im­por­ta», dice siem­pre. A lo me­jor es por­que ella es una de las mu­je­res más gua­pas que he vis­to ja­más, la edad no le ha res­ta­do be­lle­za.

      —Mu­riel está viva. Ya se lo he di­cho a tu ma­dre. Aho­ra te­ne­mos que ir a bus­car­la, nos ne­ce­si­ta. No po­de­mos per­der tiem­po.

      Me que­do pa­ra­li­za­da, por­que ni se me ha­bía pa­sa­do por la ca­be­za que al­guien hu­bie­ra po­di­do ha­cer­le daño a mi so­bri­na. Y aun­que no creo en fan­tas­mas ni au­ras ni adi­vi­nas ni creo que Te­re­sa sea vi­den­te, me obli­go a pen­sar que lo que dice es ver­dad. Sal­go de casa con ellas sin sa­ber a dón­de va­mos y ten­go que vol­ver a en­trar para co­ger las lla­ves del co­che. An­tes de ce­rrar la puer­ta, cojo la foto de Mu­riel que hay en el re­ci­bi­dor y la meto en el bol­so sin de­te­ner­me a sa­car­la del mar­co.

      En el co­che, mi ma­dre vuel­ve a con­tar­me lo que ha pa­sa­do, esta vez con más cal­ma. Está hun­di­da, no deja de re­tor­cer­se las ma­nos, como si tu­vie­ra frío, y no se me ocu­rre qué de­cir­le para tran­qui­li­zar­la. Las pa­la­bras se me que­dan atas­ca­das en la gar­gan­ta por­que to­das me pa­re­cen hue­cas y sin sen­ti­do.

      La pri­me­ra pa­ra­da es la co­mi­sa­ría, no se nos ha ocu­rri­do