Dieciocho historias de golf y misterio. Marino J. Marcos

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Название Dieciocho historias de golf y misterio
Автор произведения Marino J. Marcos
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788418337857



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a baja altura lo que fuera que le pasase, y usted se encontró con el grupo de pasajeros que habían sido despertados deprisa y corriendo, y fueron obligados a esperar en tierra la reparación de la nave. Según mi corresponsal brasileño, debió de ser una maniobra maestra, porque no es nada fácil para un dirigible tomar tierra y volver a despegar en pleno campo, fuera de su base. Una calle de golf les ofrecía la superficie más apropiada posible para la difícil maniobra de bajar y subir, y tuvieron la suerte, o la pericia, de dar con ella. Que lo encontráramos nosotros en ese agujero temporal, o como sea que haya que llamar a este fenómeno, no puedo explicarlo. Ya ha pasado otras veces en otras circunstancias de las que creo haberle hablado antes, y puede estar seguro de que eso es lo que sucedió. En fin, esto es todo lo que puedo decirle...

      — Increíble. Me deja usted asombrado, doctor…

      — Pues entonces ya somos dos. ¡Ah!... Ni una palabra a nuestros amigos, por favor. Por alguna razón, lo que hemos vivido en el campo de golf ha sido solo para nosotros. Cosa nostra, entonces. Y así debe seguir siendo. No habrá más burlas.

      — Perdone, pero… ¿Me está diciendo que hemos visto una escena que no existe; que lo que yo vi fue un grupo de fantasmas?... — pregunté —. ¿Y que el dirigible también lo era? ¡El Conde de Zeppelin! ¿Cuánto mide, cien metros? ¡Debe de ser el fantasma más grande del mundo…!

      — Mide doscientos cuarenta metros, joven... No es extraño que nuestras dos bolas se encontrasen con él. Un monstruo así tarda en virar…

      No pude creer semejante explicación. Verdaderamente no pude: era superior a mis fuerzas, y así se lo dije a mi amigo. Y yo no podía aceptar eso. Sabía lo que había visto, y lo sabía de sobra. Así que honradamente tuve que insistir.

      — Perdone doctor, pero no puedo dar crédito a su explicación. Vi cómo despreciaban mi compañía; cómo me daban la espalda. Y eso no es algo que se olvide fácilmente. No creo que ningún fantasma sea capaz de semejante falta de educación… Y supongo que un dirigible hace ruido. Un ruido que yo no escuché.

      — Bueno, verá usted — me contestó — : Creo que ni siquiera le vieron, por la sencilla razón de que estaban en otra dimensión, si me permite decirlo así. Fuera del tiempo; de nuestro tiempo, al menos… Y lo que hicieron, pensándolo bien, con los datos que ahora tenemos, no fue darle a usted la espalda, sino volverse todos a la vez para ver al dirigible en cuanto notaron que volvía a buscarles para que embarcasen de nuevo… Porque ellos sí lo oyeron. No le quepa duda.

      No nos pusimos de acuerdo, y sentí que había levantado una muralla de escepticismo entre nosotros. Así que algo incómodos nos levantamos cuando oímos llegar el coche de nuestros amigos, dejando la discusión en tablas. El resto de la tarde discurrió con aparente normalidad, procurando evitarnos: El doctor Duarte desapareció en su habitación y yo pasé la velada callejeando por la magnífica biblioteca de la casona, más polvorienta de lo que sería menester. Luego, antes de la cena, la señora de la casa me pidió que la ayudara en unas entretenidas labores de jardinería, y con una ligera colación en el estómago todos nos fuimos a dormir.

      En el silencio de mi cuarto, no dejaba de dar vueltas a lo que me había dicho el doctor Duarte, y me costó tiempo coger el sueño, pero no rebajé un ápice mi sentencia en cuanto a la falsedad de sus conclusiones: Seguía sin creer una palabra de lo que me había dicho y dejé en manos del tiempo la solución a nuestra un poco absurda tirantez.

      La mañana siguiente la dedicamos al golf nosotros y nuestros anfitriones. De nuevo hacía una espléndida mañana, y había tanta gente en el campo que el juego resultaba muy lento, y además los que iban por delante perdían tantas veces las bolas que en más de una ocasión les tuvimos que ayudar a buscarlas, hasta que con buen criterio decidieron dejarnos pasar.

      Una de esas veces en que peinábamos la maleza para encontrar una pelota perdida, yo vi, prendido en un espino, un papel ovalado; como una de esas etiquetas de hotel, de aquéllas que los más prestigiosos pegaban hace años en las maletas de sus huéspedes. Me acerqué para verla mejor, y comprobé que lo era: Dibujado en color negro, amarillo y blanco, se mostraba un pintoresco lago con un dirigible en vuelo sobre el montañoso paisaje, y siguiendo el borde curvado, estaban impresas unas palabras en letra gótica:

      Hotel Adler 1, Bahnhofstrasse — Friedrichshafen.

      Junto al sobresalto lógico que me produjo, sentí claramente que era una especie de mensaje que estaba allí exclusivamente para que yo lo recogiese. De ese modo llegué al convencimiento de que el doctor Duarte había tenido razón, y que su teoría de los fantasmas era, de un modo u otro, la única posible. Sin embargo guardé la etiqueta en secreto, en un sobre, solo para mí, sin decirle nunca nada sobre ella, y durante los muchos años en que aún jugamos juntos al golf procuré esquivar este asunto en nuestras conversaciones. En verdad espero confiado que este silencio culpable sea lo único de lo que deba avergonzarme cuando la Providencia nos una de nuevo para jugar en el tee del Uno.

      * Años más tarde de esto, leí en una conocida Guía de ferrocarriles que, efectivamente, el Hotel Adler existió en Friedrichshafen, en las orillas del lago de Constanza, hasta que resultó destruido en la Segunda Guerra Mundial. Según parece, su cocina (dirigida, por lo visto, por un español), y el servicio de comedor gozaban de merecida fama entre los privilegiados pasajeros que iban a volar en el dirigible LZ — 127.

      EL SELLO EPISCOPAL

      El doctor Duarte era hombre con una enorme cantidad de relaciones. Muy a menudo me presentaba nuevos colaboradores y corresponsales en los sitios más insospechados y, habiendo conocido yo a una pequeña parte de ellos, aseguraría sin vacilar que podían contarse por centenares. Duarte estaba ya oficialmente retirado, y aunque dedicaba su tiempo a escribir y a jugar al golf, nunca dejaron de aumentar en número las personas con quienes se mantenía en contacto. Sin embargo, a pesar del gran don de gentes que tantas simpatías le procuró, era persona de muy pocos amigos. Siempre tuvo con ellos, cuatro o cinco a lo largo de su vida, una acrisolada lealtad y mayor discreción, porque jamás me habló en términos personales de ninguno, no obstante habérmelos presentado y haber salido al campo juntos decenas de veces. De unos, yo sabía el nombre y la profesión, y de algún otro, solamente el nombre. Yo les había clasificado en mi fuero interno en dos grupos: los amigos de golf de verano, y los de invierno.

      Los de verano eran don Asdrúbal Migalvín, y el vizconde de Sao Luiz de Salugal. Migalvín, arquitecto, era hombre de genial humor y enorme cultura, con quién salir a jugar una vuelta de golf era tanto como morirse de risa en cada calle del campo. Sus continuas y absurdas ocurrencias, y su juego inconcebible — cuya normas las decidía él, y sólo él —, ponían a prueba la paciencia de un divertidísimo Duarte, quién aseguraba que era así desde que compartieron pupitre. Salugal era muy otra cosa y solía jugar con nosotros cuando nos acercábamos a Lisboa. Muy elegante y educado, más joven que el doctor, también había compartido escuela con él. Portugués de rancia estirpe, diplomático de carrera y hombre mesurado y discreto, de su pasado sólo pude saber a ciencia cierta que habían compartido peligrosas aventuras durante su Servicio Militar en África. Jugaba al golf con competencia suma, y creo que llegó a representar a su país en competiciones internacionales. Fue el que me enseñó a salir del búnker con una madera larga, cosa por la que le estaré agradecido toda mi vida.

      Los de invierno eran dos médicos compañeros suyos de facultad, Adalberto Agudillo Tabán, el prestigioso cardiólogo madrileño, gran jugador de golf de fortísima pegada, y de quién se contaban anécdotas estupendas. Una de ellas, quizá la más famosa, era la que aseguraba que en su sala de espera de Madrid coincidieron un día los directores de los cinco Teatros de Ópera más importantes de Europa, cada cual con su problema, y allí hicieron cola