Dieciocho historias de golf y misterio. Marino J. Marcos

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Название Dieciocho historias de golf y misterio
Автор произведения Marino J. Marcos
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788418337857



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de su nuevo amigo. Algo que ha trastornado por completo su vida, porque estas salidas repentinas no son corrientes en su familia. Espero, desde luego, que haya hablado con su padre. Eso nos facilitará mucho las cosas a la vuelta. Y, por supuesto — dijo, dándome una palmada en el hombro —, lo siento por usted. Parecía realmente interesado en la chica…

      Así que lo sabía, pero ni hablar pude ante lo inevitable. Allí mismo buscamos un lugar donde comer, y después, más tranquilos, nos dedicamos, o se dedicó Duarte, a intentar encontrar alguna explicación al golfista que aparecía en el sello del obispo Westmoreland que era, realmente, lo que habíamos ido a hacer. Ni en la biblioteca local, ni en la vicaría, encontramos nada, como nada sabía de algo parecido el señor O´Leary, según nos confesó cuando estuvimos la víspera cenando con él y con su mujer.

      Estuvimos de acuerdo en que seguir en el pueblo era perder el tiempo, y como aún quedaban un par de horas de luz, nos acercamos a ver una de las torres redondas, la mejor conservada, que tenía además un acceso fácil. Tampoco allí encontramos solución al enigma, a la sombra de aquella construcción insólita, de las que en Irlanda había una cincuentena larga, según supimos, y como ninguna otra cosa nos quedaba por hacer en aquel lugar, nos volvimos a Wexford, donde entramos ya con los faros del coche encendidos.

      En el hotel nos repitieron lo mismo que le habían dicho antes al doctor Duarte por teléfono. Nos hicimos cargo de la carpeta, que contenía toda la documentación sobre el maldito sello y también una nota de la chica, que ya no dejaba lugar a dudas sobre lo que había pasado. Como mi amigo se había dejado en el coche las gafas de cerca, tuve que leerla yo en voz alta, para mayor penitencia de mi desairado pecho. Escrita en una cuartilla con membrete del hotel, era muy corta y decía lo siguiente:

      Al doctor Eamon Duarte. — Wexford

      Querido tío Eamon: Solo cuatro letras para informarte de que he encontrado mi destino. Ha sido, como te figurarás, un flechazo a primera vista, maravillosamente imprevisto e irresistible. Me quedo aquí. Por favor, despídeme de mi padre (ya le he llamado por teléfono). Sé que es una locura, pero no me perdonaría si dejara escapar al amor de mi vida. Un abrazo.

      Ana.

      Eso era todo. Ni una palabra para el sello, para su investigación, para su artículo… ni para mí. Al día siguiente cambiamos los billetes y regresamos a Madrid. Aprendí ese día a decir ¡maldición! en gaélico, pero ya he olvidado cómo se escribe.

      A los dos meses de esto, don Asdrúbal Migalvín empezó a tomarse en serio el capricho y la desaparición de su hija. Desde su llamada telefónica no había vuelto a recibir noticias, y puso en alerta a la Policía irlandesa. También el doctor Duarte tensó los largos hilos de sus redes de contactos, que nadie sabía dónde acababan, sin resultados positivos. Sé que hubo conversaciones con la Interpol, y se dieron todos los pasos habituales para solucionar este tipo de sucesos, sin conseguirlo. Pasó de este modo un angustioso año de sobresaltos y esperas que condujo al fallecimiento de don Asdrúbal, incapaz de resistir tal tensión, y de sumir a Duarte en una larga temporada de decaimiento de la sólo logró salir parcialmente. El sello episcopal nos había llevado mucho más lejos en el drama de lo que nunca supusimos, para dejarnos varados en una situación en verdad inquietante: Ana Migalvín y su misterioso acompañante habían desaparecido para siempre, y no se les volvió a ver jamás.

      * * *

      Así seguirían las cosas hoy, cuando han pasado demasiados años de todo aquello y han desaparecido tantos amigos irreemplazables, el doctor Duarte entre ellos, en el definitivo búnker de tierra del que nadie puede escapar. Y probablemente yo mismo habría olvidado la aventura irlandesa, perdida en alguna neblina de la memoria, que es donde se esconden esta clase de recuerdos, si no hubiera ido a jugar al golf el pasado jueves al Real Club de La Herrería, en El Escorial. Unos amigos insistentes me llevaron en coche — yo ya no conduzco —, para jugar unos hoyos en sus hermosas calles, pero apenas llegamos nos encontramos en el aparcamiento tres autobuses de turistas que se disponían a saturar el campo, y sin bajar del coche nos dimos inmediatamente la vuelta.

      Desde la carretera se contempla muy bien una de las torres del Monasterio, justo esa donde estaba el despacho de Anita Migalvín sobre el jardín de exótica topiaria, y me pareció que visitar de nuevo el Real Sitio sería una buena manera de pasar la mañana, ya que aquel era un día perdido para el golf. Lo propuse, y mis colegas aceptaron. Pronto estuvimos comprando las entradas y participando en una de las visitas guiadas por el laberíntico interior del gigantesco edificio, acompañados de un ruidoso grupo de bachilleres. Una vez dentro la curiosidad hizo el resto, y por alguna razón de esas a las que se refería Pascal, la aventura de mi juventud reverdeció. Y lo hizo de tal modo que me pareció casi obligatorio acercarme a las dependencias del Archivo, a ver si seguía mi acuarela clavada en la pared, tal como la dejamos antes de la infausta excursión a Wexford.

      Cuando llegué, el Archivo continuaba allí pero las dependencias que ocupaba habían sido modernizadas y estaban cambiadas por completo. El despachito de la archivera ya no existía. Habían tirado un tabique y habilitado una habitación para investigadores, francamente cómoda, con pupitres individuales y buena luz natural que penetraba por tres ventanas. Pregunté a un amable funcionario por mi pintura, pero no sabía nada; no la había visto nunca. Llevaba allí cuatro años, y aun así era el más antiguo de todos los que trabajaban en ese departamento. ¿El sello del obispo Westmoreland? Sí; eso sí le sonaba. En ese punto, sí podía ayudarme. Precisamente hacía pocos meses que habían participado en un convenio de intercambio con los Archivos con Irlanda, y les habían enviado para su restauración y exposición, bajo condición de vuelta, varias decenas de antiguos documentos, de igual modo que los irlandeses les habían facilitado otros tantos correspondientes a la Armada Invencible. ¡Cómo!... ¿Qué no me había enterado? ¡Pero hombre! ¡Si fue francamente interesante!… En fin, iba a ver si el que yo pedía ya estaba aquí o seguía en curso de restauración en Dublín. Que por favor esperase un momento, y preguntaría a una compañera suya, que era quién llevaba ese tipo de cosas.

      Por supuesto lo hice, y a los cinco minutos una chica muy joven me trajo una carpeta y unos guantes desechables de papel. Con el ruego de que me los pusiera para manejar el documento, se llevó mi carnet de identidad y luego me dejó sentado y solo en uno de los pupitres, con la carpeta delante. No había nadie más que yo utilizando el aula, y con un punto más de suspense del que me hubiera gustado confesar, abrí las solapas de cartón y extraje el pergamino y el sello.

      ¡Qué de recuerdos me trajeron, de golpe y sin aviso! Por un instante, me anegó la emoción, acordándome del día en que el doctor Duarte, ella y yo vimos por primera vez el documento en la misma estancia, ahora casi transfigurada, en una suerte de redención del tiempo y del espacio, de la que yo era, a la vez, espectador y parte. Cuando volví a ver con alguna claridad, me fijé en el sello de cera. Había sido, efectivamente restaurado, añadiendo la punta que antes estaba rota en la parte superior, para darle la forma biojival completa. Pero el relieve desaparecido de los doseletes no se había esculpido de nuevo, de manera que, con absoluta honradez histórica, se había dejado lisa la parte perdida. Sin embargo, lo que me hizo estremecer y quedarme sin aliento fue lo que vi, con el corazón latiendo desbocado, en el famoso piso inferior del sello: el lugar donde debía estar el jugador de golf y las dos torres lo ocupaba ahora la imagen orante de un obispo arrodillado, con las manos juntas y el báculo entre ellas, sobre un fondo completamente plano, cuyo estado de conservación era exactamente el mismo que padecían las otras figuras. Pedí una lupa casi a gritos, con la voz quebrada, y en seguida me la trajo la funcionaria con cara de preocupación, creyendo tener que vérselas con un orate. Realmente confundido, comprobé que el resto del sello y de lo que en él aparecía era exactamente como lo recordaba, dragón y san Jorge incluidos y, aunque yo aún tenía los ojos húmedos y podía engañarme, en él no había ni rastro de la figura que nos hizo viajar a Irlanda.

      Cuando me repuse de la impresión, volví a guardar en la carpeta el sello y el pergamino, verdaderamente estupefacto, lo devolví y no sé cómo ni por dónde, regresé con mis amigos, que ya me esperaban impacientes. Entonces eché verdaderamente de menos al doctor Duarte, que me habría recordado los ladinos señuelos del Destino con el fin de conseguir sus objetivos para que un matrimonio por poderes