Las maletas del olvido. Pilar Mayo

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Название Las maletas del olvido
Автор произведения Pilar Mayo
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788417451080



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via­je que or­ga­ni­za­ron, un fin de se­ma­na a unas ca­ba­ñas de lujo en­ci­ma de unos ár­bo­les. «Algo di­fe­ren­te», di­je­ron, en ple­na na­tu­ra­le­za, sin ta­co­nes, sin ropa de fies­ta, so­las, sin ma­ri­dos. Eli­gie­ron el fin de se­ma­na del cum­plea­ños de Mu­riel, por­que pen­sa­ban que no iría, que se li­bra­rían de mí. Aun así me com­pro­me­tí a ir, les dije que Mu­riel ya era ma­yor y que le da­ría igual que yo no es­tu­vie­ra por­que pre­fe­ría ce­le­brar­lo con sus ami­gas. Que­da­mos a las nue­ve, el si­tio al que íba­mos es­ta­ba cer­ca, a tan solo una hora de nues­tra ur­ba­ni­za­ción. Lle­gué un poco an­tes al pun­to de en­cuen­tro y me ex­tra­ñó no en­con­trar­me con na­die. Cada vez que se acer­ca­ba un co­che me le­van­ta­ba del ban­co don­de ha­cía rato que las es­pe­ra­ba por si eran ellas. Cuan­do pa­sa­ban vein­te mi­nu­tos de la hora se­ña­la­da com­pren­dí que se ha­bían ido sin mí. Las lla­mé por te­lé­fono, y solo me di­je­ron que yo me ha­bía con­fun­di­do con la hora, que ha­bía­mos que­da­do a las ocho. No les ex­tra­ñó que no apa­re­cie­ra. Pen­sa­ron que a lo me­jor me lo ha­bía pen­sa­do me­jor y que fi­nal­men­te me que­da­ba en casa para es­tar con mi hija en su cum­plea­ños. «Ven­te si quie­res, tu cama está li­bre», así que, una vez más me arras­tré y fui de­trás de ellas. Las ele­gí a ellas en lu­gar de a Mu­riel. ¿Por qué ten­go la ne­ce­si­dad de ser acep­ta­da en su cír­cu­lo? To­da­vía hoy no lo sé, pero em­pie­zo a no so­por­tar­las.

      Ten­go un do­lor de ca­be­za ho­rri­ble y no sé cómo voy a ma­ne­jar la si­tua­ción con Mu­riel. Am­bas ne­ce­si­ta­mos tiem­po. Ma­ña­na iré a casa de mi ma­dre como si no hu­bie­ra pa­sa­do nada. No es el mo­men­to de ha­cer re­pro­ches, ade­más, temo que ella ten­ga más co­sas que re­pro­char­me a mí que yo a ella.

      Al lle­gar a casa me en­cuen­tro a San­tia­go en el sofá con el por­tá­til en el re­ga­zo. No le­van­ta la vis­ta cuan­do en­tro, ni pre­gun­ta de dón­de ven­go; ni si­quie­ra pre­gun­ta por su hija. Paso por su lado sin mi­rar­lo para ir a mi ha­bi­ta­ción y lla­mo a Ar­tu­ro.

      —Ten­go ga­nas de ver­te.

      No ten­go que de­cir nada más.

      Me du­cho, me vis­to de puta de lujo y voy a su en­cuen­tro, a ol­vi­dar­me por un rato de San­tia­go, de mi hija, de mi ma­dre, de Te­re­sa, de la niña ne­gra, de las ar­pías y, so­bre todo, de lo que he he­cho con mi vida.

      CAPÍTULO 5

      So­ñar con agua tur­bia: Se sien­te des­bor­da­do por una si­tua­ción o por sus sen­ti­mien­tos. Si sue­ña que hay una inun­da­ción sig­ni­fi­ca que se en­fren­ta a lu­chas y emo­cio­nes di­fí­ci­les.

      Dejo a Mu­riel en la cama, se ha que­da­do dor­mi­da, y bajo a ver si ha lle­ga­do Inés con la com­pra. Te­re­sa está sen­ta­da en el sofá con la niña en bra­zos y, cuan­do me ve, la aprie­ta con­tra su pe­cho como si pen­sa­ra que se la voy a qui­tar. Me sien­to a su lado y per­ma­ne­ce­mos mu­das las dos, por­que no sa­be­mos qué de­cir­nos. La niña em­pie­za a llo­rar y Te­re­sa le can­ta una nana mien­tras la mece en sus bra­zos. Hay tan­ta ter­nu­ra en lo que dice o, me­jor di­cho, en cómo lo dice, que sien­to que no pue­do obli­gar­la a des­ha­cer­se de ella. Cuan­do lle­ga Inés le digo que pre­pa­re un bi­be­rón. Mien­tras, yo lleno el ba­rre­ño de la ropa con agua ca­len­ti­ta, no quie­ro me­ter a la niña en la ba­ñe­ra; es muy pe­que­ña. Lo co­lo­co en­ci­ma de la mesa del co­me­dor y voy a bus­car unas toa­llas y un mu­ñe­co que ten­go en­ci­ma de mi cama para qui­tar­le la ropa, no quie­ro po­ner­le lo que ha traí­do Inés sin la­var­lo an­tes.

      La niña es pre­cio­sa, qué lás­ti­ma que la ha­yan aban­do­na­do, con la de gen­te que quie­re te­ner hi­jos y no pue­de. La vida es in­jus­ta.

      —Am­pa­ro, te­ne­mos que po­ner­le nom­bre.

      —¿Un nom­bre? ¿Para qué? Sa­bes que no po­de­mos que­dar­nos con ella.

      —De to­das for­mas, te­ne­mos que lla­mar­la de al­gu­na ma­ne­ra mien­tras esté con no­so­tras. Tie­ne que ser un nom­bre que sig­ni­fi­que algo para no­so­tras. ¿Cómo se lla­ma­ba tu ma­dre?

      —¿Mi ma­dre? Jus­ti­na. Des­car­ta­do. ¿Y la tuya?

      —La mía, Blan­ca —dice mi­rán­do­me muy se­ria.

      Nos en­tra una risa flo­ja, son los ner­vios con­te­ni­dos que se es­ca­pan en for­ma de car­ca­ja­da. Te­re­sa tie­ne una risa con­ta­gio­sa. Se ríe con todo el cuer­po.

      —Casi pre­fie­ro Jus­ti­na —dice Te­re­sa sin pa­rar de reír. Río y llo­ro al mis­mo tiem­po, de mie­do por lo que ha pa­sa­do y de ali­vio al vol­ver a te­ner a Mu­riel con no­so­tras, que nos en­cuen­tra de esa gui­sa al en­trar al co­me­dor.

      —Hola, ca­ri­ño —digo lim­pián­do­me las lá­gri­mas—. Sién­ta­te, que te pre­pa­ro algo de co­mer. —Quie­ro ac­tuar como si no hu­bie­ra ocu­rri­do nada, aun­que no sé si lo con­si­go. La miro de ma­ne­ra di­fe­ren­te, como si bus­ca­ra se­ña­les en su cuer­po que me ex­pli­quen qué ha he­cho esos dos días que ha es­ta­do fue­ra. Ella tam­po­co está como siem­pre, es­con­de la cara de­ba­jo del pelo y mira ha­cia el sue­lo. Se acer­ca a no­so­tras y, al ver a Te­re­sa con la niña, casi vuel­ve a ser la mis­ma.

      —Abue­la, ¿qué hace aquí Amé­ri­ca?

      —¿Amé­ri­ca?

      —Sí. Es la hija de Da­ko­ta. La co­noz­co de la casa —dice esto úl­ti­mo en voz tan baja que casi no la oigo.

      —Da­ko­ta, ¿qué cla­se de nom­bre es ese? —dice Te­re­sa.

      Te­ne­mos que pen­sar qué ha­re­mos con Amé­ri­ca, aho­ra que sé su nom­bre no sé si me gus­ta­ba más Blan­ca.

      Mu­riel se sien­ta en el sofá, más bien se es­con­de, por­que re­co­ge las pier­nas y se abra­za las ro­di­llas, como si qui­sie­ra des­apa­re­cer en­tre los hue­cos de los co­ji­nes. Al oír a Inés, que nos pre­gun­ta algo so­bre la can­ti­dad de le­che en pol­vo que tie­ne que po­ner, no le­van­ta la vis­ta, si­gue mi­rán­do­se la pun­ta de los pies como si aca­ba­ra de des­cu­brir que los tie­ne.

      La niña se toma el bi­be­rón en un mo­men­to, es­ta­ba ham­brien­ta y no sa­be­mos si de­be­ría­mos dar­le más, ¿cuán­tos me­ses ten­drá? Sé que no po­de­mos que­dar­nos con ella, pero tam­bién sé que no po­de­mos de­vol­ver­la a aquel lu­gar, se­ría como de­jar­la mo­rir. To­da­vía no me ex­pli­co cómo está viva, si no hu­bié­ra­mos ido hoy no­so­tras, ¿qué hu­bie­ra sido de ella? In­te­rro­ga­mos a Mu­riel y nos cuen­ta que la ma­dre es jo­ven, cuan­do le pre­gun­to cómo de jo­ven nos dice que más ma­yor que ella, pero no tan­to como Inés. En­tre vein­te y trein­ta, cal­cu­la. No sabe si tie­ne no­vio, por­que la ha vis­to con va­rios chi­cos. Cuan­do tie­ne di­ne­ro se lo gas­ta en al­cohol y ma­rihua­na. Hace hin­ca­pié en que nun­ca ha­bía vis­to a la niña sola y que la cui­dan en­tre to­dos. Evi­to ha­cer nin­gún co­men­ta­rio. Sus ojos de­la­tan algo que no se co­rres­pon­de con la edad que tie­ne, es como si hu­bie­ra ma­du­ra­do de re­pen­te. De­fien­de a esa mu­jer como si qui­sie­ra jus­ti­fi­car­la, no quie­re que la juz­gue­mos como ma­dre por­que no la co­no­ce­mos.