Название | Dieciocho historias de golf y misterio |
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Автор произведения | Marino J. Marcos |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788418337857 |
Alrededor del sello había una orla con una leyenda en letras góticas mayúsculas, sumamente deterioradas, casi ilegibles en su totalidad. Según la guapísima archivera, lo que podía leerse era únicamente D. GRATIA EPISCOPI que muy poco aclaraba su misterio.
— Parece un jugador de golf…. — comenté, realmente extrañado. Yo no sabía nada de sellos antiguos, pero algo tenía claro: en el siglo quince no se jugaba al golf.
— Es mucho más que eso, joven — replicó el doctor Duarte, volviendo a mirar el sello —. Es un jugador de golf. No veo yo a un obispo con el báculo invertido en aquellos tiempos. Bueno, ni en estos tampoco…
— No — terció la archivera —. En absoluto. Ese es el asunto, señores. Que por más vueltas que le doy, no veo cómo puede ser esto posible. Es para estar asombrada, de verdad.
— ¿Estás segura de que es auténtico? — preguntó mi amigo — No será un bromazo de algún gracioso de la oficina… Los eruditos suelen tener un humor a menudo perverso.
— Estoy segura. Fue lo primero que pensé, y lo he descartado del todo. Por eso quería que lo vieras. A ver si a ti se te ocurre algo. Porque en aquella época, al golf no se jugaría, ¿verdad?
— Desde luego que no; al menos no como aparece aquí. La figura es completamente moderna en su actitud, en su pose… Fíjate: incluso tiene las rodillas ligeramente dobladas. Y una mano sobre la otra, sujetando el palo. Hasta juraría que lleva un solo guante en la izquierda…. Lo cual es mucho decir, pero… es tan moderno que lo juraría, sí…
Volvimos a mirar Ana y yo, y ella — ¡oh, dioses! —, acercó su cabeza a la mía para mejor mirar el sello bajo la misma lupa. Mucho tenía que llamarme la atención aquella rareza para que pudiera dejar de pensar en la chica, que realmente me había impresionado como pocas lo han hecho en mi maltrecha vida.
— Sería posible, quién lo duda… Si no fuera por lo erosionada que está, parecería una obra de ayer mismo, ¿verdad? Y, sin embargo, es perfectamente auténtica.
“Verdad, verdad, verdad… Lo que tú digas…”
— Bueno — dijo el doctor Duarte, rompiendo el hechizo —. Hay que ponerse a trabajar porque, evidentemente, no podemos dejar las cosas así. Lo primero que hay que hacer es saber quién era este obispo… ¿de Wexford, dices? Bien… Luego, es preciso saber si podemos identificar el campo donde parece jugar este curioso tipo. Tiene dos torres muy particulares; desde luego parecen las típicas torres redondas irlandesas, pero ya veremos. Wexford está en Irlanda, desde luego… Y después, si conseguimos saberlo, habrá que visitar el lugar, me temo, y saber qué pasó allí para que todo un personaje de la época se hiciera retratar en su sello jugando al golf. ¡En pleno siglo quince!... Parece de locos, pero es así. En fin, Ana, se hace tarde y tenemos que volver a Madrid. El tren está a punto de salir. Tenemos el tiempo justo para llegar a la estación. No; no nos acompañes, hija. Llegaremos solos.
Por una vez, casi odié al doctor Duarte.
Las noticias del obispo Westmoreland llegaron enseguida. A los dos días, teníamos encima de la mesa del doctor un largo telegrama con los datos más importantes de su biografía. No es cosa de repetirlos aquí, porque no había absolutamente ninguno que fuese de utilidad para aclarar algo de nuestro enigma. Estuvimos de acuerdo — también Ana Migalvín, a quién yo me preocupé de mantener informada —, en que era bastante vulgar, la de cualquier prelado de su siglo, sin altos ni bajos en el gobierno de su iglesia. Supimos también que la advocación de su catedral era la de san Jorge, cosa muy común entre los obispos británicos e irlandeses antes de la reforma de Enrique VIII y también después. Y poca cosa más. No había un solo dato aprovechable que pudiera contribuir a ponernos sobre alguna pista útil. Y volvimos a esperar a que vinieran otras informaciones.
Yo utilicé estos pequeños impasses dibujando una ampliación del sello a la acuarela en un buen papel de tamaño folio. Esta era mi especialidad, quedó francamente bien y se lo regalé a la archivera. Solo por ver aquella sonrisa mereció la pena todo lo demás, y creo que constituyó el mejor momento de la aventura. Ana lo clavó en una corchera de la pared de su gabinete con cuatro chinchetas, y firmé con mi nombre bien legible. Era como si yo estuviese allí, con ella, todo el rato. En fin…
Ni que decir tiene que tanta espera en conseguir los datos que necesitábamos frustró al doctor Duarte y a la chica, pero no a mí, puesto que prolongaba nuestra investigación y con ella nuestro contacto, que se hizo regular: Una vez a la semana, nos veíamos en el Club de Golf, porque Ana, como su padre, también jugaba; y allí poníamos en común lo poco, poquísimo que adelantábamos en nuestras pesquisas. Ella había decidido escribir un artículo “y quién sabe si una tesis”, a propósito del asunto, y era la más entusiasta a la hora de proponer caminos de estudio que, desgraciadamente, se torcían al poco tiempo de empezar a seguirlos. El doctor Duarte estaba de verdad perplejo con todo esto, y creo que aquélla fue una de las pocas veces en que le he visto sin saber por dónde atacar un problema.
Entre tanto, había enviado la fotografía del jugador de golf (como le habíamos llamado), a varios de sus corresponsales en la verde Erin. Por supuesto, solamente de esa parte del sello, porque Ana, que estaba realmente apasionada con la investigación, no quería “levantar la liebre” a otros estudiosos que pudieran pisarle su primicia, y lo hacía con la esperanza de que alguno identificase las dos torres sobre las colinas, y con ellas el lugar donde se había hecho retratar la misteriosa imagen del sello irlandés. Así que no quedó otra alternativa que esperar, mientras yo iba avanzando en asegurar mi amistad con la archivera; avances que, debo decirlo, no me llevaban demasiado lejos en mis propósitos. Hasta que al fin, un día, llegó de aquel país la respuesta que llevábamos deseando semanas enteras, y que nos dio la primera clave de verdadera utilidad para la solución del asunto.
Un viejo compañero del doctor, residente en Cork, al sur de Irlanda, le contestó con una larga carta, encantado de volver a tener noticias suyas. Y le decía, entre otras cosas, que en el campo de golf de Ainthorpe, un pueblo no lejano de su ciudad de apenas quinientos habitantes, era posible ver, o mejor aún, se habían podido ver hasta el siglo pasado, dos torres similares a las del relieve cuya fotografía le enviaba. Una de ellas se derrumbó durante una tormenta en el año mil novecientos y nunca se reconstruyó. De ésta quedaba en pie un cilindro de unos tres metros de altura en medio de un montón de piedras, aunque la otra, situada a unos doscientos metros en un collado cercano, estaba en buen estado y “era visitable”. Respecto del campo, informaba que era casi rústico y de nueve hoyos; que se mantenía en buen estado de juego y que era utilizado normalmente por la gente del lugar. Con ambas cosas, decía, “el campo se mantiene segado y verde, para dar la talla y pasar buenos ratos”. Carecía de edificios; su oficina, por llamarla de alguna manera, estaba instalada en una furgoneta rescatada de un desguace, en la entrada, y era escasamente visitado por forasteros. Su presidente era el agrónomo local y se llamaba Patrick O´Leary. Él le conocía un poco, se ofrecía para presentarnos y nos enviaba las señas, y estaba seguro de que este señor se alegraría de jugar una vuelta de golf con nosotros y de informarnos sobre la historia del lugar, porque era también el delegado de un organismo que podría traducirse como la Autoridad de Antigüedades de Irlanda en la localidad.
Constituía, como se puede apreciar, una información preciosa, y sirvió de base para nuestro próximo paso. Que no fue otro sino preparar un viaje a Wexford, vía Dublín, donde iríamos los tres, Ana Migalvín, el doctor Duarte y yo, en calidad de asistente, puesto que la familia de mi amigo ya no le permitía viajar solo y tuvieron la deferencia de pagar mis gastos. Tardamos bastante tiempo en salir, porque Ana hubo de pasar por los trámites administrativos de solicitud de permiso que a todo funcionario español le serán conocidos, si bien por influencia de su padre, que tenía mucha en el Patrimonio, se lo solucionaron sin las habituales y humillantes justificaciones que suelen dar lugar a su concesión.
Así que provistos de un pequeño equipaje, porque nuestra ausencia duraría solamente unos días (en el que no faltaban los guantes ni los zapatos de golf), despegamos