Las maletas del olvido. Pilar Mayo

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Название Las maletas del olvido
Автор произведения Pilar Mayo
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788417451080



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a esta niña como si fue­ra mía, a ve­ces pien­so que la quie­ro más que su pro­pia ma­dre. Cuan­do era pe­que­ña pa­sa­ba mu­chas tem­po­ra­das en casa; sus pa­dres via­ja­ban mu­cho, es lo que tie­ne ser rico. Mi her­ma­na está cie­ga. ¿No se da cuen­ta de que toda esa re­bel­día es para lla­mar la aten­ción? Ella está fe­liz de la vida solo con que Agus­ti­na le diga «se­ño­ra esto, se­ño­ra lo otro». ¡Qué ri­dí­cu­la! No la en­vi­dio para nada, hay co­sas que el di­ne­ro no pue­de com­prar.

      Saco un pa­que­te de dó­nuts de cho­co­la­te y me sien­to con la caja en el re­ga­zo. Pa­seo la vis­ta por la co­ci­na y veo todo per­fec­ta­men­te or­de­na­do, no hay nada fue­ra de su si­tio: los bo­tes de las es­pe­cias con la eti­que­ta ha­cia de­lan­te; los pa­ños de co­ci­na do­bla­dos to­dos igual, per­fec­tos; las bol­sas de plás­ti­co den­tro de un ta­rro de cris­tal, me­ticu­losa­men­te do­bla­das. Me chu­po los de­dos an­tes de co­ger otro dó­nut. A mi her­ma­na le po­nen en­fer­ma las ma­nías de mi ma­dre; a mí me dan igual, la mu­jer no hace daño a na­die. Se cree me­jor que no­so­tras. No vie­ne casi nun­ca y, cuan­do lo hace, me mira con cara de asco, debe de odiar a los gor­dos; ella luce cuer­pa­zo de gim­na­sio y te­tas ope­ra­das.

      Si hu­bie­ra algo que me de­vol­vie­ra las ga­nas de vi­vir… Ne­ce­si­to un em­pu­jón, yo sola no pue­do. Al prin­ci­pio es­ta­ba hun­di­da, algo des­pués hice un es­fuer­zo, pero ya me fue im­po­si­ble. Sé que por mu­cho tiem­po que pase y, aun­que me re­cu­pe­re, nun­ca vol­ve­ré a ser la mis­ma: algo se rom­pió den­tro de mí el día que me dejó. El pa­sa­do no deja de ve­nir a vi­si­tar­me, me lle­va de pa­seo, me mon­ta en el tren de los re­cuer­dos, un tren del que no me quie­ro ba­jar, y poco im­por­ta que aban­do­na­ra esa ma­le­ta en el ca­mino, la tris­te­za via­ja li­ge­ra de equi­pa­je.

      CAPÍTULO 3

      So­ñar con pes­ta­ñas: Es de mal au­gu­rio. Si sue­ña que se le caen sig­ni­fi­ca que algo va a ir mal. So­ñar que tie­ne las pes­ta­ñas cor­tas quie­re de­cir que va a llo­rar mu­cho por una des­gra­cia.

      Como si ne­ce­si­ta­se un re­cor­da­to­rio de lo que está pa­san­do, la pan­ta­lla del or­de­na­dor se en­car­ga de ad­ver­tir­me para que no me ol­vi­de. ¿Para qué ha­bré mi­ra­do el sig­ni­fi­ca­do del sue­ño? ¡Qué ton­te­ría! ¿Cómo va a sa­ber na­die lo que sig­ni­fi­ca un sue­ño? Es me­jor no ha­cer caso, creer­se es­tas co­sas es de gen­te in­cul­ta, como dice Ele­na.

      Hoy es sá­ba­do, el día de la cena con la fa­mi­lia del so­cio de mi yerno. Mu­riel se ha em­pe­ña­do en que no va y su ma­dre en que vaya. Aho­ra es cues­tión de ver quién pue­de más. Esta no­che la lla­ma­ré, ayer la lle­vé a su casa para que se sen­ta­ra a la mesa en esa di­cho­sa cena. Des­pués, si quie­re, pue­de mu­dar­se con­mi­go. Nun­ca se lo he per­mi­ti­do, aun­que me lo ha pe­di­do mon­to­nes de ve­ces. Te­nía la ab­sur­da es­pe­ran­za de que las co­sas se arre­gla­rían en­tre ellas, pero me temo que eso no va a pa­sar. Solo es­pe­ro que, con el paso del tiem­po, mi hija se dé cuen­ta de lo mal que lo está ha­cien­do. Mu­riel no se me­re­ce pa­sar la ado­les­cen­cia en esa casa, tan fal­ta de amor y tan lle­na de men­ti­ras y en­ga­ños.

      Sal­go a com­prar y no pue­do qui­tar­me de la ca­be­za lo ab­sur­do que es bus­car el sig­ni­fi­ca­do de los sue­ños. Me sien­to en un ban­co por­que no me en­cuen­tro bien. Des­de hace años ten­go unas ma­nías que no lo­gro de­jar atrás. Es­toy con­ven­ci­da de que si dejo de ha­cer de­ter­mi­na­das co­sas, su­ce­de­rá algo malo. Como si que las mu­je­res de mi casa sea­mos unas in­fe­li­ces no fue­ra ya su­fi­cien­te ca­tás­tro­fe. To­das so­mos des­gra­cia­das. Es­ta­mos de­jan­do es­ca­par la vida, como se es­ca­pa la are­na de la pla­ya en­tre los de­dos cuan­do quie­res re­te­ner­la en tus ma­nos.

      Cuan­do el pa­dre de mis hi­jas me aban­do­nó no tuve tiem­po para la­men­tar­me. Cla­ro que llo­ra­ba, cada día, pero se­guí vi­vien­do. Tuve que criar­las yo sola, sin ayu­da y sin di­ne­ro; pero no re­cuer­do esa épo­ca como una eta­pa gris. A nues­tra ma­ne­ra, lo pa­sá­ba­mos bien. Les es­con­dí mi pena, o eso pen­sa­ba yo. Qui­zá no lo hice tan bien y aho­ra re­pi­ten un pa­trón apren­di­do. ¿Cuán­do em­pe­za­ron a tor­cer­se las co­sas? No lo sé, pero sí sé que no se arre­gla­rán por­que do­ble las toa­llas de una ma­ne­ra de­ter­mi­na­da o pon­ga los li­bros or­de­na­dos de más grue­sos a más fi­nos, ni por te­ner que po­ner la la­va­do­ra siem­pre en el nú­me­ro tres. Nun­ca he pues­to otro pro­gra­ma, da igual si hay mu­cha ropa o poca. Me da pa­vor ha­cer las co­sas de otra ma­ne­ra. Lo he in­ten­ta­do y soy in­ca­paz.

      Hoy pre­sien­to que me van a dar una mala no­ti­cia, pa­re­ce que lla­me al mal tiem­po, así que de­ci­do de­jar de ha­cer to­das esas co­sas irra­cio­na­les y dis­pa­ra­ta­das pro­pias de una men­te en­fer­ma.

      En­tro al su­per­mer­ca­do, res­pi­ro hon­do y aga­rro el ca­rro con fuer­za. Cojo una bol­sa y la lleno de na­ran­jas, sin con­tar­las. Lue­go los to­ma­tes, tam­po­co los cuen­to. Rom­po la ru­ti­na de em­pe­zar por un pa­si­llo y lle­gar has­ta el fi­nal —aun­que no ne­ce­si­te nada de esos es­tan­tes— an­tes de pa­sar al si­guien­te.

      Ya en las ca­jas, evi­to la nú­me­ro sie­te y la doce, las de siem­pre, y me voy a la uno. Es­toy su­dan­do y me tiem­blan las ma­nos, me sien­to como una ka­mi­ka­ze. Sal­go del su­per­mer­ca­do y dejo las bol­sas en el ma­le­te­ro de cual­quier ma­ne­ra. Al mon­tar­me en el co­che apo­yo la ca­be­za en el vo­lan­te y cie­rro los ojos, es­toy ma­rea­da. Ya está, lo he con­se­gui­do, esto es lo que de­ben de sen­tir los adic­tos cuan­do se es­tán des­in­to­xi­can­do.

      De ca­mino a casa, me sien­to eu­fó­ri­ca y can­to en voz baja mien­tras sigo el com­pás de la mú­si­ca, re­pi­que­tean­do en el vo­lan­te con los de­dos.

      Cuan­do apar­co, apa­go la ra­dio sin es­pe­rar a que ter­mi­ne la can­ción, al con­tra­rio de lo que sue­lo ha­cer. En­tro en casa y, al guar­dar la com­pra, arru­go las bol­sas de plás­ti­co. Es­toy con­ten­ta y sigo ta­ra­rean­do mien­tras saco las que es­tán per­fec­ta­men­te do­bla­das en un ta­rro de cris­tal y las des­do­blo, hago bo­las con ellas y las meto otra vez, apre­tu­ja­das. Des­or­deno los bo­tes de las es­pe­cias y cam­bio el or­den de los va­sos, in­ter­ca­lan­do los al­tos con los pe­que­ños de café. Pien­so en que no­so­tras, las tres, te­ne­mos los sen­ti­mien­tos des­or­de­na­dos por una u otra ra­zón y me pre­gun­to si no ven­drán de ahí mis ma­nías. Igual in­ten­to com­pen­sar el caos que ten­go en mi vida con el or­den en mi casa.

      Ya está ano­che­cien­do y la eu­fo­ria ha des­apa­re­ci­do. No lo­gro sa­cu­dir­me la es­tú­pi­da sen­sa­ción de que algo va a sa­lir mal. No hago más que mi­rar el re­loj. Es­toy desean­do que den las doce para que lle­gue ma­ña­na, como si fue­ra una ce­ni­cien­ta mo­der­na y el cas­ti­go por sal­tar­me las nor­mas ter­mi­na­ra a esa hora. Me arre­pien­to de todo lo que he he­cho y or­deno los bo­tes de co­ci­na, no pue­do con este caos.

      De­ci­do lla­mar a Mu­riel, se pon­drá con­ten­ta cuan­do le diga que pue­de ve­nir­se a vi­vir aquí, si quie­re.

      A lo me­jor le va bien es­tar una tem­po­ra­da se­pa­ra­da de su ma­dre, has­ta que lo­gren en­ten­der­se.