Название | Dieciocho historias de golf y misterio |
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Автор произведения | Marino J. Marcos |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788418337857 |
Vuelva conmigo a las escaleras del pabellón, donde un grupo de amigos trata de arrancar un antiguo automóvil, con los trajes de etiqueta empapados y una expresión de preocupado estupor en el rostro, mientras se apresuran para salir en busca de los dos jóvenes en medio del peor temporal que nunca hubieran conocido. Le ruego que imagine — ¡hágalo! —, cómo desde las ventanas los demás observan su partida, hasta que salen del mortecino círculo de luz que proyectan las velas sobre el barrizal, mientras los que quedan dentro piensan, francamente incómodos o quizá asustados, que deben buscar sus impermeables y retirarse cuanto antes, porque todavía no llegan a comprender perfectamente lo que ocurre, pero todos, ¡todos, fíjese bien!, intuyen que hay algo ahí fuera que va mal, muy mal... Aun así, cuantos prefirieron quedarse al triste broche de la fiesta pudieron considerarse afortunados, joven. Porque en tanto sucedían estas cosas en el pabellón, las mismas centellas que iluminaban el camino a los ansiosos perseguidores en el automóvil, dejaban ver aquí mismo, en la calle del hoyo cuatro, una escena verdaderamente atroz.
Para su edad, Duarte era un narrador de excepcional energía, pero en este punto de su relato su voz se apagó un poco, e hizo una pausa más larga que las demás. Pude observar, por el cambio de su expresión, que lo que iba a contarme todavía le afectaba en cierto grado, a pesar del tiempo que había transcurrido desde los sucesos que relataba, y aunque esta vez me concedió cuartel para preguntar, yo no quise romper el expectante silencio.
— Sí… Atroz; atroz es el único calificativo para describirlo... Con la mitad de su cuerpo atenazado por una llaga de lodo traicioneramente abierta en la tierra, un hombre en la flor de la juventud aparecía y desaparecía en el resplandor vivísimo de los relámpagos con los dientes manchados de hierba, igual que sus manos, igual que sus uñas, en el paroxismo del terror, buscando asirse desesperadamente a las matas de césped que a la distancia de su brazo constituían para él la única forma de evitar la muerte, la peor que cabe desear a un ser humano... La angustiosa contracción de sus labios, siempre dispuestos a una palabra de ánimo, mostraban en aquel instante la intensidad del incontrolable pánico que le dominaba, y aunque se debatía con desesperación, la voracidad del légamo parecía aprovechar el menor de sus movimientos para hundirle aún más en el abismo de fango sin nombre ni medida que, bien lo sabía él, le aguardaba con la más absoluta certeza.
Ese hombre era Víctor Blackburne y el viscoso lugar donde se hundía el insondable agujero de la ciénaga en el que había caído. Y cuando, perdida la esperanza, solamente le quedaban fuera del légamo los hombros y la cabeza; cuando sólo un milagro podía salvarle del final espantoso, oyó nítidamente el inconfundible petardeo de una motocicleta que se acercaba directamente hacia él.
Entonces Blackburne gritó. Y lo hizo como jamás había gritado, sabiendo que de su grito dependía la vida entera y, fíjese, gritó sólo unos segundos antes de que el faro de la motocicleta, atravesando las oleadas de lluvia con la brillante luz del carburo, iluminase sus desencajadas facciones, escupiendo ya el barro que le anegaba la boca. Puedo asegurarle este extremo porque todo fue visto por los que iban en el coche siguiendo las roderas de Ernestina, y orientó su búsqueda en aquella dirección.
La tormenta se desgarraba con reventazones insospechadas sobre el campo de golf, y en esas circunstancias, cuando ella advirtió en el haz de luz de la motocicleta la presencia inverosímil de una cabeza que sobresalía del suelo era ya, por desgracia, demasiado tarde. Paralizados sin duda sus sentidos por esa visión, inesperada y espeluznante, ni siquiera intentó frenar, y se precipitó a la poza maldita a la misma velocidad con que había vivido.
¿Debo referirle a usted la terrible escena que siguió a todo esto? No amigo mío; pertenece ya a un doloroso recuerdo. Respetémosle. Sólo le diré que quienes la vieron sin poder hacer nada por evitarla tardaron muchas semanas en conciliar un sueño tranquilo, y alguno de ellos no volvió a pisar en años un campo de golf. Sea como fuere, es seguro que Ernestina Salaverri consumó su deseo y se unió a Víctor Manuel Blackburne para siempre.
Durante los días que siguieron, se vació y rastreó aquel abismo de todas las maneras imaginables; la madre de la infortunada chica no reparó en gasto alguno para encontrar a su hija, y se hizo venir a sus expensas a los mejores especialistas en este tipo de rescates. ¡Pobre mujer! Hubiera hecho venir a la maga de Tesalia, de haber podido... Pero sólo aparecieron los restos espectrales de la motocicleta y algunos palos de golf del oficial: ni él ni ella fueron encontrados.
Así pasaron, en los trabajos de búsqueda, cuatro largas semanas y cuando el juzgado decidió que ya era suficiente, y concedió el permiso para que se tapase la enorme excavación que se había realizado, montañas de tierra y cascotes volvieron a su lugar. La dirección del club se propuso que la grieta fuese condenada tan sólidamente como los conocimientos técnicos de la época permitían, y se volcaron docenas de camiones de cemento y escombros para conseguirlo. Después, los jardineros cambiaron la disposición del hoyo, sembraron de nuevo el césped que había sido levantado en una gran extensión, y se plantó un seto impenetrable en el lugar exacto donde se había abierto la ciénaga para que nadie, ni aun remotamente, pudiese pisar otra vez esa hierba maldita. Este seto, precisamente…
Y Duarte miró de un modo tan significativo al matorral junto al que nos encontrábamos que no pude por menos que exclamar:
— ¡No me diga que fue precisamente aquí donde ocurrió!
— Le aseguro que sí — contestó mi amigo —. Bajo esta maleza, aquí mismo, estaba la ciénaga. — El doctor hizo un vago gesto con la mano, y prosiguió: — Este es el lugar donde reposan los cuerpos de los dos muchachos. Aunque la palabra reposar no sea quizá la más adecuada...
— ¿Cómo dice usted? — exclamé —. ¿Qué quiere decir con eso? Vamos, doctor, no me diga que...
— Concédame un minuto y en seguida lo sabrá. Durante una larga, larga temporada — prosiguió —, el campo quedó abandonado, quiero decir, nadie volvió por aquí. Durante más o menos un año, el golf fue algo ajeno a este hermoso paisaje. Pero, como siempre, el clemente cometido del tiempo se encargó de que, poco a poco, las cosas fueran volviendo donde solían. Primero los más entusiastas, y luego el resto de los socios, regresaron paulatinamente a sus partidos de fin de semana, pero lo cierto es que la vida del club tardó en normalizarse. De hecho, no se ha normalizado nunca, porque fue en ese intervalo cuando comprendieron que aquí sucedía algo que no era nada cómodo de explicar.
Y ahora he de hacerle una advertencia. Lo que me dispongo a revelar lo conocemos hoy dos o tres personas, a lo sumo, y se puede asegurar que bajo ningún concepto ninguna de ellas dirá nada de esto a nadie. Si yo lo hago ahora es porque conozco sobradamente su discreción. Le ruego, por tanto, que guarde la más absoluta reserva sobre lo que voy a decir, y lo hago bajo la terminante condición de que no me hará usted pregunta alguna cuando termine. Y aun así, no estoy del todo seguro de mantener mi promesa en los mismos términos en que la pronuncié.
Por supuesto, me apresuré a manifestarle que haría tal y como deseaba, mientras interiormente estaba convencido de que iba a comunicarme alguna historia realmente extraordinaria, porque aquella actitud de mi amigo era del todo ajena a su forma de ser, por lo general expansiva y poco propensa a los juramentos. Así que, con la mayor de las expectaciones, escuché la increíble explicación cuyo registro guardo todavía en la memoria:
— La primera bola de las que usted ve — señaló con un vaivén de su pipa —, apareció poco después de que se cumpliera un año de la tragedia. Quienes entonces pasaron por aquí primero, jugando por la mañana, pensaron que era una bola olvidada más, pero el sitio especial donde se encontraba hizo que se abstuvieran de recogerla. Una suerte de respeto y, dicho sea de paso, también de oculto temor a la anterior ubicación del pozo infausto, hizo que la dejaran donde estaba. Hágase cargo: Quién más, quién menos, era la primera vez en mucho tiempo que volvía, y más de uno de los golfistas musitó una oración para sus adentros. Pero las bolas siguientes no tardaron en aparecer en el mismo sitio: una noche dos, al día siguiente otra, y en pocas semanas se habían reunido tantas que parecía imposible creer que fueran todas resultado del olvido o de la superstición de los jugadores,