Dieciocho historias de golf y misterio. Marino J. Marcos

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Название Dieciocho historias de golf y misterio
Автор произведения Marino J. Marcos
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788418337857



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después salimos hacia Wexford, donde habíamos reservado tres habitaciones en un hotel.

      Después de comer, esa misma tarde, el señor O´Leary llamó por teléfono al doctor Duarte. Había venido desde Ainthorpe con su mujer, una simpática dama pelirroja, para darnos la bienvenida y excusarse, sintiéndolo en el alma, porque precisamente ese fin de semana se iba a Dublín a la boda de un sobrino y no podía acompañarnos. Pero el corresponsal del doctor le había informado de lo que buscábamos, y tuvo la gentileza de traer consigo un plano trazado de su puño y letra para que llegáramos sin problemas, tanto al campo de golf como a las dos torres. Luego se ofrecieron como guías y nos llevaron de paseo turístico por la pintoresca ciudad.

      Mis dos compañeros de viaje hablaban correctamente inglés, pero yo no, y no me enteré de casi nada, naturalmente, de lo que O´Leary nos explicó, excepto de aquello que los otros dos querían traducirme. De todos modos, sostengo que todo eso de lo que se entera uno en las visitas guiadas, sean donde sean, es perfectamente prescindible para la vida posterior y, según mi costumbre, lo hubiera olvidado inmediatamente; de modo que poco se perdió. Acto seguido todos cenamos un excelente pescado en un restaurante del puerto, quizá demasiado pronto para nuestro gusto, y el simpático matrimonio se despidió de nosotros en la puerta del hotel, excusándose otra vez y deseando que volviéramos en otra ocasión. El señor O´Leary nos dio una tarjeta para el encargado del campo de golf, invitándonos a jugar gratis, y repitió cuánto sentía la coincidencia que le impedía acompañarnos. La verdad es que su sentimiento debía de ser sincero, porque con nosotros se portó en todo como un anfitrión ejemplar.

      A la mañana siguiente, después de desayunar copiosamente, alquilamos unos palos de golf en un establecimiento cercano al hotel, que también nos habían recomendado los O´Leary. Luego, en un Morris, así mismo de alquiler, pusimos rumbo a Ainthorpe. Habíamos decidido ir a jugar los nueve hoyos, aprovechando que de vez en cuando el sol aparecía entre las nubes, y dejar para después de comer nuestras pesquisas sigilográficas. Y veinte kilómetros más adelante llegamos sin novedad a la entrada del campo de golf.

      Desde bastante antes de llegar a la destartalada furgoneta que hacía las veces de oficina, pudimos divisar a lo lejos y del lado del mar la torre más alta, que constituía la estrella polar de nuestro viaje. Para ver la otra había que fijarse algo más, pero una vez localizada, no tenía pérdida: Comprobamos casi eufóricos que allí estaban, tal y como esperábamos, aunque en otra posición relativa. Ambas parecían más juntas desde donde las veíamos, más alineadas; y para verlas tal y como se habían representado en el sello episcopal seguramente había que internarse en las calles del campo situadas más hacia el norte.

      El soñoliento encargado del club recogió la tarjeta que nos garantizaba golf gratis durante el tiempo que estuviéramos allí, y nos olvidó después. De manera que los tres salimos al campo en completa soledad, porque éramos los únicos que estábamos jugando a pesar de ser sábado por la mañana. El tiempo se mostraba algo inestable, con un fuerte viento del mar que dificultaba el golf, pero como el campo se encontraba en una elevación, sobre el largo “lomo de perro” de un promontorio, y tenía unas vistas magníficas del mar y de todos los alrededores, lo íbamos pasando bastante bien. Si la archivera me hubiera prestado algo más de atención, hubiera sido para mí un paseo en verdad delicioso, pero no hubo nada que hacer por ese lado. Así que en el hoyo cinco me dediqué a buscar la perspectiva correcta para enfocar las dos torres tal y como aparecían en el sello, cosa que los otros dos, por las trazas, también estaban haciendo.

      — No veo yo claro que sea desde este campo… — comentó el doctor Duarte —. Me temo que la vista de las dos torres no puede ser la misma desde aquí. En el sello aparecían más separadas. A ver si nos hemos equivocado…

      — Mire, ahí están los últimos hoyos. Puede que en el ocho o en el nueve cambie la perspectiva, ya que también cambia la orientación — dije —. Habrá que esperar…

      Llegamos al tee del seis, y salí yo primero. El golpe no fue ni bueno ni malo, pero por lo menos conseguí dejar mi bola en la calle. El doctor Duarte le pegó fuerte con un medio golpe muy medido, de verdadero maestro, y también la dejó en buena posición, haciéndola volar bajo para compensar las rachas de viento, que ya arreciaban. Luego acompañamos a Ana a su puesto de salida, y conectó un golpe muy desviado hacia la derecha, lo que los malos golfistas llamamos un slice, y que sumado al efecto de la fuerte brisa aún curvó más su trayectoria, yendo a parar a un punto muy por debajo, entre unos matorrales que poblaban la base del promontorio. De allí iba a ser muy difícil que pudiera salir decorosamente librada, en el dudoso caso de que pudiese encontrar la pelota. Como es natural, yo me ofrecí inmediatamente para ayudarle a buscarla, pero rechazó mi auxilio, y se fue resueltamente a por ella.

      Las reglas del golf dicen que cinco minutos es el máximo que un jugador debe abusar del tiempo ajeno para encontrar su bola, y el doctor Duarte y yo encendimos nuestras pipas mientras esperábamos. Lo que no podíamos saber en ese momento es que sería una larga, larga, larga espera.

      Para nuestra sorpresa, abajo, entre los setos que ahora debían de esconder la bola de Ana Migalvín, apareció otro jugador que parecía estar pendiente de su llegada. A la distancia en que nos encontrábamos no se apreciaba bien, pero tenía que ser alguien a quien no habíamos visto antes delante de nosotros, y que se encontrase abajo por el mismo motivo: buscar su bola entre los zarzales. Parecía un hombre joven — lo que me disgustó sobremanera, porque lo único que me faltaba era eso —, que estaba removiendo los setos con un palo de golf a un lado y a otro. Cuando Ana llegó a su altura, aparentemente ambos comenzaron a conversar y, de pronto, ella nos empezó a hacer señas, señalando enloquecidamente a lo lejos y a sus pies, mientras gritaba unas palabras que no pudimos escuchar correctamente por la distancia y el ventarrón contrario del mar, pero cuyo sentido creímos haber interpretado claramente: aquel lugar donde ella estaba ahora era el sitio en el que se veían las dos torres tal como se representaban en el sello. Sin duda la perspectiva que había elegido el obispo Westmoreland, o quien fuera, estaba cien metros más abajo de donde esperábamos fumando el doctor y yo.

      — ¡Vaya! — exclamó Duarte —. Parece que ha encontrado el foco del asunto. Sí… Es muy posible. Vamos a verlo, joven. Por ahí parece más fácil la bajada, me parece…

      No estaba yo para muchos descensos por los terraplenes de Irlanda, pero no tuve más remedio que seguirle por la áspera senda por donde había bajado nuestra compañera, que momentáneamente se había perdido de vista. Cuando llegamos abajo, comprobamos que, efectivamente, aquel era el horizonte del sello. Pero la alegría que sentimos pronto se vio eclipsada porque Anita Migalvín no estaba por ninguna parte. La llamamos a voces, recorrimos el matorral y sus alrededores, miramos por todos los lados, hacia arriba y hacia abajo, sin encontrarla. No había rastro ni de ella ni de su acompañante. Y el doctor Duarte, por motivos muy alejados de los que me oprimían a mí, empezó a preocuparse seriamente.

      — Haga usted el favor, joven — me dijo —, de subir de nuevo, a ver si ella lo ha hecho por otro sendero. Y si no está, recoja las bolsas de palos, y traiga el coche hasta ese camino — señaló a uno cercano —. Yo no puedo subir, evidentemente, por donde hemos bajado.

      Así lo hice, sin ver a la chica en ningún momento, a pesar de que escudriñé el horizonte como nunca en mi vida lo había hecho. Volvimos a subir al campo, donde encontramos a una familia que se disponía a iniciar su partido. El doctor les preguntó si habían visto a nuestra compañera, pero no era así. Y después de otra hora de búsqueda infructuosa, Duarte decidió que nos acercásemos a Ainthorpe para llamar por teléfono al hotel, por si hubiera regresado por sus propios medios. Encontramos una cabina nada más entrar, junto a las primeras casas, y de ella salió Duarte con otra cara.

      — Pues sí que ha estado en el hotel — me explicó, mucho más relajado —. Me dicen que hace unos minutos ha pagado nuestras habitaciones y se ha llevado su equipaje. También pidió una conferencia con Madrid. Y, lamento decírselo, amigo mío, llegó y se fue con un chico flaco y joven, “vestido como para jugar al golf”, según me dijo la dueña. Según parece, nos ha dejado una carpeta y una nota…

      — Todo un detalle — acerté a balbucear —. ¿Dónde habrá ido, y por